Oración

Publicado por LOGOI

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Oración

La oración es uno de los ingredientes principales en la vida del cristiano… y, sin embargo, también es una de las áreas menos comprendidas y más descuidadas.

La oración es la puerta de entrada a una relación más profunda con Dios y a la experiencia del verdadero deleite en Él. Pero para muchos de nosotros, la oración parece más una obligación que un privilegio. Si una encuesta de Zondervan Publishing es correcta, la mayoría de nosotros oramos menos de diez minutos al día y pocos sentimos que obtenemos algo significativo cuando lo hacemos. No percibimos una conexión real con el Dios del universo.

Permíteme hacer una confesión: no me considero haber avanzado mucho en la escuela de la oración. Por más tiempo que he sido cristiano y por las veces que me he acercado a Dios en oración, no me considero en absoluto un experto en la materia.

Aunque no pretendo ser un gran hombre de oración, sí deseo ser un hombre de oración fiel. He visto a Dios hacer cosas asombrosas en respuesta a mis oraciones y a las oraciones de otros. Mi familia es lo que es hoy gracias a muchas personas que oraron fielmente durante años por mi esposa, por nuestros hijos y por mí.

Pero también sé que, para mí, la oración es con frecuencia tanto una disciplina como un gozo y un deleite. Creo que quizá padezca de un «TDAH espiritual»: comienzo a orar y, de inmediato, una voz en mi mente empieza a decirme:

«Tienes que devolver esas llamadas telefónicas, responder esos correos electrónicos, preparar ese estudio bíblico, escribir ese sermón, visitar a esa persona en el hospital,
y… y… y…».

La oración se supone que debe ser nuestro punto de quietud en un mundo que gira, pero con frecuencia siento que mi mundo gira tan rápido que, cuando trato de orar, solo termino mareado.

Y entonces llego a un pasaje como el Salmo 131:

«Jehová, no se ha envanecido mi corazón,
ni mis ojos se enaltecieron;
ni anduve en grandezas,
ni en cosas demasiado sublimes para mí.
En verdad que me he comportado y he acallado mi alma;
como un niño destetado de su madre,
como un niño destetado está mi alma.
Espera, oh Israel, en Jehová,
desde ahora y para siempre
».

(Salmo 131:1-3, RVR60).

¿Puedes notar el contraste?

Hace años escuché al difunto Henry Kissinger hablar en una pequeña reunión en Miami. Comenzó citando un proverbio chino:

«Cuando hay turbulencia en los cielos,
los problemas pequeños se tratan como grandes;
y los grandes, como si no existieran.

Cuando hay orden en los cielos,
los grandes problemas se hacen pequeños,
y los pequeños no nos molestan en absoluto».

El Salmo 131 es un retrato de paz, contentamiento y orden en un mundo atribulado. Sé por observación directa y personal que nada es más contento y pacífico que un niño que acaba de terminar de amamantar. El Salmo 131 también nos ofrece una de las imágenes más claras y convincentes en toda la Escritura de un hombre en oración.

El propósito de la iglesia es hacer discípulos. La primera marca de un seguidor de Cristo es el estudio de la Biblia. El segundo aspecto más importante del discipulado es la oración.

Algunas personas definen la oración como «hablar con Dios». Eso está bien; pero yo me siento más cómodo diciendo que es «conversar con Dios», ya que la oración se supone que es un acto de doble vía. Sin embargo, aun eso deja algo que desear.

Un niño que todavía es lo suficientemente pequeño para amamantarse del pecho de su madre no puede entablar una gran conversación, pero ciertamente puede disfrutar de la presencia de su madre. En ese momento, las palabras no son lo importante. Por eso yo definiría la oración como «comunión con Dios».

Cuando oramos, lo primero y más importante es simplemente disfrutar de la presencia de Dios, así como un niño disfruta estar con su madre. Habiendo dado esa definición de la oración —comunión con Dios— veo en el Salmo 131 tres elementos de esa comunión.

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I. Lo que llevamos a la oración: la humildad (v.1)

Esto es algo tan básico, y sin embargo creo que resulta muy difícil para muchos de nosotros. La oración es un lugar, quizá el único lugar para la mayoría, donde no podemos llevar nada a la mesa.

Sabes lo que haces cuando alguien te invita a cenar o a una fiesta: preguntas «¿Puedo llevar algo?» Y si la persona te responde: «No, solo ven», te sientes un poco incómodo. Queremos poder contribuir con algo, lo que sea. Pero la oración es un lugar donde no llevamos nada más que a nosotros mismos; y por lo tanto debemos acercarnos con humildad.

Escucha de nuevo al salmista:

«Jehová, no se ha envanecido mi corazón,
ni mis ojos se enaltecieron;
ni anduve en grandezas,
ni en cosas demasiado sublimes para mí
».

¿Te sorprende saber que este es un salmo de David, el rey David? Él dice: «Ni anduve en grandezas, ni en cosas demasiado sublimes para mí». ¡El rey de Israel!

Sobre sus hombros estaba la supervivencia de su pueblo en medio de una docena de naciones que los odiaban y querían destruirlos; además, trataba de unir en un solo reino a doce tribus que nunca estaban de acuerdo en nada, ni siquiera en los Diez Mandamientos. Y, sin embargo, David afirma que no se ocupa de grandezas ni de cosas demasiado difíciles para él.

¿Cómo puede escribir esas palabras? Porque David, a pesar de todos sus pecados —y fueron muchos y graves— recuerda quién es el verdadero Rey, quién es en realidad el que gobierna el destino de las naciones.

Lo único que realmente llevamos a la oración es humildad. No tenemos nada más, al menos nada más que Dios acepte en Su presencia. Él es Dios, nosotros no lo somos; por lo tanto, la única vestidura apropiada para presentarnos delante de Él es el manto de la humildad.

Humildad: no tener un concepto demasiado elevado de mí mismo; no tener un concepto demasiado bajo de los demás; no ser autosuficiente delante del Señor. No ser arrogante con los demás; no ser rebelde contra el Señor.

Si realmente entiendo mi condición, mi pecaminosidad delante de un Dios santo y justo, y lo que fue necesario para que Él me perdonara… ¿cómo podría atreverme a ser arrogante o a negar el perdón a alguien más?

El pastor inglés del siglo XVII y puritano, John Flavel, escribió: «Los que conocen a Dios serán humildes, y los que se conocen a sí mismos no pueden ser orgullosos».

El expresidente de los Estados Unidos Ulysses S. Grant, camino a una recepción en su honor, fue sorprendido por un aguacero y ofreció compartir su paraguas con un desconocido que caminaba en la misma dirección. El hombre le dijo que iba a la recepción de Grant por curiosidad; nunca había visto al general. Y añadió: «Siempre he pensado que Grant es un hombre muy sobrevalorado».

«Yo también opino lo mismo», respondió Grant.

Humildad… el salmista utiliza la imagen de un niño destetado. Y Dios nos dice: «Deja tu orgullo, abraza la humildad y ven a Mí».

Cuando el rey David pronunció estas palabras:

«Jehová, no se ha envanecido mi corazón,
ni mis ojos se enaltecieron;
ni anduve en grandezas,
ni en cosas demasiado sublimes para mí
».

(Salmo 131:1, RVR60),

Estaba anticipando las palabras de un Rey mucho mayor que él, mil años después:

«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mateo 11:28-30, RVR60).

Como pastor, animo a las personas a ser brutalmente honestas con Dios: dile lo que realmente está pasando en tu corazón, en tu mente, en tu alma. ¿Crees que Él no lo sabe de todos modos? No eres tan buen actor. Sé honesto. No le faltes el respeto; estás hablando con el Rey. Pero respétalo lo suficiente como para decirle la verdad también. No lo vas a sorprender. Él ha escuchado cosas peores.

Lo que llevamos a la oración: humildad.

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II. Lo que encontramos en la oración: la paz (v.2)

Algún cínico, que quizá esté leyendo estas palabras y piense que esto es un lindo (pero irrelevante) discurso religioso, de pronto se habrá despertado y habrá dicho: «¿Escuché bien? ¿Dijiste “paz”?».

Sé esto, no porque sea adivino, sino porque es la gran necesidad del corazón humano: la paz. Nuestra búsqueda de éxito, de sentido y de felicidad puede resumirse en una sola cosa: una búsqueda de paz.

Podría defender mi argumento citando estadísticas de tasas de suicidio; mostrando los factores que llevan a las personas a buscar terapia o incluso internarse en instituciones; hablando de las razones por las que muchos se unen a sectas religiosas. Podría hacerlo de esa manera… pero no lo haré, porque es innecesario. Cada uno de nosotros sabe lo que significa experimentar la ausencia de paz.

El anhelo de paz fue (humanamente hablando) lo que me llevó a Cristo. Yo era bastante joven cuando entregué mi corazón a Jesús. Pero ya tenía la edad suficiente para saber que algo no estaba bien, que faltaba algo en mi vida.

Si en ese momento me hubieras preguntado si era cristiano, yo habría respondido: «Sí». Es decir, no era judío, no era musulmán, ni hindú, ni budista, ni ateo… ocasionalmente asistía a una iglesia, y era un «buen muchacho». Así que pensé: «Soy cristiano, ¿verdad?». Entonces, ¿por qué me sentía tan vacío?

Estaba vacío porque buscaba la plenitud en los lugares equivocados… como lo hacen muchas personas… tal vez como lo haces tú.

Todos tenemos hambre y sed de vida. El problema es que muchos buscan en los lugares equivocados para saciar esa hambre y calmar esa sed. Jesús dijo que Él es el pan de vida y el agua viva, y que todos los que tengan hambre y sed pueden venir a Él.

Encontramos paz en la oración, no porque la oración funcione como magia —«Solo di estas palabras de esta manera, y experimentarás paz»—. Hay quienes intentan vender sus fórmulas religiosas (junto con sus libros, DVDs y seminarios) como si tuvieran una varita mágica. Escúchame bien:

No existen fórmulas mágicas cuando se trata de la oración. Si dices que las hay, te reto a que las encuentres en la Biblia.

Incluso lo que llamamos la Oración del Padre Nuestro no fue dado para repetirse sin sentido como una especie de conjuro mágico. Jesús dijo: «Vosotros, pues, oraréis así», NO «Orad repitiendo estas palabras exactas una y otra vez como un ritual».

Encontramos paz en la oración, no porque pronunciemos palabras mágicas, sino porque entramos en la presencia del Príncipe de Paz.

El niño destetado que reposa en el regazo de su madre no está en lo más mínimo preocupado por qué palabras decir ni cómo decirlas. Simplemente se deleita, descansa y está en paz en los brazos de su madre:

«En verdad que me he comportado y he acallado mi alma;
Como un niño destetado de su madre,
Como un niño destetado está mi alma
».

(Salmo 131:2, RVR60).

Lo que encontramos en la oración es paz.

En 1758, Robert Robinson escribió el himno «Fuente de toda bendición» (Come, Thou Fount of Every Blessing):

«Fuente de la vida eterna, / y de toda bendición, / ensalzar tu gracia tierna / debe todo corazón. / De tu amor prenda segura / cada día, oh Señor, / me conduce con ternura, / me dirige con poder. /

De Jesús me hallo lejos, / débil, frío, sin vigor; / a tus brazos, ven, me alejo, / vengo, oh Cristo, a tu amor. / Pronto vengo peregrino, / a tu reino celestial; / cánticos de eterno gozo / entonaré sin cesar».

Más tarde, Robinson se apartó de la fe. No porque dejara de creer, sino porque pensaba que sus pecados eran demasiado grandes para que Dios lo perdonara. Años después, mientras viajaba en un carruaje con una amiga, pasaron junto a una iglesia donde estaban cantando el himno «Fuente de la vida eterna».

Robinson comenzó a llorar. Su amiga le preguntó por qué. Robinson respondió: «Daría todo lo que poseo por volver a tener la paz que conocí cuando escribí ese himno».

Yo le diría a Robert Robinson, y también te lo digo a ti: si quieres conocer la paz —y todos la queremos—, ven y arrodíllate delante del Príncipe de Paz.

Jesús dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27, RVR60).

Lo que llevamos a la oración es humildad;
lo que encontramos en la oración es paz;
y, finalmente:

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III. Lo que nos llevamos de la oración: la esperanza (v.3)

«Espera, oh Israel, en Jehová,
desde ahora y para siempre».

(Salmo 131:3, RVR60).

La esperanza está tan estrechamente relacionada con la paz que son, prácticamente, dos caras de la misma moneda. Podríamos decir que la paz se refiere a un contentamiento con la manera en que son las cosas ahora, y la esperanza a una confianza respecto de cómo serán las cosas en el futuro. Y así como todos tenemos alguna conciencia de la necesidad de paz, la esperanza también es una necesidad universal.

Todos necesitamos esperanza. Si tuviera que señalar el vínculo común en todos los suicidios —y he visto ya algunos— sería este: la persona que se quita la vida ha perdido toda esperanza de que las cosas puedan mejorar alguna vez.

Todos atravesamos tiempos difíciles. Todos pasamos por periodos o experiencias en los que decimos: «Realmente preferiría no tener que soportar más esto». El mismo Jesús pasó por uno de esos momentos en el Huerto de Getsemaní. Pero el elemento clave que empuja a alguien al abismo hasta que finalmente lo termina todo es la pérdida de la esperanza.

Elie Wiesel fue un sobreviviente del Holocausto. Al igual que su compañero de sufrimiento, el psiquiatra Viktor Frankl, Wiesel decía que los hombres que sobrevivieron fueron aquellos que nunca perdieron la esperanza. Cuando veía que un prisionero perdía la esperanza, Elie sabía que ese hombre no viviría mucho más. A partir de esa experiencia formuló un principio: el hombre puede soportar casi cualquier “qué”, siempre que tenga un “porqué”. Si pierde ese “porqué”, pierde la esperanza… y morirá.

Winston Churchill, quien enfrentó días sumamente oscuros y grandes luchas durante la Segunda Guerra Mundial, dio este consejo simple pero profundo: «Si estás pasando por el infierno, sigue caminando».

La esperanza es un ingrediente esencial en la dieta del alma humana. Y el único lugar al que podemos acudir donde siempre encontraremos esperanza genuina es al Señor en oración.

«Espera, oh Israel, en Jehová,
desde ahora y para siempre
».

Tener una visión amplia marca toda la diferencia en el mundo. El lugar al que debemos acudir para eso es a nuestro Padre celestial, quien nos ama y ha prometido nunca dejarnos ni desampararnos. Esa es la única base real y constante de esperanza en un mundo cambiante y que a menudo parece desesperanzado.

«Cuando hay turbulencia en los cielos,
los problemas pequeños se tratan como grandes;
y los grandes, como si no existieran.

Cuando hay orden en los cielos,
los grandes problemas se hacen pequeños,
y los pequeños no nos perturban en absoluto».

Venimos a Dios en oración necesitados, temerosos, vacíos, confundidos, sin esperanza… y, como un niño que ha mamado del pecho de su madre, venimos con humildad; encontramos paz; y nos vamos con esperanza.

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