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por Cristina González Herrera
Tercer Premio, Concurso Literario LOGOI, Abril 2009
Podemos pasar por este mundo viviendo una rutina en cada aspecto de nuestra vida: asumiendo o no responsabilidades, anhelando o desechando situaciones y personas, luchando por adquirir esto o aquello. Hasta que en un momento una situación que no podemos entender, que da paso a un enigma que no podremos descifrar, provoca el cambio más difícil de explicar.
Era un domingo más, como tantos otros, cantaba, oraba, pero jamás imagine que unas palabras susurradas en mi oído fueran el impacto que trastornaría mi vida, “tu hermano, se ha suicidado”.
Cuando miras a tu familia jamás piensas quién será el primero en morir, sin embargo, con sólo 17 años él decidió que ya no tenía nada que diera sentido a su existir. Y ahí estaba yo, contemplando el ataúd, llena de sentimientos encontrados, angustia, tristeza, dolor. No podía asimilar que el rostro que miraba una y otra vez, no era una persona más, pues aunque mi mente se negaba a la realidad, y él era una sombra de lo que fue —no lo reconocí— tenía que admitir que era el rostro y el cuerpo de mi hermano era el que estaba allí.
En ese momento todo se derrumbó, el matrimonio, la familia, mi vida. La partida de mi hermano marcó su fin y, paradójicamente, un nuevo comienzo para mí.
Cuando creces en un hogar semi-cristiano aprendes al menos la verdad fundamental que Jesucristo vino a morir por la humanidad, pero en especial por ti. Piensas que basta solamente con creer y que eso es suficiente. Cuando ves modelos a medias, piensas que la vida cristiana es así, sin embargo, el paso de los años y el relacionarte con Dios te muestra que aquello es sólo el comienzo, que hay mucho para ti, más de lo que anhelas ser y tener.
La vida y obra de Jesús debió ser mi ejemplo. Tantas veces escuché cómo las profecías de su nacimiento se cumplieron (Isa.7:14; Mi.5:2/Mat.1:18;2:1), sus muchos milagros demostrando que era el Hijo, saber si él o sus padres habían pecado (Juan 9); llamando a Zaqueo a bajar del árbol para visitarle y darle salvación (Lucas19:1-10). Pero también reconocer en él su naturaleza humana reflejada en su amistad con María, Marta y Lázaro no temiendo llorar ante la tumba de su amigo muerto, sin importarle lo que dirían de él (Juan.11). Había tantas historias en mi mente, sin embargo, eran sólo eso historias y poco significaron al momento de tener el cuadro de la muerte ante mis ojos.
Fueron muchas las preguntas, las acusaciones, las recriminaciones, los sentimientos de culpa y el intenso dolor no sólo por la ausencia, sino por la pregunta pocas veces contestada ¿qué pasa con los que se suicidan? Hasta hoy no tengo respuesta, ni creo que la reciba, sólo confío que Aquél que dio su vida, haga justicia conforme a su medida.
Pero el proceso de Dios no se detuvo, continuaba, todo esto debía tener un sentido. Tuve que enfrentar mi pasado y recordar…
Recordar mi vida cristiana no era problema, retrataba fielmente las amonestaciones del profeta Isaías al pueblo de Israel: “Se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mi no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” (Isaías 29:13) ¿Cuántos cristianos viven hoy de la misma manera, siendo sus vidas reflejo de un doble estándar y poco compromiso, que avergüenza el evangelio y al Señor que nos dio la vida?
Fueron largos e intensos días de agonía sumergida en un hondo, hondo pozo. En un momento de oscuridad total grité a Dios que me sostuviera, que me socorriera, que cambiara mi vida, que sin él no podía seguir. Hoy sé que Dios sólo esperaba escucharme para actuar. Sentí su mano, me acarició, me levantó. Me entregué por completo a él, fui hecha de nuevo, sentí su calor, sabía que ahora sí era realmente una hija de Dios.
El cambio vendría. Dios cumpliría su propósito en mí como en tantos en otros hombres y mujeres que han experimentado el poder transformador de Jesucristo, sólo él que me había salvado podía hacer que mis metas fueran las suyas.
Hoy la sociedad quiere todo en un instante y a veces quisiéramos que en nuestra vida espiritual sucediera igual, que una noche nos durmiéramos y al día siguiente todo fuera diferente. Pero Dios no obra así, en ocasiones tienen que pasar muchos años antes de descubrir que lo expresado a través de las palabras de Pablo son una verdad irrefutable “bástate mi gracia porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9), porque cuando ello ocurre somos conscientes que vivir para Dios significa que debemos vivir en Dios, es decir, sostenidos solamente por gracia y el poder que tenemos en Jesucristo.
Tienes que estar en la otra orilla del camino para reconocer que Dios no se equivoca. Si Jesucristo no hubiese estado conmigo esa tarde, no habría escrito hoy estas líneas. No habría descubierto la profundidad de la riqueza que hay en él, no habría experimentado la plenitud que significa estar en su presencia, recibir el consuelo que sólo él puede dar, no habría recibido ese tremendo amor que siempre estuvo guardado para mí.
No olvidemos que Jesús dijo: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida; y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).
Han pasado 15 años desde que mi débil vida espiritual sucumbió, sólo Jesús produjo el cambio que vida nueva me dio, sin ese grito de auxilio por él respondido, esa tarde también a mí Satanás me habría destruido.