La silla vacía

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La silla vacía

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por el Rev. Martín N. Añorga

Hace algunos años fuimos invitados a participar de la cena de Navidad en el hogar de una querida familia de la iglesia. Fuimos acogidos, naturalmente, con el más expresivo cariño cristiano; pero cuando nos acercamos a la mesa algo nos llamó poderosamente la atención: una silla vacía.

Mientras todos nos sentábamos a disfrutar de los manjares que se habían preparado y del esmero con el que eran presentados, se me ocurrió preguntar si esperaban a alguien para que ocupara la silla de la cabecera. “No, esa es la silla que usaba abuelito, quien murió el año pasado y no quisimos usar su espacio porque queremos que él siga presente entre nosotros”, nos contestó una señora, nieta de la persona fallecida.

Me di cuenta de que mi pregunta, probablemente indebida y un tanto indiscreta, había provocado de pronto un triste silencio en medio de la reunión festiva de que estábamos disfrutando. Las cosas no fueron igual a partir de ese momento.

Varios días después hablé con Georgina, la nieta del recordado Gerardo sobre el tema de la silla vacía. “Las personas que han partido con el Señor deben ser recordadas con resignación no desesperada y no debemos asignarles el triste papel de entristecernos en los momentos de felicidad familiar”, le dije, y añadí que “ciertamente las Navidades son una celebración en la que se mezclan las tristezas de recuerdos penosos con el alegre sentido de la celebración; pero no podemos permitirlo. Una oración agradeciendo a Dios la vida del ser amado que partió es práctica devota, pero sin llegar al extremo que lágrimas de ayer empapen los manteles de hoy”.

Me pregunto cuántas sillas aparentemente vacías permanecen en nuestras celebraciones navideñas, y decimos “aparentemente” porque ciertamente no están totalmente vacías. En ellas se sientan la tristeza, el dolor o la aflicción de recuerdos que para los cristianos no debieran ser dolorosos, sino triunfantes.

Los siquiatras y los clérigos sabemos que en los días especiales del año como son el día de las madres, el de acción de gracias, navidad y año nuevo, se acentúan las crisis emocionales de muchas personas. Hay quienes creen que el amor, para no ser traicionado, tiene que asociarse con la tristeza, y a los seres amados que han partido hay que recordarlos con llanto mientras otros ríen. No es de extrañarnos que en los días más festivos del año caigan muchas personas en una peligroso proceso depresivo. Paradójicamente, es en la época de Navidad cuando más suicidios se cometen en los Estados Unidos.

La soledad es un factor muy negativo que influye en personas que por razones de edad o circunstancias especiales de la vida han perdido a sus seres más cercanos y viven en un deprimente marco de ausencia de relaciones. Conozco a una señora de avanzada edad que pasa la mayor parte de su tiempo sentada en un viejo sillón que era el mueble preferido de su esposo, ya fallecido, que lo usaba para disfrutar de sus soñolientas siestas. Estuvo casada 52 años y el vacío en que transcurría su vida la había convertido en la mujer de los ojos más tristes que yo haya visto. En cierta ocasión, revisando las bellas piezas que teje, le pregunté si estaría disponible para bordar unas sabanitas para los niños necesitados que desde la iglesia íbamos a visitar en los días de Navidad. Aceptó la invitación y la tarde en que fuimos a entregar las canastillas le rogamos que nos acompañara, y asombrándose de la gratitudes de las madres y de las alegrías de los niños, le dije, “¿Qué le parece? Usted ha convertido el sillón de su marido en un taller para hacer felices a otros”. Con un fuerte abrazo me confesó que había descubierto que para honrar a su esposo, las lágrimas no eran lo que él hubiera esperado. “Desde ahora en adelante –nos prometió- en su memoria voy a dedicar los años que me quedan a hacer felices a niños necesitados”. La soledad es una dura experiencia que podemos convertir en una oportunidad que nos da Dios para servir a otros.

Un sentimiento muy propio de la navidad es de la nostalgia. Los más jóvenes no entienden que las personas mayores añoren sus vivencias del pasado; pero es natural que los que cargamos una montaña de años, pensemos en los días en que nuestros hijos reclamaban sus juguetes, recordemos la presencia amable de vecinos de cuyos caminos no hemos vuelto a saber, y fijemos el corazón en la felicidad dibujada en el rostro de los abuelos a la vez en que extrañemos las comidas típicas que eran nuestro deleite. En cierta ocasión se nos ocurrió celebrar en la iglesia en la que ocupáramos la posición de pastor, una festividad que llamamos “La Navidad de los Abuelos”. Fue unos días antes de la fecha que todos observan, y de veras que disfrutamos de una experiencia inolvidable. Las anécdotas, unas jocosas, otras llorosas, se sucedían una tras otra; perro descubrí en silencio que cada uno de los participantes guardaba para la navidad una silla vacía para el ser amado ausente.

Yo confieso que albergo también mis nostalgias navideñas y que aunque no las señalo ante los otros comensales, tengo varias sillas vacías que imagino, alrededor de la mesa, con una noble sensación de tristeza alojándoseme en el corazón. No creo que sea impropio recordar, añorar, desear a las personas que nos han antecedido en el camino al cielo y que fueron valores reales que enaltecieron, con amor e influencia, nuestra propia vida; pero lo que no debemos hacer nunca es entristecer a otros con nuestra tristeza.

Hay realidades que son incontrolables y con las que tenemos que aprender a vivir. Hay ausencias que no se reponen, recuerdos que no nos regresan al ayer, secretos íntimos del alma que no revelamos y que el solo hecho de revisarlos no nos lleva de la mano por las sendas ayer andadas. La navidad es una celebración complicada cuando no despejamos sus incógnitas amparados por la gracia de Dios.

La soledad, la nostalgia y las añoranzas que nos castigan el alma hay que llevarlas al pesebre donde reposa el niñito Jesús. Él puede hacer de las espinas, flores. Esa adusta silla vacía que es el símbolo de que no nos hemos resignado porque no hemos entendido el significado verdadero de la muerte, tiene dueño y ocupante. Pertenece a nuestro Señor y Redentor. Quitémosla del sitio que ocupa ante la mesa y trasladémosla a nuestro corazón. Allí se convertirá en el trono desde donde reina el amado niño-Dios.

Preparémonos para la navidad que se nos acerca. En Navidad, el Señor que todo lo puede, santifica nuestra soledad con su compañía; supera nuestras nostalgias con su consuelo, alivia nuestra inquietudes con el regalo de su paz y llena la silla vacía de nuestras vidas convirtiéndola en el trono desde el cual nos inunda su gracia salvadora y fortificante.