¿Cuáles son los retos para la Iglesia en Latinoamérica?

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¿Cuáles son los retos para la Iglesia en Latinoamérica?

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 por Ricardo Estévez Carmona

Segundo Premio del Concurso Literario LOGOI, Noviembre 2009

Introducción

Un panorama a futuro en cuanto al desafío que nos plantea la Iglesia en Latinoamérica, puede mirarse desde dos perspectivas diferentes: Una, desde quienes estamos en el ministerio; otra, desde quienes son nuestros ministrados.

Entre los primeros, tenemos una opinión comprometida con la visión general de nuestra denominación, misión, institución o iglesia en la que servimos. Algunos recibimos nuestro sueldo de una organización, de las ofrendas de nuestra congregación o del sostén provisto por nuestros auspiciadores en el país y/o el extranjero; por nada del mundo arriesgaríamos el sustento de nuestra familia por deslizar comentarios que puedan provocarles algún disgusto. Otros, aunque honorarios, procurarán no desentonar con el sentir general, pues tampoco querrán exponer sus puestos, cargos, responsabilidades y funciones en la iglesia, si por dejarse llevar por pruritos de franqueza aventuraran juicios proféticos o presagios apocalípticos, que pudieran resultar incómodos.

Aun rozando la frontera de nuestra integridad moral, por experiencia hemos aprendido que nuestra sinceridad debe adaptarse a las circunstancias particulares de cada cual, y así como no osamos juzgar criterios disímiles al nuestro, esperamos igual comprensión si por buscar la paz con todos evitamos ceder a los impulsos radicales de nuestro espíritu en lo profundo de la conciencia. Por más que simpaticemos con el profeta Micaías (1R 22; 2Cr 18) nuestra ética profesional nos inhibe de llevar las cosas al extremo de fastidiar a los que no piensan y sienten como nosotros.

En cuanto a los segundos, no siendo dependientes en lo económico ni teniendo que defender prestigio eclesiástico alguno, son enteramente libres para pensar, decir y escribir como les plazca, pero también constituyen el sector menos informado, por lo que normalmente optan por plegarse al sentir de los más entendidos.

Sin embargo, el adelanto tecnológico, la Internet principalmente, está logrando que buena parte de la membresía de nuestras iglesias tenga libre acceso a toda la información disponible en la red, en forma inmediata, fácil y económica. Aunque sin estudios teológicos formales, y apenas con una enseñanza media, nos plantean dificultades serias cuando algo que hemos dicho y que no les pareció correcto, lo plantean en un foro cristiano, y al poco rato les empieza a llover respuestas desde todas partes del mundo.

Este sector mayoritario de nuestras iglesias, constituye así tanto un positivo desafío como un peligro real a nuestra solvencia ministerial, de modo que el influjo cibernético tanto puede aprovechar en la mejor instrucción y edificación espiritual de nuestros ministrados, como para cuestionar nuestra formación y desempeño en el ministerio. Por supuesto, este aspecto apenas es observado en los ámbitos urbanos y juveniles, ya que en las áreas rurales y entre personas ya mayores no suele haber tal inquietud.

Salvaguardando por un lado toda responsabilidad personal y aprovechando la ventaja de un aggiornamento acorde a la realidad contemporánea, trataremos de sintetizar nuestro asunto interpretando ese sentir libre y espontáneo de tantos cristianos latinoamericanos que en forma anónima hacen oír su voz en los foros, ya que no se animan o no se les da lugar a hacerlo en sus propias congregaciones.

Apatía de predicadores y sus oyentes

En contraste con los sermones que leemos en Los Hechos de los Apóstoles, los de la Reforma del Siglo XVI y los predicados en los avivamientos en Gran Bretaña y América del Norte hasta los inicios del Siglo XX, los dados en nuestro continente cada vez suelen ser más breves, menos bíblicos, con menor contenido teológico y mayor énfasis en lo social y psicológico. No es de extrañar entonces que tal formato no apasione a los oradores y mucho menos a sus oyentes. Las audiencias no tienen noticia de formas distintas a las acostumbradas, por lo que careciendo de los referentes históricos se conforman con lo que hay.

La elocuencia del otrora fogoso predicador puritano casi inmóvil en el púlpito pero estremeciendo a los oyentes en sus bancas, se ha trocado ahora en la dinámica que exhibe en un estrado desde donde grita, gesticula, salta y danza, cuando no camina y hasta corre por el pasillo micrófono en mano, en un inusitado despliegue de energía —de la carne, no del espíritu; ya que los presentes no distinguen.

En reacción a esto, un reto que se presenta a cuantos se sienten llamados a la predicación en América Latina es hacer una revisión de los recursos homiléticos, empapándose en los ejemplos bíblicos y aprendiendo de los históricos.

Retomar la Sagrada Escritura y la unción del Espíritu Santo es todo un desafío.

Confusión: ¿A qué se va a la reunión?

A flor de labios la respuesta aprendida siempre será: “A adorar a Dios”.  Aunque parezca acertada y pertinente, no está acorde con la lección dada por el Señor Jesús a la mujer samaritana, quien hace a un lado el espacio físico o lugar geográfico para encarecer la realidad de la adoración en el espíritu del auténtico adorador (Jn 4:21-24). Así, lo que en el cristiano debe ser una actitud continua y constante se relega al momento de la reunión, para tras ella volverse a sumergir en las preocupaciones mundanas. Por supuesto, los “verdaderos adoradores” en su propia cámara y hogar, procurarán también hacerlo juntos en la congregación.

Una “adoración fuerte” se toma también por la intensidad de las sensaciones percibidas, sea por la estridencia de la música, la amplificación durante el canto, el batir palmas y zapatear, y las oraciones a grito pelado donde nadie entiende a nadie.

Otra acertada respuesta podría ser que se va a la reunión (muchos dicen “a la iglesia” como si ignoraran que los congregados lo son y no el edificio), para aprender de Dios y de la Biblia. Pese a lo deseable que sería que así fuera, apenas excepcionalmente se hallará algún lugar donde se expliquen los atributos de Dios y se exponga la Palabra en forma sistemática. Generalmente los maestros enseñan lo que ya todos saben; y por no estar ellos mismos al momento aprendiendo, ni tienen ellos que enseñar ni los otros como aprender.

Otra buena respuesta podrá ser que se va para disfrutar de la comunión fraternal. Pero son muy pocos los que llegan antes de hora o los que quedan un rato después del culto. Al participar de acuerdo al rígido programa estipulado, no hay más oportunidades que una breve tomada de mano con los de al lado y eventuales saludos con algunos, pues todos se precipitan luego a la puerta para salir cuanto antes. Quienes piensan que tal comparecencia dominical les libra del reproche de Hebreos 10:25 están equivocados.

Acá cabría preguntar: ¿A qué no se va a la reunión? Respondemos: ni a entretenernos ni a divertirnos. Otro reto para el futuro de los cristianos latinoamericanos será el de darnos tiempo y ocasión para practicar Hebreos 10:24. Así, nadie dejaría de congregarse.

Creyentes, crédulos e incrédulos

Como buenos cristianos evangélicos de raigambre protestante y tradición reformada, mantenemos antiguos códigos como “La Biblia, toda la Biblia, nada más que la Biblia” o el “Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fide” y la salvación únicamente por Cristo y su sacrificio a nuestro favor. Hasta ahí andamos bien.

Sin embargo, en nuestro contacto con los hermanos, hallamos que algunos son creyentes —en quienes la Palabra de Dios actúa (1Ts 2:13); — otros son crédulos (2Co 11:4; Gl 1:6) —dispuestos a creer a cualquiera y cualquier cosa—, y aun otros incrédulos que tampoco conocen a Dios aunque la iglesia ni cuenta se dé de ello (1Co 15:34) a pesar de saber que “no es de todos la fe” (2Ts 3:2).

Que actualmente los creyentes en cualquier iglesia estén en minoría con respecto a la suma de crédulos e incrédulos, es posible que pueda sorprender a unos y que haya dejado de ser noticia para otros.

La pregunta suele ser: ¿Cómo pudo llegarse a eso? Las respuestas tendientes a explicar tal situación ponen la falla en el discipulado. Se aduce que el seguimiento a los profesantes en las campañas evangelísticas o a los que responden a las invitaciones a entregarse a Cristo, ha sido superficial y deficitario, apresurándose con el bautismo y admisión a la membresía de la iglesia. De este modo se exime de responsabilidad a los evangelistas, traspasándola a los conductores en las iglesias.

Sin embargo, habiéndose siempre copiado lo que parece ha dado resultado en el hemisferio norte, a muy pocos se les ha ocurrido hacer una revisión de los métodos masivos de evangelización y técnicas efectistas para conseguir “decisiones”. O si lo hicieron, son renuentes a hablar de ello, o no hallan eco en otros.

La “gimnasia salvífica” (levante la mano, póngase de pie, pase aquí adelante, arrodíllese, repita conmigo, llene su tarjeta de decisión) ha demostrado que apenas en contadas ocasiones ha dado resultados genuinos y permanentes, y aún esto por la sobreabundante gracia de Dios que pasó por alto las técnicas de manipulación.

Normalmente nadie parece convencido de su pecado ni arrepentido. Pero ¿qué pecador querrá salvarse si no tiene conciencia de estar perdido? La esteriotipada fórmula “Acepta a Cristo como tu Salvador personal” consigue asentimientos, pero sin que se produzcan conversiones. Si no se es renacido de arriba, por el Espíritu, ¿cómo podrán ser salvos?

Por otra parte, la presentación de Jesucristo suele destacarlo como el gran solucionador de todos los problemas. Así que ¿por qué no aceptar a Cristo si Él puede dar paz, salud y prosperidad?

Los que tienen suerte con el seguimiento y discipulado, se arriman a alguna iglesia y acaban por asimilarse a ella, en donde encuentran a otros cuantos en sus mismas condiciones. Es posible que testifiquen que algo sintieron cuando se hizo el llamado, si se les impuso las manos, el acompañamiento musical, etc. Pero apenas excepcionalmente alguno testificará que se ha visto libre de sus pecados porque ahora sabe que el mismo Cristo que los llevó sobre su cuerpo en la cruz los ha lavado para siempre con su sangre. Este no es ningún requisito teológico demasiado exigente. Sin embargo, es todo una rareza.

Volver a predicar el evangelio en toda su pureza nos hará conocer el poder de Dios en la salvación de los pecadores. Cuando no los “famosos” sino en el nombre, la persona y la obra de Jesucristo sean nuevamente levantados, entonces muchos serán atraídos por Él en arrepentimiento y fe para ser salvos.

Recuperando y avanzando

Finalmente, una revisión a la luz de la Escrituras y de la historia, ayudará a retomar la senda que nunca debió abandonarse, junto al rico botín que fue dejado por el camino.

Aunque los cambios son esenciales a toda idea de progreso, solamente contribuyen al mismo si son realmente mejores a lo que ya se tiene. No pocas veces se ha ensayado con novedosos métodos que siendo exitosos en otras partes, trasladados a la peculiaridad de nuestra propia cultura han resultado en fracaso. Hay formas, maneras, de llevar a cabo la evangelización, que no solamente cuentan con el aval de la Biblia, sino también de la historia. No necesariamente un calco; pero con adaptaciones menores acordes a la época y lugar donde se labora, es posible desarrollar emprendimientos que extenderán el reino de Dios entre nuestros pueblos latinoamericanos.

Todavía parece repercutir en nuestros oídos el reproche del Señor Jesús:

“¿Por qué me llamáis ‘Señor, Señor’, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc 6:46).

Si lo confesamos como Cabeza de su Iglesia, ¿por qué despreciamos su señorío? (2Pe 2:10).

¿Seguiremos presumiendo de manejar al Espíritu Santo en lugar de dejarnos usar por Él? Si todos los miembros de las iglesias se pusieran a trabajar con sus dones, obedientes al Señor, en fidelidad a su Palabra, bajo la dirección de su Espíritu, por amor a las almas y para la mayor gloria de Dios, ¿cómo no se transformarían en vergeles los desiertos y pantanos espirituales de nuestro continente?