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Dr. Les Thompson
No hay cosa más hermosa, no hay ser más sublime,
no hay experiencia más satisfactoria que la de ver a Dios. Hoy día,
¿qué puede hacer un hijo de Dios para ver y conocer al Dios altísimo?
Yo era uno de esos creyentes que estaba muy feliz sabiendo que mis pecados eran perdonados, pero no queriendo complicar mi vida con muchos aspectos doctrinales. Parecido a los israelitas ante el Monte de Sinaí, estaba muy dispuesto a que los eruditos fuesen los que se acercaran al monte de Dios —allí donde salían los relámpagos, los estruendos y el humo— mientras yo escuchaba desde cierta distancia segura y prudente.
Sin embargo, llegó el momento cuando, como Moisés, me di cuenta que desesperadamente quería conocer a Dios. Sabía que sin la ayuda de Dios mi ministerio y servicio cristiano futuro estaría por lo menos estancado, por no decir truncado. Fue así que comencé a buscar a Dios, aunque con bastantes reparos.
La sorpresa que me llevé fue descubrir que mientras más buscaba a Dios, más hermoso, más amable y más encantador lo encontraba —muy distinto y lejos de lo que me había imaginado. Descubrí la razón por la cual Moisés no se satisfizo con sólo ver sus maravillas, sino que quería verle cara a cara. A mi propia manera experimenté la gran satisfacción de ver mis anhelos realizados, cosa que me abrió más un apetito por Dios. Les cuento el proceso, y lo que con tanta satisfacción descubrí.
Manifestaciones de Dios
Necesitamos comenzar haciendo una pausa para indicar que ese tipo de deseo —de en verdad ver a Dios—no le ofende a Dios. Al contrario, Dios quiere manifestar su gloria a sus hijos. Recordemos que se manifestó a Moisés (Éx 34: 5-6), a Jacob (Gn 32:30), a Hagar (Gn 16:13), a Manoa y su mujer (Jue 13:22), a los sacerdotes y setenta ancianos de Israel (Éx 24:1-10), a Isaías (Is 6:1) y a Amos (Amos 9:1), a los doce discípulos (Jn 14:9), y también a Pablo en el camino a Damasco (Hch 9).
Pero, un momento. Dios había dicho: no me verá hombre y vivirá (Éx 33:20), cosa que igualmente es confirmada por el apóstol Juan: A Dios nadie le vio jamás (Jn 1:18). Pero lo cierto es que toda esa lista de personas mencionadas vio a Dios, y sorprendentemente nadie murió. ¿Será que hemos dado con una contradicción en la Biblia?
Ya que “ver a Dios” es nuestro tema de discusión, esto que se cita en Éxodo de no poder verlo, y que Juan repite con tanta firmeza, necesita explicación.
Comencemos con el relato de Éxodo 33: No podrás ver mi rostro, porque no me verá hombre y vivirá. Pero, yo haré pasar todo mi bien delante de ti, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti, y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente. Yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas, más no se verá mi rostro (Éx 33:19-23).
Seguidamente dice que Jehová descendió en una nube y estuvo allí con él proclamando el nombre de Jehová (nótese que la proclamación fue el anuncio de algunos de sus grandes atributos): ¡Jehová! ¡Jehová! Fuerte, misericordioso y piadoso, tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ninguna modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación (Éx 34:6-7).
Pregúntese, al fin de esa extraordinaria manifestación, ¿qué fue lo que vio Moisés? Sabemos que no vio ni la cara ni el rostro de Dios. Seguramente se encontró en medio de una manifestación de gloria (Véase Éx 20:18-19) indescriptible, pero ¿qué vio? ¡Nada! Sólo las espaldas y una voz que explicaba características de nuestro grandioso Dios.
¿Qué podemos conocer de Dios?
Encontramos por lo menos tres cosas que resaltan de esta experiencia tan privilegiada de Moisés, incluso también en las otras visiones parecidas. Al entenderlas, sabremos qué esperar en nuestra propia búsqueda del rostro de Dios.
Primero, hay ocasiones en que Dios ha dado a conocer su persona físicamente, es decir, donde ha manifestando su gloria. Sin embargo, por lo que dice la Biblia, podemos concluir que lo que estos seres humanos vieron fue solo aspectos de su gloria, o manifestaciones parciales. Tan exaltado es Dios en su poder, tan refulgente en su gloria, y tan puro en su santidad que ningún ser humano podría sobrevivir la experiencia de ver toda esa esplendorosa magnificencia de su ser. Porque Dios es inminentemente santo (como dice Habacuc 1:13: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal”), hay una limitación impuesta sobre nosotros como humanos en nuestra relación con Dios. A cuenta de la mancha de pecado que hemos heredado de Adán, en este lado del cielo ninguno de nosotros podrá ver a Dios en toda su magnificencia, gloria y esplendor.
Hay una segunda explicación. Somos seres finitos. Para poder apreciar y entender aquello que es gloriosamente infinito, primero tendríamos que ser cambiados o transformados. Esto es precisamente lo que explica San Pablo en 1 Corintios 15:42-54. Para adecuarnos para el cielo, donde por fin podremos ver a Dios tal en todo su esplendor, primero tenemos que ser transformados. Tal transformación, como explica Pablo, tomará lugar cuando Jesús regrese, en el gran día de la resurrección. Entonces podremos ver a Dios tal como él es. Ahora, en esta carne manchada por el pecado, sólo podemos ver algunos aspectos de esa gloria y magnificencia. No nos es posible ver la plenitud de la gloria inefable que adorna a nuestro Dios. Seguramente, tal explicación no nos guste, ya que en nuestra opinión nuestro pecado ni es tan malo, ni nuestra humanidad tan limitada. Es que equivocadamente nos pensamos mucho mejor de lo que realmente somos.
En tercer lugar, necesitamos entender que Dios nos ha dado otra gran manera —aparte de una manifestación directa de su increíble esplendor y terrorífica presencia— de conocer y entender aspectos de su grandeza y gloria. Lo ha hecho al revelarnos los nombres por los cuales se ha dado a conocer. Recordemos que un nombre describe las características de la persona o cosa nombrada. Es así que los nombres que Dios nos da de sí mismo son descripciones exactas de sus incomparables virtudes y de sus inigualables excelencias. Hemos de prestar mucha atención a cada uno, ya que estos nombres nos dan a conocer su honor, su gloria, sus características, su esencia divina y sus intenciones hacia nosotros sus criaturas.
Tomemos un momento para dar un ejemplo, el sentido del nombre Jehová. Este nombre, Jehová, se asocia con su gloria (Sal 8:1 y 72:1); con su pureza (Lv 18:21); con su veracidad (Sal 86:11); y con la reverencia que su nombre merece (Sal 102:15). Sabemos que en el encuentro con Moisés en la montaña, lo primero que hizo fue proclamar su nombre: ¡Jehová! ¡Jehová! Inmediatamente después reveló sus gloriosos atributos. Apreciamos, por tanto, que el nombre Jehová está ligado con la revelación que Dios hace de su misma persona. Revisando el relato del llamado de Moisés (Éxodo 3) nos damos cuenta que allí también es dado el nombre Jehová, y que allí es asociado no solo con el llamado divino que recibió, sino también con el significado de ese nombre, el YO SOY; es decir, el eterno y siempre existente Dios.
Es así que por sus nombres —y añadimos otros, yahweh (Señor), elohim (Dios), el shadday (Dios Todopoderoso), el elyon (el Altísimo Dios), yahweh yir’eh (el Señor Proveedor)— podemos ir viendo y apreciando otros gloriosos aspectos de su gloriosa persona. Cada nombre es una revelación de quién y cómo es nuestro Dios.
Aún, hay una cuarta manera en que vemos y entendemos la grandeza de nuestro Dios. Esta es a través de sus magníficas y detalladas obras. Pensemos, por ejemplo, de las siguientes citas: Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca (Sal 33:6); Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tu formaste (Sal 8:3); Las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendibles por medio de las cosas hechas (Ro 1:20); Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder; y su entendimiento es infinito (Sal 147:5). Cada una de sus increíbles obras nos revela más aspectos de su incomparable Persona.
Regresemos otra vez al encuentro que tuvo Moisés con Dios en el Monte Sinaí (Éx 34). Nos asombra el cuidadoso detalle con que Dios describe esa manifestación. Interesantemente, le indica a Moisés a que hora ha de subir al monte; le señala la parte del monte a donde ha de subir; describe la misma roca y hendidura a dónde ha de colocarse. Además, le indica que su “mano” divina le cubrirá (protegerá) de la gloria infinita, y le dice que sólo podrá ver sus “espaldas”. Es decir, le explica qué es lo que sucederá a la vez que le indica la limitación de la visión que recibirá.
Vemos que, tal como prometió, Dios aparece en una nube y manifestó su gloria de forma que Moisés pudo entender y comprender quién y cómo es este Dios incomparable que adoraba. De ese modo satisface la necesidad de Moisés de conocerle. Suficiente para Moisés fueron los grandiosos y maravillosos atributos de la Divina Persona que conoció ese día. A la vez, no olvidemos que a estos atributos Dios los llamó sus espaldas. Es decir, hay mucho más de Dios que Moisés no conoció. Si sus espaldas eran tan maravillosas, ¿cómo será su cara y su frente?
Considerando nuestras limitaciones
Hasta aquí, ¿qué hemos aprendido? Que Dios es tan “otro”, tan “más allá”, tan “sublime”, tan “lleno de esplendor y gloria” que como criaturas finitas nos es imposible conocerle en toda su gloria y magnificencia. A su vez, lo que ahora podremos conocer de lo que él nos revela de su persona fue totalmente satisfactorio para los que tuvieron esa experiencia de conocerle. Por tanto, lo que Dios nos revele a nosotros de su persona también nos será satisfactorio. También terminaremos diciendo, “¡Qué glorioso es nuestro Dios!”
Algunas conclusiones
¿Cómo vemos a Dios hoy? ¿Será que como Moisés tenemos que subir alguna montaña? ¿Será que un día Dios nos sorprenderá cuando entramos a la iglesia? Por cierto, nos gustan las experiencias. Pero Dios tiene una manera de revelarse mucho mejor y más detallada y muy superior a la de una experiencia que ocurre en un momento —experiencia que puede ser mal entendida y mal interpretada.
Hoy día esa revelación que Dios hace de si mismo se encuentra magníficamente explicada y detallada en su Santa Palabra. Ya no es necesario que Dios se haga conocer en visiones, ni en algún trance, ni en visiones como lo hizo a sus siervos cuando no hubo Biblia. Ahora, todos tenemos la Sagrada Biblia. Allí encontramos todos los detalles necesarios para satisfacer nuestra curiosidad y deseo de conocer cómo es nuestro glorioso y maravilloso Dios. Querer más es no solo falta de fe, es mostrar una desconfianza en su Palabra, y a la vez menospreciar la manera que Dios ha escogido mostrarse a nosotros en nuestros días.
Leyendo la Biblia cuidadosamente sabemos que Dios —por su Santo Espíritu— ha protegido cada una de las gloriosas revelaciones que él ha hecho de su persona. Cada una de estas es cierta y exacta y confiable. Estudiándolas, junto con todo el otro material que él nos ha dado de sí mismo, podemos llegar a conocer todos los aspectos de la persona de Dios que él ha querido revelarnos. Por tanto, en lugar de buscar hoy experiencias exóticas, que pudieran ser usadas por gente falta de escrúpulos para exaltarse, enorgullecerse, o aun para pretender que ellos conocen mejor a Dios que los demás de nosotros, lo que todos debemos hacer es dedicarnos a un cuidadoso estudio de esa sagrada Palabra. Ahí todos llegamos como iguales. Nadie tiene ventaja. Lo que cada uno encontrará es que Dios claramente se manifiesta magnifica y gloriosamente al que le busca. Sabemos que en Su Palabra absoluta encontraremos todo lo que necesitamos para conocer a Dios en toda su gloria y grandeza.
Aunque ahora vemos por espejo, oscuramente… y…ahora conocemos en parte (1 Co 13:12), yo soy testigo que ese conocimiento es grandioso y totalmente satisfactorio. Es tan maravillosa que merece todo nuestro esfuerzo y toda nuestra búsqueda. A su vez, sabemos que no importa lo que descubramos de Dios, tal conocimiento es temporal. Llegará el día en el que le veremos cara a cara, tal como es en verdad. Llegará el día cuando le conoceremos como fuimos conocidos. Juan el Apóstol nos asegura que porque… somos hijos de Dios… sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Jn 3:2). Por tanto, no seamos impacientes. Muy pronto llegará ese bienaventurado día en que se quitará el velo que ahora nos cubre, y veremos a Dios en toda su espléndida y gloriosa magnificencia.
Como dije al principio del artículo, esta búsqueda de Dios me ha dado la gran satisfacción de ver mis anhelos espirituales realizados. Ha abierto en mí un gran apetito por Dios. Dios ha sido tan buen conmigo que me ha dado el gran placer de revelarme a través de la Biblia increíbles aspectos de su persona. En esas páginas sagradas —si, todavía por un espejo oscuramente— he visto aspectos maravillosos de su incomparable gloria, y he quedado profundamente satisfecho.
Dedíquese a estudiar la Biblia. Encontrará que lo que les digo es la absoluta verdad.