En el matrimonio, uno debe hablar o comunicarse con su cónyuge lo suficiente como para llevarse bien, tomar decisiones y crecer en la relación matrimonial. Debemos hablar. Sin embargo, cómo y cuándo, y con qué palabras, calidad vocal y disposición lo hacemos, hacen una gran diferencia. También, después de conocer a alguien por un tiempo, bien aprendemos qué tonos, insinuaciones y referencias a cosas pasadas, presentes o futuras, provocarán una respuesta de enojo. Dios mediante, la mayoría de los conflictos surgirán de desacuerdos genuinos que necesitan resolución, y no de una manipulación inmadura, o de la misma pareja que intenta incitarse mutuamente.
Curiosamente, Les Thompson, señala que los matrimonios donde no existe conflicto reflejan un problema en la relación. El explica:
“En la práctica, el matrimonio se constituye en un territorio de guerra y de paz. En efecto, cuando ello no ocurre es porque, de alguna manera, uno de los cónyuges ha sido anulado por el otro, dominado, suprimido como persona. De otro modo, cuando ambos cónyuges son sinceros y dejan entre sí cierto espacio de libertad, surge, inevitablemente, la guerra”. (La familia desde una perspectiva bíblica, p. 67)
Entonces, existe un grave problema matrimonial para la persona casada que cuando se enfrenta a algo con lo que realmente está en desacuerdo y debe resolver, piensa: “¿Qué, en sí, puedo hacer?” o, “Mi cónyuge no escuchará, me gritará o me mandará a callar”. Ni el esposo ni la esposa pueden tener una relación funcional si temen que el simple hecho de hablar le abrirá la puerta a una serie de nuevos problemas. Ningún matrimonio puede funcionar bien, o por mucho tiempo, con ese tipo de impase de comunicación. Necesita ayuda.
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