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por Leslie Thompson
Conocí a San Pablo en Cuba. Ocurrió en un momento que no tenía nada de extraordinario. Fue —como habrá sido para muchos de nuestros lectores— en una reunión pública donde se presentaba al Apóstol desde el púlpito. Lo he vuelto a oír en muchas ocasiones, la más reciente luego de llegar a Miami y meterme en estos problemas de la cruzada. Resulta que una noche, cuando comencé a vociferara opiniones sobre la situación cubana y las dificultades del exilio en relación con la cruzada, alguien me interrumpió con brusquedad: “¿Qué sabes tú…?” (1 Corintios 7:16).
Me volví al que me hablaba y vi a un hombre pequeño, de ojos cansados pero alertos, y cabeza blanca en canas.
“Lo que sé de esta situación”, dije, “es lo que he leído en revistas y periódicos y lo que he deducido de conversaciones con personas sabias y entendidas”.
“Está escrito”, dijo, “destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la inteligencia de los entendidos” (1 Corintios 1:19).
“Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios” (1 Corintios 1:1).
Por unos momentos me sentí ofendido al comprender que el Apóstol no compartía mis ideas. Pasamos unos minutos insultándonos pero pronto me di cuenta que mis opiniones más fuertes eran como castillos de arena ante el poderío del formidable apóstol. (Todo el mundo es tan tímido ante los santos que no sabe saborear una derrota intelectual ante ellos).
“Esto digo, el que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, segará generosamente” (2 Corintios 9:6).
“Sí, esto lo sé, pero, ¡hay tantas causas a las cuales los cristianos pueden contribuir! Ahora los estamos cargando con una más”. Me contempló un momento como compadeciéndose de mí.
“Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8).
Recordé personas humildes que en su pobreza habían asombrado al mundo por la liberalidad con que ofrendaban. Comprendí mejor el dicho cristiano: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8).
“¿Cómo puedo lograr que los creyentes den así?”, pregunté.
“Cada uno dé como propuso en su corazón”, me dijo San Pablo, “no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7).
“Pero los pastores dicen que los hermanos no tienen, que son muy pobres, que están cruzando las amarguras del exilio”.
“No con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre”. (2 Corintios 9:7).
“Pero los pastores dicen que los hermanos no tienen, que son muy pobres, que están cruzando las amargueras del exilio”.
“No con tristeza”, me recordó el Apóstol.
“Pues, quizás podramos lograr que algunos den alguna ofrenda al ver el ejemplo de otros”, sugerí.
“Ni por necesidad”, repitió.
“Si es así”, contesté, y me tocó contemplar al apóstol con compasión, “nadie dará nada. Algunos no darán nada cuando comprendan que Dios no quiere ni un centavo de nosotros si lo ofrendamos con tristeza; y otros no darán tampoco si saben que no se debe dar por necesidad o deber”.
El Apóstol sacudió la cabeza cómo él que se da cuenta de un error. Pensé en lo que él había dicho: “Cada uno dé como propuso en su corazón”. Creo que insinuaba que si la vida de un creyente es cristocéntrico, brotarían de su alma donativos espontáneos, alegres, para las causas de Dios. Habrían regalos para esta cruzada comparables solo al último denario de la mujer que dio en su pobreza.
Quise preguntarle entonces cómo podríamos unir al pueblo evangélico para cooperar en este esfuerzo gigantesco. Pidió que le permitiera decir algo a todo el pueblo cristiano, lo cual copié palabra por palabra:
“Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer. Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, que hay entre vosotros contiendas. ¿Acaso está dividido Cristo?” (1 Corintios 1:10-13).
“Otra cosa también me preocupa”, le dije al Apóstol, “vivimos en una ciudad entregada al placer. Es muy fácil dejarnos llevar por la corriente y olvidarnos de nuestros deberes espirituales. ¿Qué nos aconseja?”
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruiré a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:16,17).
Miré más de cerca a mi interlocutor. ¡Qué personaje! Al concluir nuestra conversación, en medio del vaivén callejero, el rugir de los aviones y el correcorre miamense, reconocí como nunca la grandeza de la persona con quien conversaba. Vi su gran fuerza moral y cristiana, y su dedicación. La adversidad lo había endurecido y fortalecido, pero todavía emanaba de él compasión, amor y una preocupación vencida por el entusiasmo de la obra de Dios.
“Saluda a los que nos aman en la fe” (Tito 3:15), me dijo al estrecharme la mano.
“Con mucho gusto”, le respondí.