Por John Stott
Hemos querido ofrecer al pastor dos perspectivas de su tarea:una, como ministro que sirve a la Esposa del Cordero;
y la segunda, como pastor que cuida del rebaño de Dios. xx Para el primer estudio escogimos presentar un antiguo sermón por el
distinguido teólogo de tiempos coloniales, Jonathan Edwards.
xx Para este estudio escogimos un escrito por uno de los
modernos teólogos bíblicos, el muy conocido y erudito pensador cristiano,
por 25 años rector de la iglesia All Souls Church en Londres,
el pastor John Stott. Creemos que esta perspectiva del “pastorado” también
será de mucho estímulo y bendición. ————————- Extracto de THE CONTEMPORARY CHRISTIAN,
PÁGINAS 273 – 279,
© Intervarsity Press 1992
Downers Grove, Illinois Agradecemos a InterVarsity Press y al Dr. John Stott
por el permiso de traducir y ofrecer este material a ustedes los pastores. xx
Sería difícil pensar en la vida, la misión y la renovación de la iglesia sin pensar en sus ministros ordenados. Pues es claro en el Nuevo Testamento que Dios siempre ha tenido el propósito de que Su iglesia tenga alguna forma de episkopé, es decir, supervisión pastoral. Además, la condición de la iglesia en todo lugar depende en gran parte de la calidad del ministerio que recibe. En las palabras de Richard Baxter [eclesiástico puritano inglés]: “Si sólo Dios reformara al pastorado, y los estableciera fiel y celosamente en sus responsabilidades, la gente ciertamente se reformaría. Todas las iglesias surgen o decaen según que el pastorado surge o decae, no en riquezas o grandeza mundanal, sino en conocimientos, celo y capacidad para su obra”. [The Reformed Pastor, p. 24]
En la actualidad hay mucha confusión sobre la naturaleza y la función del clero ordenado. ¿Son sacerdotes, profetas, pastores, predicadores o sicoterapeutas? ¿Son administradores, facilitadores o trabajadores sociales? Sin embargo, esta perplejidad acerca de la función del clero no es de ninguna manera reciente.
Hace más de un siglo que el escritor norteamericano, Mark Twain[1], lo explicó por medio de su atrayente personaje, Huckleberry Finn. Huck le contó a Joanna que en la iglesia de su tío Harvey, en Sheffield, había “no menos de diecisiete” clérigos, aunque (agregó) “no todos predican el mismo día: sólo uno de ellos”.
—Bueno, entonces —contesta Joanna—, ¿qué hacen los demás?
—Ah, no es mucho lo que hacen —explica Huck—. Trabajan poco, recogen las ofrendas: una cosa y otra. Pero mayormente no hacen nada.
—Bueno, entonces —exclama Joanna muy asombrada—, ¿para qué sirven?
—Pues bien, sirven de figura —le contesta Huck—. ¿Qué, no sabes nada?
A lo largo de su historia la iglesia ha oscilado entre los extremos del clericalismo (dominación del laicado por la clerecía) y el anticlericalismo (oposición laica a la influencia del clero). Sin embargo, el Nuevo Testamento nos previene contra ambas tendencias. A los corintios que desarrollaron un culto a la personalidad de distintos apóstoles, Pablo les reconvino: “¿Qué se creen que somos, que nos brindan tan exagerada deferencia? Somos solamente servidores por medio de los cuales Dios obró para que ustedes creyeran” (1 Co. 3:5, parafraseado y aumentado). A otros, sin embargo, que despreciaban a sus líderes, Pablo les escribió que los respetaran y los tuvieran en muy alta estima en amor, a causa de su trabajo (1 Ts. 5:12,13). Otra vez, “He aquí un dicho fidedigno: Si alguno aspira a ser supervisor, a noble oficio aspira” (1 Ti. 3:1 NVI).
El modelo pastoral
Como la imagen del ‘pastor’ o encargado de cuidar ovejas viene de un contexto rural ajeno a las comunidades urbanas nacientes de hoy, a veces se insinúa que debemos encontrar un término más apropiado para los líderes de la iglesia. Los moradores de los departamentos urbanos, situados en los rebordes de sus grandes edificios de vidrio y concreto, entienden poco de ovejas y pastores. Sin embargo, dudo que estaríamos preparados para descartar el autorretrato de Jesucristo como el ‘buen pastor’ que vino a buscar y a salvar las ovejas perdidas, y que dio su vida por nosotros o que dejaríamos de cantar los himnos populares que expresan este lenguaje figurado, tales como ‘Jehová es mi pastor; nada, pues, me faltará’ y ‘El Rey de amor mi pastor es’.
Se nos dice que Jesús tuvo compasión al ver las multitudes, “porque estaban angustiadas y abatidas, como ovejas que no tienen pastor” (Mt. 9:36). Las ovejas sin pastor aún han de despertar su congoja y preocupación. En el fondo, él mismo es su pastor. Pero delega una parte de su responsabilidad a pastores subalternos (Hch. 20:28); los “pastores y maestros” aún se encuentran entre los dones con los que él enriquece a su iglesia (Ef. 4:11). De hecho, todo ministerio cristiano procede de Cristo. Su ministerio es el prototipo. El es el verdadero servidor, que “no vino para ser servido, sino para servir” (Mr. 10:45). Y ahora nos llama a seguirlo en la senda del servicio, y a ser servidores de otros por amor a Jesús (2 Co. 4:5).
Por otra parte, lo que es verdad del servidor, es verdad del pastor también. Jesús se llamó “el buen pastor” (Jn. 10:11 y 14). En otras partes del Nuevo Testamento se le llama “el Príncipe de los pastores”, “el gran pastor de las ovejas” y el “Pastor y Supervisor de vuestras almas” (1 P. 5:4; Hb. 13:20; 1 P. 2:25). Luego, si los pastores son pastores subalternos, será aconsejable que aprendamos del buen, del gran, del principal pastor a modo de reemplazantes. Pues él enseñó e igualmente ejemplificó todos los principios principales del ministerio pastoral. Es apropiado que el Evangelio designado para el servicio de ordenación anglicano es Juan 10:1-16, porque él describe aquí lo que es su ministerio, y lo que debe ser el nuestro. El pastor bueno, cuyo ministerio se modela en el buen pastor, tiene al menos siete características.
1. El buen pastor conoce a sus ovejas
“A sus ovejas llama por nombre… Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre” (Jn. 10:3,14,15). Claro que el pastor oriental de antaño difería en muchas maneras de los pastores modernos en otras partes del mundo. La diferencia principal estriba en que las ovejas se críen para lana o para carne. Puesto que en el Mundo Occidental se crían mayormente para la carne, alcanzan a vivir muy brevemente y no es posible desarrollar una relación personal con el criador de ovejas. En Palestina, sin embargo, como las ovejas se criaban para dar lana, y eran trasquiladas cada año, el pastor las tenía a su cuidado por muchos años y se desarrollaba entre ellos una relación de confianza e intimidad. El pastor hasta conocía a cada una de ellas y las llamaba por nombre.
Esta era indudablemente la relación entre Jesús y sus discípulos. El conocía a sus ovejas individualmente. Como en el Antiguo Testamento Jehová llamaba a Abraham, Moisés, Samuel y otros por nombre, también Jesús conocía y llamaba a las personas individualmente. Cuando vio acercarse a Natanael y dijo de él: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”, éste preguntó asombrado: “¿De dónde me conoces?” (Jn. 1:47,48). Jesús pasó a llamar a Zaqueo por nombre que bajara del sicómoro donde se había escondido, y después de la Ascención llamó a Saulo de Tarso por nombre en el camino a Damasco (Lc. 19:5; Hch. 9:4). Y aunque cuando nos convertimos no escuchamos una voz perceptible, nosotros también podemos decir en verdad que él nos llamó individualmente.
Quizás la primera y más básica característica de los pastores subalternos de Cristo sea la relación personal que se establece entre el pastor y la gente. No son clientes, asociados, pacientes o parroquianos nuestros. Menos aún son nombres en un registro o, peor todavía, cifras en una tarjeta de computadora. Más bien, son personas individuales, a quienes conocemos y quienes nos conocen. Además, cada una de ellas tiene un nombre propio, símbolo de su singular identidad, y los pastores verdaderos luchan por recordar sus nombres. Hace unos cuantos años me costaba mucho recordar los nombres de dos hermanas de edad que asistían juntas a la iglesia todos los domingos. Por consiguiente, al saludarlas después de los cultos, lo mejor que podía hacer era llamarlas “Ustedes dos”. Eso se convirtió en broma entre nosotros, no menos porque en esa misma época se le daba considerable publicidad al abatimiento por la Unión Soviética del avión norteamericano de vigilancia ‘U 2’. Así que cuando las hermanas en cuestión empezaron a firmar sus cartas: ‘U 2’, podemos imaginar la vergüenza que pasé. Juan escribió: “Saluda a los amigos por nombre” (3 Jn. v.15).
¿Qué medidas se pueden tomar para superar una mala memoria? He encontrado dos cosas que son provechosas. Primero, de nada sirve preguntarles su nombre a la gente antes de que podamos reconocer sus caras, pues entonces tenemos muchos nombres que flotan en la mente sin las caras correspondientes. En esta situación nos parecemos al tipo que según dicen se acercó a alguien en una fiesta con las palabras: “Conozco tan bien su nombre; pero no me puedo acordar de su cara”. En cambio, es más prudente memorizar primero la cara, y entonces estamos listos para ponerle el nombre correspondiente.
La segunda manera de recordar los nombres de las personas es anotarlos y orar por ellos. Cuando Pablo les dijo a los tesalonicenses: “Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, y los recordamos en nuestras oraciones” (1 Ts. 1:2 VP), parece como si tuviera una especie de lista. Es indudable que recordar habitualmente los nombres de la gente en oración —más segura y rápidamente que de cualquier otra manera— las fija en nuestra mente y memoria. Olvidar el nombre de alguien es probablemente una indicación de nuestra falta de oración pastoral.
Jesús también indicó que su relación con su pueblo sería tanto mutua (“Conozco las ovejas, y las mías me conocen” Jn. 10:14) como íntima (“Así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre” Jn. 10:15). Jesús tenía un no sé qué trasparentemente abierto y sincero. No tenía nada que esconder. Dijo él que se dio a conocer a sus discípulos como señal de su verdadera amistad (p.ej. Jn. 14:21; 15:15). Claro que esto no quiere decir que los pastores tienen que revelar todos sus secretos a la congregación, pero por lo menos deberían estar dispuestos para afrontar el costoso y humillante paso de privarse de parte de sus vidas privadas y de ser conocidos como seres humanos débiles y vulnerables como todos los demás.
A la misma vez, en algunas culturas es posible ser demasiado impertinente, y hasta presuntuoso, al intercambiar nombres con la gente, porque nuestro nombre simboliza nuestra identidad personal y privada. El misionero Vincent Donovan descubrió esto cuando trabajaba entre el pueblo masai en Tanzania. Al principio, escribió, “Yo muy naturalmente actué conforme a mi trasfondo norteamericano, y no hallé nada de malo el decirles mi nombre y preguntarles el suyo”. Se le advirtió, sin embargo, que los masai consideraban esto muy descortés. En público y con extraños empleaban títulos o designaciones, no los nombres. Un día un masai le dijo: “No ande tirando mi nombre. Mi nombre es importante. Yo soy mi nombre. Mi nombre es para mis amigos”[2]. Así que, cuando Vincent Donovan se trasladó a un campo nuevo, adoptó la costumbre de no saber o revelar los nombres entre sí. Luego, “después de trabajar entre ellos durante mucho tiempo, y, tal vez como un regalo de despedida para mí, uno de los ancianos me dijo su nombre, y yo le dije el mío. Me sentí halagado con el intercambio. ‘Mi nombre es para mis amigos'”. Pienso que sería bueno que en el Mundo Occidental también se cultivara algo de este respeto por las personas y sus nombres. Divulgar nuestro nombre y descubrir el de otra persona no ha de hacerse a la ligera; pues es reclamar una relación íntima que, sin embargo, pertenece debidamente a la familia de Dios.
2. El buen pastor atiende a sus ovejas
Jesús dijo: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Jn. 10:11). Pues se dedica al bienestar de las ovejas, y sus necesidades dominan la vida entera del pastor. La queja principal de Dios contra los líderes de Israel fue esta: “¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños?” (Ez. 34:2).[3] [El equivalente a esto en el NT es Judas 12, que habla de pastores que “se apacientan a sí mismos”. Es decir, utilizan su cargo para servir a sus propios intereses en vez de la gente encomendada a su cuidado.] Ahora bien, las ovejas no son animales placenteros que digamos. Abrigamos una imagen algo romántica de corderos lanudos y mimosos. Pero en su estado natural las ovejas no se preocupan de su limpieza, y padecen de diversos insectos dañinos. Por ende, la necesidad de meterlas varias veces al año en fuertes soluciones químicas. También tienen fama de ser estúpidas. Así que en el pastoreo hay bastante trabajo sucio y servil: abarca fortalecer a las débiles, curar a las enfermas, vendar a las heridas e ir en busca de las extraviadas (ver Ez. 34:4).
Jesús mismo dio su vida por las ovejas. No fue un asalariado que trabajaba por dinero. El cuidó de ellas de veras, hasta el extremo de morir por ellas. Su gran amor se reveló en el sacrificio y el servicio, sacrificándose para servir a otros. Los pastores necesitan de este amor abnegado y servicial en su ministerio de hoy. Pues cual las ovejas, los seres humanos a menudo pueden ser perversos e insensatos al descarriarse del camino. Algunos también pueden ser exigentes y malagradecidos, y nos resultará difícil quererlos. Pero luego recordaremos que son el rebaño del Señor, comprados con la sangre de Cristo y encomendados a nuestro cuidado por el Espíritu Santo (Hch. 20:28). Y si las tres personas de la Trinidad se ocupan del bienestar de las ovejas, ¿cómo no podemos dejar de hacerlo nosotros también? Tenemos que oír las palabras de Cristo dirigidas a nosotros tal como las imaginó Richard Baxter: “¿Morí yo por ellas, y tú no las cuidarás? ¿Costaron mi sangre, y no son dignas ellas de tu trabajo? … ¿He hecho y sufrido tanto para su salvación, y estuve dispuesto a hacerte un colaborador conmigo, y vas a rechazar ese poco que está en tus manos?”[4]
3. El buen pastor guía a sus ovejas
He aquí otra diferencia entre los pastores orientales y occidentales. En el Occidente los pastores raras veces guían a sus ovejas; las arrean desde atrás mediante perros ovejeros amaestrados. Por motivo de la íntima relación del pastor palestino con sus ovejas, sin embargo, él puede caminar delante de ellas, llamarlas, o quizás silbar o tocar una flauta, y ellas lo seguirán. Chua Wee Hian, ex secretario general de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos, nos cuenta en su libro, Learning to Lead [Aprendiendo a dirigir], de un guía que les explicaba esta tradición a unos turistas, los cuales “divisaron a lo lejos a un hombre que arreaba un pequeño rebaño de ovejas con un palo algo amenazador”. ¿Estaría equivocado el guía, entonces? “De inmediato detuvo el bus y salió corriendo a campo traviesa. Al rato volvió, la cara radiante. Anunció: “Acabo de hablar con el hombre. Damas y caballeros, no es el pastor; es el carnicero”.
La relación entre Israel y Yahvé, y en particular su viaje por el desierto, se comparan con el movimiento de las ovejas al seguir a su pastor: “Oh Pastor de Israel, escucha; tú que pastoreas como a ovejas a José” (Sal. 80:1). El israelita individual piadoso pensaba en Yahvé de la misma manera: “El Señor es mi pastor; nada me falta… me guía a arroyos de tranquilas aguas” (Sal. 23:1,2 VP). Igualmente Jesús, el buen pastor, adoptó y desarrolló la misma imagen: “Las ovejas oyen su voz; y a sus ovejas llama por nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera a todas las propias, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn. 10:3,4). La reciprocidad es clara. Si el buen pastor conoce los nombres de sus ovejas, ellas a la vez llegan a conocer la voz de él. Los oídos cristianos se han puesto a tono con la voz de Cristo. Desarrollamos cierta sensibilidad a su mente y voluntad. Poco a poco llegamos a conocer instintivamente lo que a él le agradaría o desagradaría. Y así lo seguimos donde nos guía y donde nos llama.
Algo parecido sucede con los pastores cristianos. Tenemos la responsabilidad solemne de guiar a la gente de tal manera que puedan seguirnos con seguridad. Es decir, tenemos que darles un ejemplo constante y seguro. Debemos recordar que Jesús introdujo en el mundo un nuevo estilo de liderazgo, a saber, liderazgo por servicio y ejemplo, no por fuerza. El apóstol Pedro captó esto y lo repitió en su enseñanza: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, … no teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 P. 5:2,3). En realidad, para bien o mal, querámoslo o no, la gente nos va a seguir. Es alarmante pensar en la falta de discernimiento de muchas ovejas. Por ello es indispensable dirigir bien, dar un buen ejemplo, sin dicotomía alguna entre nuestra predicación y nuestra práctica, a fin de que no las llevemos por mal camino.
4. El buen pastor alimenta a sus ovejas
Jesús dijo: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Jn. 10:9). La principal preocupación de los pastores siempre es que las ovejas tengan lo suficiente para comer. Sea que las estén criando para la lana o para la carne, su salud depende de que tengan pastos nutritivos. Así que Jesús mismo como el buen pastor fue sobre todo un profesor. Alimentó a sus discípulos con la buena alimentación de su enseñanza.
Los pastores de hoy tienen la misma enorme responsabilidad. El ministerio ordenado es fundamentalmente un ministerio de la Palabra, donde los sacramentos se entienden como “palabras visibles” (llamadas así por Agustín), dramatizando así las promesas del evangelio. El pastor es ante todo un profesor. Por esto es que hay dos requisitos para el presbiterado que se indican en las epístolas pastorales. Primero, el candidato debe ser “apto para enseñar” (1 Ti. 3:2). En segundo lugar, debe ser “retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Ti. 1:9). Estos dos requisitos van juntos. Los pastores deben ser tanto fieles a la enseñanza apostólica (la didajé) como poseedores del don de enseñarla (didaktikos). Y ya sea que estén instruyendo a una multitud o a una congregación, a un grupo o o a un individuo (Jesús mismo enseñó en los tres contextos), lo que distingue a su obra pastoral es que es siempre un ministerio de la Palabra.
Nada hace más falta hoy en día, ya sea en las agotadas iglesias del Mundo Occidental o en las dinámicas iglesias de muchos países del Tercer Mundo, que una fiel y sistemática exposición de las Escrituras desde el púlpito. “¿Me amas?” le preguntó Jesús a Pedro. Luego, “Apacienta mis ovejas” (Jn. 21:17). Demasiadas congregaciones están enfermas y aun hambrientas por falta del “alimento sólido” (1 Co. 3:2; Hb. 5:12) de la Palabra de Dios. En efecto, el objetivo fundamental de nuestro ministerio pastoral es tanto “presentar a todos perfectos (mejor, ‘completos’) en Cristo” (Col. 1:28 NVI) como “para la capacitación de los santos para la obra del servicio (o, ‘para su obra del ministerio’)” (Ef. 4:12). Sería difícil imaginarnos una ambición más noble que la de guiar al pueblo de Dios a la madurez, así como al ministerio mediante nuestro ministerio de la enseñanza.
¿Cómo, entonces, alimentan los pastores a sus ovejas? En realidad, ni siquiera las alimentan. Sin duda, si un cordero recién nacido está enfermo, el pastor podría tomarlo en brazos para amamantarlo con biberón. Pero normalmente lo que hace el pastor es llevarlas a los “buenos pastos” o “pastos suculentos” (Ez. 34:14), donde pueden pacer y alimentarse solas. Creo que no es exagerado ver en esto una parábola de una buena educación pastoral. Alimentar con cuchara y amamantar con biberón son para los bebés en Cristo. Sólo la alimentación del apacentadero los llevará a la madurez en Cristo. A medida que el pastor abre las Escrituras, invita a la gente a entrar en ellas, a fin de que se alimenten en este rico apacentamiento.
5. El buen pastor dirige a sus ovejas
Reconoce que tiene cierta autoridad sobre ellas. Me dan ganas de omitir esta dimensión, pero hacerlo sería una falta de integridad. El obispo Lesslie Newbigin tiene razón en su libro The Good Shepherd [El buen pastor] al lamentarse de que “la figura del buen pastor ha sido imbuida de sentimiento” (p. 14). En el griego clásico el rey era conocido por el ‘pastor’ de su pueblo, y la analogía del rey-pastor ocurre a menudo en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, el pueblo recordó a David que Dios le había dicho: “Tú apacentarás a mi pueblo Israel, y tú serás príncipe sobre Israel” (2 S. 5:2). Además, el verbo griego poimaino, que significa ‘pastorear un rebaño’, llegó a emplearse de un gobierno duro: “Gobiérnalas (LXX poimaino) con vara de hierro” (Sal. 2:9 LBD). Y este versículo se aplica en Apocalipsis a la autoridad de Jesús sobre las naciones como su juez (Ap. 2:27; 12:5; 19:15). Evidentemente, no tenemos libertad alguna para deducir de esto que los pastores han de ser autocráticos o para justificar el concepto medioeval del príncipe-obispo. No, el lenguaje real (‘palacios’, ‘tronos’, ‘reinados’) es del todo impropio respecto al presbítero-obispo bíblico. Sin embargo, junto a la importancia que el Nuevo Testamento da al servicio humilde de los presbíteros, hay también alusiones a su función directiva, que dirigen la iglesia local en el Señor (1 Ts. 5:12), y la necesidad de obedecerlos y someterse a ellos (Hb. 13:17), aunque su autoridad ha de ser ejercida a través de su ministerio de la Palabra y su ejemplo (Hb. 13:7). Y es claro según varios pasajes del Nuevo Testamento que, si hay que emplear disciplina, se hará colectivamente a través de la congregación local, y no por medio de un sólo pastor (p.ej. Mt. 18:15-20; 1 Co. 5:4,5,13).
6. El buen pastor protege a sus ovejas
El enemigo principal de las ovejas en la antigua Palestina era el lobo, feroz y rapaz, fuera al cazar solo o en una manada. Las ovejas estaban indefensas contra ellos. Si el pastor era sólo un asalariado, veía acercarse el lobo, abandonaba las ovejas, huía y dejaba que el lobo atacara y dispersara el rebaño (Jn. 10:12,13). Sólo un buen pastor se quedaría y arriesgaría su propia vida para defender y rescatar sus ovejas.
No hay problema para interpretar la alegoría de Jesús. “Cuidaos de los falsos profetas”, había dicho en otro lugar. “Vienen a vosotros vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt. 7:15; cf. Hch. 20:29,30). Si las ovejas son el pueblo de Dios y los pastores son los ministros fieles, entonces los lobos son los falsos maestros y los asalariados son los pastores infieles que nada hacen para proteger al pueblo de Dios del error. Lamentablemente, aún hay lobos en el rebaño de Cristo hoy día, engañadores que repudian algunos de los fundamentos de la fe cristiana histórica. Los verdaderos pastores no se comportarán como asalariados y huirán. Enfrentarán a los lobos resueltamente. Será una tarea costosa; pues los pastores no pueden ahuyentar a los lobos gritándoles o agitando los brazos. Tienen que enfrentarse con ellos, tal como el joven David lo hizo con un león y un oso (1 S. 17:34,35). Asimismo, los pastores tienen que aceptar el dolor y el peligro del combate cuerpo a cuerpo con maestros falsos. No bastarán las denunciaciones vagas. Más bien, tenemos que estudiar sus escritos, escuchar sus enseñanzas, y luchar con los problemas que plantean, a fin de contrarrestar sus argumentos eficazmente en nuestra enseñanza.
Sin embargo, si este es un ministerio arriesgado, también es uno necesario y compasivo. Jamás debemos gozarnos en la controversia. Nunca podrá ser más que una responsabilidad desagradable. La única razón por la que nos metemos en ella es por compasión a las ovejas. El asalariado pone pies en polvorosa porque “no le importan las ovejas” (Jn. 10:13). El buen pastor se preocupa, y se preocupa intensamente, del bienestar de las personas a quienes sirve, y sólo por este motivo buscará la gracia y el valor para enfrentar el error que haya en la iglesia. Las ovejas sin pastor son víctimas fáciles de los lobos. ¿Habrá que decir del rebaño de Dios de hoy que “andan errantes por falta de pastor, y son presa de todas las fieras del campo” (Ez. 34:5)? Al contrario, si nos importa, estaremos atentos y cuidando nuestras ovejas, cual esos pastores en los campos cerca de Belén. Claro, a veces se dice que siempre debemos ser positivos en nuestra enseñanza, jamás negativos. Pero esto no es así. Jesús mismo se opuso a los falsos maestros. Y las responsabilidades del pastor no son sólo enseñar la sana doctrina, sino también “refutar a los que contradicen” (Tito 1:9). Alimentar a las ovejas y poner en fuga a los lobos no se pueden separar.
7. El buen pastor busca a sus ovejas.
Jesús dijo: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn. 10:16). Es claro que con estas “otras ovejas” Jesús se refería a los foráneos gentiles. Sin embargo también podía decir “las tengo” y “las debo traer”. Necesitamos el mismo tipo de certidumbre en nuestra evangelización. Dondequiera que vivimos y trabajamos, podemos estar seguros de que allí hay algunas de las otras ovejas de Cristo, que ya le pertenecen en el propósito de Dios, y que él está resuelto y las debe traer al redil.
Esta extensión hacia la gente que está distanciada y perdida es parte fundamental del ministerio pastoral, aun cuando pertenece más a los miembros laicos de la iglesia que viven y trabajan entre ellas. Es verdad que generalmente distinguimos entre los ‘evangelistas’ que buscan a las ovejas perdidas y los ‘pastores’ que alimentan a las que han sido encontradas. Sin embargo sus ministerios coinciden parcialmente. Si Jesús, el buen pastor, no sólo alimenta a las ovejas de su redil sino que busca también a las que están fuera de él (Lc. 19:10; cf. 15:3-7), sus pastores subalternos que aprenden de él deben hacer lo mismo. En el servicio de ordenación anglicano, el obispo exhorta a los candidatos “a buscar las ovejas de Cristo dispersas en todas partes … a fin de que sean salvadas por Cristo para siempre”. Si rehuyéramos esta responsabilidad, Dios se lamentaría de nuevo: “En toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase por ellas” (Ez. 34:6). Y Jesús mismo nos diría: “¿No bajé del cielo a la tierra para buscar y salvar lo que se había perdido, y no irás tú a la puerta o calle o aldea vecina para buscarlas?”[5]
He aquí, entonces, la hermosa idea del ministerio pastoral pintado por Jesús. Dondequiera que hay ovejas, sean perdidas o encontradas, se necesitan pastores que las busquen y las pastoreen. Siguiendo el ejemplo del buen pastor mismo, los pastores humanos tratarán de conocer y atender, guiar, alimentar y dirigir las ovejas del rebaño de Cristo, protegerlas de los lobos merodeadores y buscarlas cuando se han descarriado. Y luego, por poco que se les haya reconocido, apreciado u honrado en la tierra, o que hayan deseado serlo, recibirán del Pastor Supremo, cuando aparezca, “la corona incorruptible de gloria” (1 P. 5:4). Por otra parte, si efectivamente salimos a fin de traer a la gente, participaremos en el regocijo celestial “por un pecador que se arrepiente” (Lc. 15:7).
El ideal pastoral ejemplificado en Jesús el buen pastor, que él quería que los líderes imitaran, tiene que ser complementado por otros dos modelos que él les advirtió que evitaran. Primero, les dijo, están los dirigentes seculares que se enseñorean y ejercen autoridad sobre la gente. “No es así entre vosotros”, agregó enfáticamente. El liderazgo en su nueva comunidad iba a ser totalmente diferente del liderazgo en el mundo. “Al contrario, el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor”.
En segundo lugar, Jesús instó a sus discípulos a no imitar a los fariseos. Estos amaban tanto los lugares de honor (en los banquetes y en las sinagogas) como los títulos de honor, pues estos eran símbolos del respeto zalamero de la gente. “Pero no hagáis como ellos”, dijo Jesús. Los líderes cristianos no deben dejarse llamar ‘rabí’ (profesor), ‘padre’ o ‘maestro’ (jefe). Esto es, no hemos de adoptar hacia ningún ser humano de la iglesia, o dejar que nadie adopte hacia nosotros, una actitud de irremediable dependencia, como la de un niño hacia su padre, o de una obediencia servil, como la de un siervo hacia su patrón, o de conformidad incondicional, cual la del alumno hacia su profesor. Hacer esto, dio a entender Jesús, sería tanto usurpar las prerrogativas de la Santísima Trinidad (Dios nuestro Padre, Jesús nuestro Señor o Jefe, y el Espíritu Santo nuestro Profesor o Instructor) como trastornar las relaciones fraternales de la familia cristiana (Mt. 23:1-12).
CONCLUSIÓN
Aquí tenemos dos modelos contemporáneos de liderazgo, uno secular (los gobernantes) y el otro religioso (los fariseos), que sin embargo compartían la misma característica básica: un anhelo por el poder y el prestigio. En la actualidad, el modelo más probable que se nos presenta para imitar es el de la dirección comercial. Ese también, pese a algunos paralelos aceptables, a menudo es más mundano que cristiano. Tenemos que tener cuidado no sea que, a medida que decae el rango de los pastores en la sociedad, tratamos de compensarlo exigiendo más poder y honor en la iglesia. La marca fundamental del liderazgo cristiano es la humildad, no la autoridad; la servidumbre, no el señorío; y “la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Co. 10:1; cf. 2 Ti. 2:24).
Voy a dar la última palabra a Chuck Colson, quien antes de convertirse a Cristo había saboreado personalmente el embriagante vino del poder: “El atractivo del poder puede separar al más resuelto de los cristianos de la verdadera naturaleza del liderazgo cristiano, cual es servir a otros. Es difícil estar parado sobre un pedestal y lavar los pies de los que están abajo”.[5] Otra vez, “no hay nada que distingue más a los reinos del hombre del reino de Dios que sus conceptos diametralmente opuestos del ejercicio del poder. Uno procura controlar a la gente, el otro, servir a la gente; uno promueve al yo; el otro postra el yo; uno busca prestigio y posición, el otro alza al alza al humilde y despreciado”[6].
[1] Aventuras de Huckleberry Finn, p. 343
[2] Vincent J. Donovan, Christianity Rediscovered: An Epistle from the Masai, pp. 187 y 188.
[3] El equivalente a esto en el NT es Judas 12, que habla de pastores que “se apacientan a sí mismos”. Es decir, utilizan su cargo para servir a sus propios intereses en vez de la gente encomendada a su cuidado.
[4] The Reformed Pastor, pp. 121,22.
[5] Charles W. Colson, Kingdoms in Conflict [Reinos en conflicto].
[6] Ibid., p. 274.