La espiritualidad mal entendida: Santiago 1:19-27

Publicado por Editorial Clie

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La espiritualidad mal entendida: Santiago 1:19-27

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La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta:
Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones,
y guardarse sin mancha del mundo.
Santiago 1:27 (19-27).

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ESQUEMA

1. La verdadera religión.

2. Adorando en espíritu y en verdad.

3. El error de la teología de la prosperidad.

4. Ni secularismo ni espiritualismo.
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CONTENIDO

En el seno del Cristianismo actual, tanto católico como protestante, se está produciendo un auge de los llamados “movimientos del Espíritu”, que aspiran a recuperar el sentido de la oración y actualizar los retiros espirituales, así como los encuentros de meditación y alabanza. No cabe duda de que esto puede suponer un beneficio general para la Iglesia, porque contribuye a fomentar una espiritualidad necesaria. Sin embargo, uno de los peligros que conlleva esta ola posmoderna de nueva espiritualidad es el de falsificar, posiblemente en muchas ocasiones sin pretenderlo, al verdadero Dios de la Biblia y sustituirlo por ídolos humanos. Los excesos en este sentido, a veces, fomentan una interioridad emocional, una vivencia sentimental intensa, pero no dan lugar a una movilización exterior que provoque un cambio de actitudes sociales o una regeneración moral de la persona.

Con demasiada frecuencia, esta mal entendida espiritualidad da lugar a congregaciones que, en el fondo, son grupos emocionales dependientes de un líder, que es quien les proporciona calor, sentido y participación. En ocasiones existe también un director de alabanza hábil para transportar la congregación al éxtasis emocional. Por desgracia, cuando esta persona desaparece o se equivoca, el grupo tiende a deshacerse porque, en realidad, dependía del pastor o del líder más que de Dios. Se había llegado, así, casi sin darse cuenta, a idolatrar al dirigente hasta el extremo de que si éste fracasa a nivel personal, toda la congregación fracasa también y se desintegra por completo.

Por otro lado, uno de los peligros que nos amenazan hoy es que, en un mundo materialista y secularizado, que niega continuamente a Dios, los cristianos evangélicos corremos el riesgo de volcarnos hacia el lado opuesto, y crear un espiritualismo desencarnado, una religiosidad que apueste por un Dios ajeno a la historia humana, que sólo se hace presente en determinados momentos de oración eufórica, de culto emotivo o de alabanza fluida.

No obstante, la palabra de Dios nos recuerda que la huida de nuestra tarea en el mundo no será nunca la verdadera religión pura y sin mancha de que nos habla el Nuevo Testamento y que consiste precisamente en la actitud de visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo (Stg. 1:27).
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1. La verdadera religión

No hay por qué dudar de la autenticidad de muchas actitudes religiosas, ni de la sinceridad del corazón del creyente que ora bajo la influencia del Espíritu Santo, pero sí que es conveniente proclamar que existe el peligro de que extraviemos nuestros caminos y volvamos a cometer equivocaciones parecidas a las de los religiosos de la época de Jesús.

El Maestro denunció la religiosidad espiritualista de los escribas y fariseos que consistía precisamente en hacer lo opuesto a lo que escribió Santiago: ¡Ay de nosotros escribas y fariseos, hipócritas! porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación (Mt. 23:14). La advertencia del mismo Señor Jesucristo es muy sería. ¿De qué sirve participar activamente en cultos muy espirituales, si en la vida cotidiana no se actúa con misericordia y amor al prójimo?

Lo cúltico, lo espiritual, lo sagrado o lo religioso no pueden sustituir a Dios, ni a la responsabilidad que cada creyente tiene delante de él. El culto racional no debe convertirse en una idolatría de los sentimientos o los deseos humanos, ni en una huida del mundo, sino en una acogida gozosa y responsable de nuestra misión en la sociedad. Jesucristo nunca concibió otra forma de rendirle culto a Dios, para Él no hay acceso posible al Creador del universo fuera de la dedicación y el compromiso con ese reino de la fraternidad. El creyente no puede pasar de largo ante los débiles, pobres, enfermos y, en general, todo los caídos en la cuneta de la vida, ya que toda búsqueda de Dios, al margen de esta suprema ley, acaba tarde o temprano creando a un Dios falso y practicando un espiritualismo anticristiano. La espiritualidad es buena, pero el espiritualismo que nos aísla de la realidad, es malo.

La gloria de Dios no reside en que el hombre le mencione, le cante o le rinda culto en determinados momentos, sino que es la vida entera de los seres humanos. Más que hablar, cantar, tocar instrumentos musicales o, incluso, danzar, es vivir cada día con coherencia: con amor al prójimo y a uno mismo, buscando con sinceridad la pureza personal. Por supuesto que lo uno, no elimina lo otro.

Aquellas mismas palabras que un día escucharon los discípulos de Cristo: ¿por qué estáis mirando al cielo? (Hch. 1:11), resuenan hoy con fuerza sobre todos los empeños espiritualistas. Es en esta tierra, en la que por desgracia su voluntad todavía no se cumple, donde tenemos la obligación de seguir mirando y donde Dios quiere ser encontrado por cada ser humano. De manera que a Dios no se le debe buscar en el espiritualismo, sino en el Espíritu Santo y en el Cristo humanado. A Dios tampoco se le puede amar en abstracto o de forma espiritualista. Como escribió el apóstol Juan: Si alguno dice: Yo amo a Dios, Y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? (1 Jn. 4:20). El que ama a Dios no puede ignorar a sus hermanos. Sin embargo, los espiritualismos buscan a Dios donde ellos quieren y no donde Él espera ser hallado, por eso son tan peligrosos para la Iglesia del Señor, ya que pueden privarla de su fidelidad a Dios y de su credibilidad ante los hombres.

El Dios Creador que fue capaz de dar la vida de su Hijo por la humanidad, considera más sagrada la vida del hombre que todos los actos religiosos juntos. El ser humano tiene más valor para Dios que todos los tiempos de oración, alabanza, ceremonias, lugares o utensilios de culto. Primero, el hombre, después, lo demás. Por tanto, el único criterio para discernir verdaderamente si nuestro culto y nuestra adoración nos “religan” de verdad a Dios es que nos comportemos como hermanos, ya que nuestra responsabilidad ante el Señor se juega en el terreno de este mundo, en el esfuerzo para que venga su reino y se cumpla su voluntad tanto en la Tierra como en el cielo. Tal como escribe el profeta Isaías: ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en tu casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto (Is. 58:7-8).
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2. Adorando en espíritu y en verdad

Cuando el Señor Jesús respondió a la mujer samaritana que a Dios se le puede adorar en cualquier lugar de la Tierra, con tal de que se le adore en espíritu y en verdad, porque Dios es Espíritu (Jn. 4:24), no le estaba insinuando que para poder adorarle tenía que practicar una especie de misticismo que la elevara espiritualmente hasta el séptimo cielo, o que tenía que entrar en un trance como si fuera una médium espiritista intentando conectar con el más allá. No, nada de eso. Al decir que Dios es Espíritu, el evangelista Juan estaba afirmando que en el Creador se da el dinamismo del amor, que ha creado al ser humano y sigue actuando en el resto de la Creación. Por medio de ese Espíritu de Dios que se movía sobre la faz de las aguas primigenias, el Padre comunica su vida a toda criatura. Por tanto, decir que Dios es Espíritu significa afirmar que el amor procede de Dios y que Dios es amor.

De ahí que, cuando el ser humano descubre a Dios, a través de Jesucristo, y empieza a amar de verdad a sus semejantes, se transforma en espíritu porque es nacido del Espíritu (Jn. 3:6), y se hace semejante a Dios mismo, tomando parte de su plenitud: Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia (Jn. 1:16). De manera que adorar a Dios en espíritu y en verdad es amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, como a nuestra propia familia. El culto a Dios deja de ser individual, porque el Espíritu de Dios está presente en todos los hombres y mujeres que le aman y aman a su prójimo. Este es el único y verdadero culto que el Padre desea que se le tribute, el culto del amor.

El culto antiguo del Judaísmo exigía del ser humano continuos sacrificios de animales y bienes materiales, así como una humillación constante del hombre frente a Dios. Había una gran distancia que separaba a las criaturas del Creador. Sin embargo, el nuevo culto que Jesucristo hizo posible dejó de humillar al hombre y empezó a elevarlo, acercándolo cada vez más a Dios, y haciéndolo muy semejante al Padre. Ya no había que llamarle Jehová de los ejércitos, sino papá (abba), porque se trataba de un padre amoroso. Por tanto, Dios ya no quiere cultos como los de la antigua alianza con sacrificios y ofrendas de animales, ni siquiera quiere sacrificios personales, golpes de pecho, derramamiento de lágrimas o promesas difíciles de cumplir. Dios no quiere más sangre animal o humana. Él no espera dones, sino comunicación sincera, amor y responsabilidad por parte del hombre; su gloria consiste en dar vida y desplegar así el dinamismo del amor.
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3. El error de la teología de la prosperidad

Sin embargo, es triste tener que reconocer que en ciertos ámbitos evangélicos se detecta hoy un grave déficit de amor, un déficit solidario hacia los numerosos problemas de injusticia social que existen en nuestro mundo global. El auge del sentimiento o la emocionalidad, así como del individualismo r el deseo de prosperidad y salvación personal hace que, en demasiadas ocasiones, se olviden los problemas del prójimo, y se pase de puntillas junto al herido que yace al borde del camino, como en la parábola del buen samaritano.

Ahí tenemos y por ejemplo, ese vergonzoso teleevangelismo pedigüeño de la teología de la prosperidad. La actual proliferación de evangelistas mediáticos que apelan a los sentimientos de los televidentes cristianos, para sacarles el dinero y engrosar así sus imperios personales, es algo que clama al cielo. Se predica un evangelio de la codicia que pisotea el mensaje de Jesucristo ya que es lo más opuesto a aquello que el Señor quiso enseñar a sus discípulos. La avaricia egoísta y pseudoreligiosa de tales lobos vestidos con piel de ovejas no se fundamenta en la Palabra de Dios, sino en el sueño de opulencia y prosperidad individualista. A los pobres se les considera como indigentes espirituales incapaces de prosperar porque siguen siendo esclavos del pecado. Se llega a predicar, y a hacer creer, que los menesterosos se merecen su pobreza y, por tanto, no habría que tener la más mínima consideración hacia ellos. ¿Puede haber mayor cinismo y crueldad en nombre de la religión? Esta es la más perniciosa herejía que existe actualmente en el seno del protestantismo a escala mundial. Todos los demás errores parecen pequeños frente a semejante aberración religiosa, que es el producto de la mentalidad individualista de nuestra sociedad de consumo.

Los principios de la Biblia no apoyan jamás la acumulación masiva de riqueza en manos de unos pocos, sino su redistribución adecuada entre los que pasan necesidad. Hoy también nos hace falta una nueva Reforma protestante. Si en la época de Lutero, el saqueo de los pobres, santificado por las bulas papales, era algo habitual, en la actualidad ha proliferado una nueva generación de “papas de la prosperidad”, especializados en robar al pueblo creyente. Igual que en los siglos XV y XVI el clero estafaba a los pobres, prometiéndoles libertad del purgatorio, los falsos maestros de hoy están también esquilmando a sus seguidores, prometiéndoles libertad de la pobreza y una vida abundante en la prosperidad.

Los creyentes que caen en estos errores no asumen los problemas del mundo como propios porque, en el fondo, consideran equivocadamente, que todo lo que hay en la Tierra es malo y está condenado a la destrucción. Sin embargo, la pobreza y la miseria en que viven actualmente millones de criaturas en los países llamados del Tercer mundo, o en vías de desarrollo, las desigualdades que afectan a la mayoría de los habitantes de este planeta, y tantas otras situaciones discriminatorias, no se pueden solucionar sólo mediante la oración o la meditación. Hace falta también un empeño activo y una voluntad decidida, sobre todo por parte de las iglesias poderosas del Norte, para superar tanta injusticia y deshumanización. La solidaridad de los cristianos de los países ricos para con los del Sur es hoy más necesaria que nunca y debe contribuir a cambiar las actuales estructuras sociales de bloqueo y opresión.

El Cristianismo está llamado a servir al hombre y no a servirse de él; cuando esto no se quiere reconocer, se fomenta una religión vacía e idolátrica que huye de los problemas reales, para refugiarse en un espiritualismo insolidario y ajeno al Evangelio de Jesucristo.
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4. Ni secularismo ni espiritualismo

Por eso, hermanos, tenemos que huir de tales errores. El Cristianismo de Cristo no es una religión secularista o una estrategia sociopolítica, como afirman ciertos sectores de la teología de la liberación, que reducen el Evangelio a simple militancia política de izquierdas, en la que incluso se ve con buenos ojos la lucha armada. El Cristianismo tampoco es una religión espiritualista, que nos hace refugiarnos en nuestros templos y reunirnos para disfrutar de los cultos sólo con quienes piensan como nosotros, y, así, evadirnos de la triste realidad de este mundo.

Ni secularismo reductor, ni espiritualismo evasivo, sino la religión pura y sin mácula de que nos habla Santiago. Fundamentalmente, el amor al prójimo necesitado y la pureza personal o el “guardarse sin mancha del mundo”.

¡Quiera Dios que cada uno de nosotros sepa poner siempre en práctica estos dos consejos de Santiago!
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