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por Dr. Antonio Cruz
Un domingo, un niño de apenas diez años que asistía a la escuela dominical de mi congregación, me preguntó con total desparpajo: “¡Pastor Antonio! ¿Cómo sería el mundo si no hubiera Dios?” Estuve a punto de responderle casi de forma automática, como habitualmente se contesta a los pequeños, pero en seguida me di cuenta que la pregunta tenía bastante calado. ¿Es razonable concebir un universo en el que la divinidad esté completamente ausente? Y suponiendo que así lo fuera, ¿cómo sería un mundo así? Quizás se podrían facilitar las cosas formulando estas preguntas de otra manera. ¿Qué ocurriría si Dios se fuera de vacaciones durante un año y paralizara por completo su actividad providente en el cosmos?
Lógicamente, cesarían todas sus manifestaciones. Si la fuente del amor se secara, éste dejaría de ser. Los humanos nos odiaríamos cada día más. Sin amor, la tasa de nacimientos descendería vertiginosamente poniendo en peligro la supervivencia de nuestra propia especie e incluso de las demás. El altruismo, el amor al prójimo, la evangelización, las misiones, la ayuda al tercer mundo así como las ONG’s y la colaboración humanitaria internacional en las catástrofes se paralizarían por completo. Los millones de células que conforman nuestros cuerpos dejarían también de dividirse y multiplicarse porque ya nada las motivaría a hacerlo. Sin el primigenio impulso vital, los niños dejarían de crecer, mientras los adultos envejeceríamos prematuramente. Por todas partes se haría evidente la proximidad acuciante de la muerte. Proliferarían enfermedades y epidemias derivadas de los múltiples errores metabólicos de procesos bioquímicos abandonados al azar.
Si el Creador no existiera no tendríamos más remedio que resignarnos a la violencia, la injusticia y la ley del más fuerte, porque éstas serían las únicas realidades posibles. Los acuerdos de cooperación entre las naciones se violarían miserablemente pues el egoísmo habría carcomido el corazón de todos los gobernantes de la Tierra. La mentira suplantaría a la verdad. El racismo y la xenofobia provocarían infinidad de conflictos armados. El mundo ardería en guerras hasta que la biosfera y la propia humanidad dejaran de latir. Sobrevendría el caos total, la oscuridad y el vacío original. Imperaría la nada más absoluta, de tal manera que el primer capítulo del Génesis se podría volver a escribir pero al revés.
“La Tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, pero el Espíritu de Dios no se movía sobre la faz de las aguas porque Dios no existía. Como el Creador no dijo nada, la luz no pudo ser creada, por lo tanto imperaron para siempre las tinieblas”. Y así sucesivamente. Un mundo sin Dios sería un lugar inhabitable, un no-mundo, un infierno. ¡Resulta difícil imaginar un ambiente en el que Dios estuviera siempre de vacaciones!
Aunque vivimos en un cosmos caído sometido al pecado que contempla cómo el mal campea a su aire, lo cierto es que no está completamente dejado de la mano de Dios. Afortunadamente las cosas no son tan negras como acabamos de describir. Dios nunca toma vacaciones, sino que crea a sus criaturas y las cuida siempre con esmero. El Creador sustenta la vida y continúa siendo la fuente del amor. Él decide que algunas cosas acontezcan, como la encarnación de Jesús, su pasión, resurrección y próxima parusía; otras veces los aconteceres suceden según su plan amoroso y sabio, pero mediante la colaboración libre de los seres humanos, tal sería el caso de todos los hombres y mujeres que deciden seguir los planes divinos y dedicar su vida o parte de ésta al Señor; y, en otras, al tropezar con la voluntad rebelde y pecaminosa del hombre, reconduce el mal hasta transformarlo en bien, de manera que donde abundó el pecado sobreabunde la misericordia y la gracia.
Dios guarda y gobierna por su providencia aquello que creó. Tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas e insignificantes hasta los grandes y decisivos acontecimientos de la historia. Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho (Sal 115:3). Él abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre (Ap. 3:7). Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Únicamente al final, cuando dejemos de conocer parcialmente y podamos verle cara a cara (1 Co 13:12), descubriremos el sentido de tantos senderos, por medio de los cuales incluso a través del mal y el pecado, el Señor habrá conducido su creación hacia el reposo definitivo.
Mientras tanto, nuestra vida es comparable a una barca en medio del mar que, en ocasiones, es azotada por la tempestad y parece zozobrar; a veces todo está en calma, el sol brilla y casi le perdemos el respeto al océano. Por eso, debemos ser conscientes de la fragilidad de nuestra barquilla y, cuando nos encontremos perdidos en la inmensidad de la noche, tenemos que levantar los ojos a las estrellas, al Señor Jesucristo, el único capaz de orientar bien nuestra travesía. Es verdad que, muchas veces, los planes de Dios no coinciden con los nuestros, pero siempre son infinitamente mejores aunque con frecuencia resulten incomprensibles para nuestra mente humana. Como afirma el autor de Proverbios: Del Señor son los pasos del hombre; ¿cómo, pues, entenderá el hombre su camino? (Pr 20:24). Por su parte, el apóstol Pablo escribe: Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien (Ro 8:28).
Cuando Dios creó, llamó de la nada a la existencia todo aquello que comenzó a ser fuera de él mismo. Pues bien, lo que surgió de la nada volvería otra vez a la nada, si fuese dejado a sí mismo y no fuera conservado constantemente por el Creador en la existencia. En realidad Dios, habiendo creado el cosmos una vez, continúa creándolo, manteniéndolo en la existencia. La conservación providente del mundo es como una creación continua. En este sentido, la providencia es como una constante e incesante confirmación de la obra de la creación en toda su riqueza y variedad.
El autor de Hebreos dice que ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios y que, ante él, todo está al descubierto, hasta las intenciones y los pensamientos del hombre (Hch 4: 12-13). En efecto, Dios lo ve todo, incluso las decisiones que va a tomar el ser humano, pero mediante un acto de su infinita misericordia que es respetuosa con la libertad del hombre, decide atenerse a lo que éste elija. Hay deferencia divina por las determinaciones humanas aunque éstas sean en ocasiones equivocadas. Si no fuera así, el Creador sería un tirano dictador y el hombre una marioneta desprovista de libertad. Por el contrario, Dios respeta tanto el azar de las partículas subatómicas que conforman este universo material, como el libre albedrío de la humanidad, sin que ello signifique que el resultado escape a su plan previsto de antemano o a su providencia. Su voluntad es la salvación de toda criatura, pero una salvación libre y no forzada.
La noción cristiana de providencia hunde sus raíces en las palabras de Jesús: pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas (Mt 6: 25-34). Es el cuidado benevolente de un ser personal y paternal el principal factor que preside el cosmos, y no la casualidad, la fortuna, el hado o el destino. No hay que caer, por tanto, ni en un milagrerismo infantil, ni tampoco en ningún fatalismo supersticioso. Es egoísta estar siempre pidiéndole a Dios que cambie la realidad en nuestro provecho, como también es erróneo pensar que no puede ayudarnos en ningún sentido. El Creador conserva el mundo por medio de un acto continuo y mantiene en sus manos a todos los seres que llamó a la vida. Como escribe el evangelista Lucas: Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos (Hch 17: 28).
La imagen equivocada de Dios que propagó el deísmo en tiempos pasados, y que perfilaba una especie de relojero cósmico que daba cuerda regularmente al mundo, o tan sólo al principio, ya ha sido superada por la propia ciencia y, además, nada tiene que ver con la idea bíblica del Dios Creador. Aquel cosmos concebido como máquina autosuficiente, en el que creían los sabios decimonónicos, ha sido sustituido por otro, incapaz de ser la causa de sí mismo, convulso y en expansión. Ante esta realidad, hoy más que nunca es necesario insistir no sólo en la idea de providencia, sino también en la de conservación. El acto creador no llamó únicamente a la existencia todas las cosas a partir de la nada, sino que además las conserva permanentemente para que no vuelva de nuevo al caos. ¿Cuánto tiempo durará tal providencia y conservación? Esto sólo lo sabe el Creador.
Si se aceptase el deísmo, el agnosticismo o el materialismo se perdería la libertad del hombre en un mundo trágico sin Dios. Sin embargo, el ser humano puede afrontar su existencia por medio de la certeza de no estar bajo el dominio de un destino ciego y azaroso (el fatum griego), sino que depende de alguien que es su Creador y Padre amante.
En la Biblia existe un cierto paralelismo entre providencia y salvación. En tanto en cuanto el plan de la salvación esté abierto para el ser humano, también lo estará el binomio providencia-conservación del mundo. Dios sustenta todavía el universo porque aún estamos en un régimen de salvación permanente. Y todo esto confluye en la persona de Jesucristo. Dios creó por él y para él. En Cristo se unen la creación y la salvación. ¡Menos mal que ni el Padre ni el Hijo toman jamás vacaciones!
Dr. Antonio Cruz