La duda

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La duda

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Por  Rev.  Martín  N.  Añorga       

Oí a un predicador señalar la duda como un  pecado. Yo creo, sin embargo, que es menos malo agitarse en la duda que descansar en el error. La duda suele ser el camino, a veces angosto y tortuoso, que nos conduce al encuentro con la verdad.

El vocablo duda proviene del latín dubitare, que significa “no decidirse entre dos cosas o actos”.  Naturalmente, la duda surge en muchas situaciones diferentes y puede suscitarse inquietamente a la hora de tomar decisiones personales.

Si fuéramos a establecer una lista de los diferentes tipos de dudas que asaltan nuestra mente, no nos alcanzarla el tiempo ni el espacio, porque la duda es una variante permanente  —valga  la paradoja— en todos los seres humanos; pero en este trabajo vamos a escoger lo que estimamos los tres tipos de dudas que más comúnmente  enfrentamos. La lista no es por orden de importancia, porque la importancia de una duda es estrictamente individual.

Empecemos por la duda amorosa, que es la fuente inagotable de los celos. Dudar de la persona con la que mantenemos una relación de amor es llenar de amargura una de las experiencias más gratas de la vida.  Muy a menudo las dudas son meras suposiciones o productos de la imaginación.  Cuando la sombra de una sospecha enturbia nuestro concepto de la lealtad, la felicidad se resiente y la paz se ausenta.

Georges Duhamel explicaba la base de la fidelidad en esta simple confesión: “nunca he engañado a mi mujer. No es ningún mérito: la amo”. El resumen de Francisco Zorrilla es formidable: “ser leal es la mayor valentía”.

¿Cómo podemos vencer la duda amorosa? Blaise Pascal expuso este pensamiento: “es una desgracia dudar, pero es un deber indispensable indagar en la duda”.  Ciertamente vivir azuzado por la inseguridad es un tormento. Hagámonos tres preguntas: “¿Qué me induce a la duda?; ¿Con qué elementos concretos cuento para dudar? y ¿he discutido de forma razonable y sensata mis dudas con la persona que amo sin provocarla a una irascible actitud?. Existe un viejo refrán —no sé su procedencia— que es muy oportuno considerar: “tú no puedes evitar que una paloma se te pose en la cabeza; pero puedes evitar que haga nido”. Yo sugiero a los que duden mortificados de la lealtad  ajena a que busquen ayuda. Un clérigo o un sicólogo pueden ayudar. Un amigo o familiar a veces contribuye por razones de solidaridad o por otros motivos a agravar la situación.

Cuídese del método para resolver sus dudas. A nadie se le ocurriría resolver la duda acerca de que un revólver esté cargado o no, dándose un tiro en la cabeza para comprobarlo. La frase genial de San Agustín debe prevalecer: “ante la duda, abstente”.

Hablemos de la duda conceptual, propia de estudiantes, profesionales, investigadores y curiosos en general. Hoy día este tipo de dudas suele resolverse con un celular, una tableta, una computadora o con un diccionario de bolsillo. De alguien leí este razonamiento: “es de importancia para quien desee alcanzar una certeza en su investigación, el saber dudar a tiempo”.

Si repasáramos la historia descubriremos que grandes logros e inventos fueron alcanzados a partir de las dudas de sus ejecutores. Alguien sentenció que “la duda es uno de los nombres de la inteligencia”.

Vuelvo al inicio de este tema y me pregunto “¿es realmente la duda un pecado? Si analizamos algunos incidentes bíblicos nos daremos cuenta de que, en efecto, la duda en algunos casos se condena frontalmente, pero en otros casos se  presenta como un camino que conduce a la fe. Tenemos el típico ejemplo de Job, el siervo sufriente, que pasó por etapas de dolor, tristeza y angustia; pero una vez superada la experiencia, reconoció que conocía a Dios de oídas pero que finalmente le vio en la dádiva de su misericordia. Pedro, al hundirse en las turbias aguas de un lago, expresó dudas que fueron aliviadas cuando Jesús extendió sus brazos para salvarlo. El viejo dicho “ver para creer” que se le atribuye por sus dudas acerca de la resurrección de Jesús a Tomás  fue cambiado en la certera expresión de “creer para ver”.

 ¿Es el ateísmo una duda? No lo es, sino que se trata de una errónea concepción de la realidad, ¿Puede usted negar algo o a alguien que no existe? El ateo niega lo que no es y lo que no es no puede ser negado por su inexistencia. Sin embargo, dudar sobre  la posibilidad de la existencia de Dios es una manera sutil de creer, no es una negación absoluta sino una manera de moverse entre la fe y la incredulidad. En casos como estos hay que repetir una estrofa de Martín Lutero: “Nuestro Dios es la muralla, es la sólida armadura que en cualquier lugar ampara”. No permita jamás que las dudas sacudan su fe. Haga que sea la fe la que les sacuda las dudas y aproveche la oportunidad para su crecimiento espiritual.

Hay cierta duda que suele tener peligrosas consecuencias. Es la duda en uno mismo. Cuando pasamos revista a nuestras facultades y vacilamos en confiar en las mismas, de antemano estamos vencidos. A la persona que haga todo lo que puede, no podemos decirle que no hace lo que debe.

Al que sustenta la actitud pasiva de aceptar todo lo que le dicen o todo lo que lee y termina dudando de su propio discernimiento, le huyen las oportunidades con las que la vida quisiera premiarle.

Recuerde siempre que la duda es un instrumento de victoria, nunca una carga de derrota. Hay que aprender a manejar las dudas. No hay que huir de ellas, porque aprenden nuestra ruta y nos siguen. Hay que aprender a dominarlas con carácter, sentido de justicia y apego a la verdad.

Vamos a rubricar este sencillo trabajo con los inspiradores versos del poeta Ricardo Dávila Díaz:

¿Cuántos insomnios me hacen falta para
derrumbar el mundo de la duda?
¿Cuántas sombras? ¿Cuántas luchas?
Hoy tengo que saber –antes que despiertes–
Si  la mañana es la que alumbra
o si eres tú la que alumbra las mañanas.