Historia de una piedra

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Historia de una piedra

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por el Rev. Martín N. Añorga

Getsemaní es un jardín situado a los pies del Monte de los Olivos en Jerusalén. Etimológicamente el vocablo significa “lagar de aceite”. De acuerdo con la historia de los Evangelios este fue el sitio en el que Jesús fue arrestado y donde sufrió una intensa agonía expresada en una dramática plegaria, rociada de lágrimas y manchada con gotas de su propia sangre.

Según el Apóstol San Juan, Getsemaní era un lugar conocido por Jesús y sus discípulos ya que a menudo visitaban el sitio para gozar de un tiempo de comunión con el Padre celestial. Probablemente en el sitio había muchas piedras, y Jesús escogió una de ellas para orar, sin duda alguna, la más misteriosa e inquietante de sus oraciones. Citamos la breve descripción que en el texto sagrado se hace de esta experiencia: “entonces Jesús llegó con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos, sentaos aquí mientras yo voy allí y oro. Y… comenzó a entristecerse y a angustiarse…, y cayendo sobre su rostro oraba diciendo, ‘Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero que no sea como yo quiero, sino como Tú quieras…’”. Este relato, que se debe al más joven de los discípulos, Juan, el único que estuvo junto a Jesús en el conmovedor escenario de la crucifixión, se hace más intenso en el evangelio de San Lucas, el único de los evangelistas que no perteneció al grupo de los doce, cuando dice que “estando (Jesús) en agonía, oraba con mucho fervor, y su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre que caían sobre la tierra”.

Un lugar tan memorable, al cual todos los evangelistas dirigen su atención, no fue perdido de vista por los primeros cristianos. En su “Onomasticón”, Eusebio de Cesárea, escritor y prelado griego (263-340), afirma que Getsemaní está situado al pie del “Monte de los Olivos”. Al traducir el “Onomasticón” de Eusebio, San Jerónimo (347-420) agrega a la mención sobre Getsemaní la información de que “ahora hay una iglesia construida allí”.

El emplazamiento de Getsemaní, actualmente venerado, se ajusta a los términos del Evangelio y a la tradición. Entre los años 300 y 380 fue construido un templo, cuyos restos han sido rescatados por espeleólogos, y que fuera llamado “ecclesia elegans” por Etérea, autora del libro en latín, Peregrinación a Tierra Santa (siglo IV). La crítica identifica a Etérea como la Abadesa del Bierzo, una pequeña aldea española, “a la cual solamente puede llegarse bajando, porque está situada en el noreste de España, rodeada de montañas”. A lo largo de los años este santuario fue destruido por los persas en el año 614; reconstruida por los Cruzados y posteriormente arrasada, probablemente en el año 1219. Los investigadores Arculf (670), St. Willibald (723), Daniel el Ruso (1106) y John de Wurzburg (1165) mencionan el lugar descubierto por ellos como la “Iglesia de la Agonía”.

Actualmente en la ciudad cosmopolita de Jerusalén existe, entre otras de diferentes énfasis teológicos una bella, no ostentosa, iglesia en la que encontramos la supuestamente histórica piedra de Getsemaní sobre la que Jesús apoyó su rostro en el momento más crítico de su breve vida. Es interesante el hecho de que la tradición cristiana ortodoxa afirma que Getsemaní es también el lugar donde los Apóstoles dieron sepultura a la Virgen María.

Hemos estado frente a “la piedra de Getsemaní”, de superficie gastada por las caricias y besos de millones de peregrinos, y protegida actualmente por una baranda de hierro para evitar que los visitantes le extraigan pedazos que usarían como preciosa reliquia. De veras que estar frente a la piedra sobre la que lloró Jesús nos hace llorar. Pensar que el Hijo de Dios, agobiado y entristecido se recostara para abrir su sufrido corazón ante Dios, nos conmueve de forma intensa.

De nuevo estamos en la celebración de la Semana Santa y hemos creído oportuno escribir este trabajo sobre la piedra de Getsemaní, que fue el escenario del arresto de Jesús, provocado por la mezquina traición de Judas. Jesús, solitario, en su plena juventud de treinta y tres años, derramando sangre y lágrimas sobre una piedra, le pidió a su Padre en los cielos que le revelara su inapelable voluntad. Recibió la respuesta y marchó al encuentro con la cruz, a sabiendas que de ese encuentro dependería la vida eterna de miles de millones de seres humanos.

¿Tuvo miedo Jesús? ¿Quiso retractarse de su misión? ¿Creyó que no valía la pena su sacrificio? Estas preguntas la sugieren su oración de Getsemaní: “si es tu voluntad aparta esta copa de mis labios”. No podemos olvidar, sin embargo, el centro de su súplica a Dios, “pero que sea tu voluntad, no la mía”.

La voluntad de Dios, desde la eternidad, era la cruz de la redención. Jesús sabía del amargo sabor de la cruz. Seguramente había sido testigo del bestial tratamiento que los romanos daban a los hombres que iban a ser crucificados. Muchos llamados ideólogos religiosos han sugerido que para Jesús, como Hijo de Dios, la crucifixión fue indolora. Creer que Dios es capaz de ofrecernos una pantomima es una blasfemia, una afrenta, una ofensa. Jesús habría escuchado los gritos agónicos de los crucificados, los quejidos a toda voz de las madres y esposas, de hijos y parientes, y al pensar que tenía que sorber esa copa, no pudo evadir la ansiedad y la frustración que derramó sobre el frio corazón de una piedra inerte.

Otro sentimiento de Jesús, muy justificado, fue el del abandono que experimentó. Sus tres más cercanos discípulos, los mismos que le acompañaron en la gloriosa visión de la Transfiguración, se durmieron mientras él oraba. Después del odioso y miserable beso de Judas, todos huyeron. Pedro quiso defender a su Maestro a filo de espada, pero después de su heroico lance se convirtió en el apóstol de las tres negaciones. ¿Dónde estaban aquellos que fueron sanados de sus enfermedades por la milagrosa Palabra de Jesús, los miles que fueron alimentados en la multiplicación de los panes y los peces, dónde alguno de entre la multitud que aclamaba sus enseñanzas? Sobre una piedra filosa e insensible desgranó el dolor de su soledad el Señor de señores.

La oración de Jesús en Getsemaní no fue de cobardía, sino de entereza. No fue de miedo, sino de sentimientos tristes que se acumularon en su corazón, no de reto ni de rebeldía ante Dios, sino de sometimiento generoso y total. Y personalmente esa oración nos sirve como brújula en la hora de nuestros propios problemas. Si Jesús lloró, ¿por qué voy a tenerle yo terror a mis lágrimas? Si Jesús derramó su sangre, ¿por qué tengo yo que evitar asustado el camino del sacrificio? Si Jesús enfrentó la amargura de la soledad, ¿por qué voy yo a sufrir sin esperanzas el abandono de otros?

Evidentemente la historia de la piedra de Getsemaní es un reflejo de nuestra propia biografía. Nunca olvidemos que si Jesús lloró sobre una piedra, una mucho más grande que cubría la entrada de su tumba, fue removida por los ángeles. Después de la muerte en la cruz, nos llega la corona de la vida. Tras la lágrima, el consuelo y tras la aparente derrota, la verdad de una victoria definitiva.

En esta Semana Santa, entre las diferentes opciones que tenemos para meditar, recordemos la legendaria piedra de Getsemaní y pensemos que antes de los nuestros, ya anduvo Jesús el camino del dolor.