La bendición de un regaño

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La bendición de un regaño

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por el Rev. Martín N. Añorga

En el libro de Génesis en La Biblia, se cuenta la historia de la creación. Después que el Señor había formado el imponente escenario del mundo y establecido la infinitud del firmamento preñado de estrellas, puso en funcionamiento el complicado mecanismo del Universo, culminando su obra con la creación del hombre y la mujer.

Es lógico pensar que a Dios le hacía falta el ser humano. Haber formado la belleza del firmamento poblado de millones de astros, con el sol para fabricarnos el día y la luna para festejarnos la noche, sin que existieran testigos para alabarlo todo, hubiera sido una tarea en el vacío. En toda la creación únicamente el ser humano se emociona con un amanecer, se enternece con los paisajes floridos y es capaz de forjar en la música, en la pintura, en los versos y en el fervor de una oración, agradecidas loas al Autor supremo de la vida.

El relato que nos habla de Adán y Eva es sugestivo: “entonces dijo Dios, ahora hagamos al hombre, lo creó a su imagen; varón y mujer los creó y les dio su bendición: tengan muchos hijos, llenen el mundo y gobiérnenlo; dominen a los peces y a las aves, y a todos los animales que se arrastran”. Dios legó a los seres humanos la administración de la creación, ordenándoles que poblaran el mundo.

Mucho se ha dicho sobre la desobediencia de Adán y Eva y sus consecuencias en el proceso histórico de la humanidad. En esta oportunidad vamos a exclusivamente referirnos a las palabras conminatorias de Dios, después de la desobediencia a sus órdenes, dirigidas a Eva. Esta es la expresión que anota el autor del Génesis: “aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y con dolor los darás a luz.” ¿Es un castigo ser madre?, es la pregunta que nos viene a la mente. ¿Por qué la mención divina a la presencia de un dolor aumentado a la hora de dar a luz?

El hecho es que Dios lo hace todo con un propósito. Lo primero a decir es que el que provoca a Dios con desobediencia y desaire se verá obligado a pagar un alto precio. A Eva, y después a todas las mujeres, les ha costado pagar el precio del dolor en el momento sublime de ser madre. Cuando leo el libro de Génesis (y lo he hecho centenares de veces) valoro de manera muy especial a todas las madres, y ahora que nos acercamos al domingo anual dedicado a ellas, es ocasión oportuna para compartir nuestras reflexiones.

Dios creó al ser humano a su “imagen y semejanza”. Nosotros tenemos cualidades que son propias de Dios que nos fueron transferidas en el acto de la creación; pero la capacidad de la mujer para ser madre es única e intransferible. Cierto es que entre los animales es la hembra la que pare; pero se trata de actos instintivos, en los que los sentimientos de amor, responsabilidad y piedad son inexistentes. Nuestra madre es madre desde que nacemos hasta que de ella nos separamos por el suceso inevitable de la muerte. ¿Y quién sabe si más allá de la tumba permanece un amor resucitado y eterno? La función de la madre es tan sagrada que Dios se sirvió del vientre de María para prodigarnos la redención que se gestó en la sangre de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Debemos todos venerar a nuestra madre con amor muy profundo por arriesgar su propia vida para darnos la nuestra.

El dolor y la maternidad son dos componentes inseparables. Cuando una madre experimenta dolores para dar a luz, una vez que ha consumado el milagro del parto, su rostro resplandece como un pedazo de sol y la serenidad y la paz de su mirada es como la quietud de un atardecer de primavera. Hace pocos días nos contaba una jovencita que había dado a luz su primer hijo que cuando acariciaba la carita del bebé con sus labios sentía como si Dios la hubiera convertido en un ángel. La supuesta reprimenda de Dios es una bendición con el rostro parcialmente cubierto. Las madres lloran cuando dan a luz con lágrimas paradójicamente dulcificadas.

Tener un hijo es poseer parte de Dios, y ese privilegio lo disfrutan todas las madres. De aquí, que como hijos debemos venerarlas y prodigarles el más puro amor que nuestro corazón sea capaz de producir. El sufrimiento por sus hijos no se limita al trauma del parto. Una madre sigue, todos los días de su vida, padeciendo por el hijo que trajo al mundo. Cuando somos pequeñitos nuestra madre es el ángel de la guarda. Vela nuestro sueño, cuida nuestra salud, protege nuestros pasos y padece nuestras enfermedades. Quizás no recordemos los momentos de nuestra infancia que fueron ennoblecidos con el amor de nuestra madre. En varias ocasiones, en diferentes hospitales, he tenido que rogarles a madres, en muchos casos jóvenes que pudieran haber tenido otro destino, que acepten una tregua de descanso después de haber pasado un par de días junto al pequeño alojado en su cama de enfermo. “No puedo separarme de él -me dijo una madre-, aunque esté grave cuando le tomo de la mano me mira y se sonríe”.

Cuando empieza nuestra vida de relación con el mundo, son nuestras madres las vigilantes que observan, la autoridad cariñosa que nos alerta y el apoyo tierno que nos sostiene. En la adolescencia nos tornamos rebeldes, indiferentes y hasta pretendemos ser independientes, sin darnos cuenta siquiera que nuestra conducta hiere al ser que más le debemos en la vida. Nuestra madre no se aleja, ni se deja dominar por reacciones de hostilidad. Su paciencia crece como la espuma y sus temores por el bienestar del fruto de sus entrañas se convierten en prioridad que ocupa todos los rincones del tiempo. No importa que resbalemos y caigamos. Siempre estarán abiertos los brazos de una madre para recibirnos con alborozado amor. “El corazón de una madre es un abismo en el fondo del cual siempre se encuentra un perdón “, dijo Honorato de Balzac, y hacemos nuestra la frase.

Nos hacemos hombres y mujeres, nos casamos, tenemos hijos y es entonces cuando nuestra madre, ya viejecita, vuelve a encontrarse con las raíces del sufrimiento, y esta vez las halla en la soledad y el abandono. Nunca olvidaré las palabras de una ancianita que en un asilo, meditabunda en su habitación, sollozaba cuando me decía estas palabras: “Lloro por mi hijo, porque ha dejado de amarme”. Cuando intenté consolarla, añadió: “¿Sabe usted que me dejó aquí hace ocho meses y no ha regresado para verme, y hoy es el día de las madres?”

Hay hijos insensibles, olvidadizos, irresponsables; pero me atrevo a afirmar que son una minoría. Los hijos que tienen a Dios en sus corazones, jamás se olvidan de su madre. Esa viejecita con las manos temblorosas y la frente plagada de surcos que se mece en un sillón, fue una vez la joven esplendente y bella que nos trajo al mundo en la alforja de su vientre. Jamás podremos devolverle el amor que nos prodigó y los bienes que nos impartió; pero hay tres cosas que sí podemos hacer: darle un beso, decirle cuánto la amamos y regalarle una flor.