GP Familia 4: Cómo sobrevive el hijo de un pastor

Publicado por

Precio: GRATIS

Enlaces a recursos

Comienza

Regístrate hoy Hágase miembro y acceda nuestro recurso

GP Familia 4: Cómo sobrevive el hijo de un pastor

xx

por Ed Thompson
xx

En la casa del pastor se aprenden cosas que nunca se olvidan
xx

La primera vez que me di cuenta de que, en verdad, era el hijo de un pastor fue cuando tuve que hacer un examen de aritmética en el quinto grado.

Aunque muchos teólogos sugieran que la «espina en la carne» de que se quejaba el apóstol Pablo era un problema físico, estoy mas que convencido que se trataba de sus dificultades con las tablas de multiplicar.

No tan solo mi mente se encaprichaba en no captar el concepto de la multiplicación, sino que ponía en duda la filosofía de que las matemáticas fueran un tema de importancia alguna. Mi mente a menudo no confía nada más que en ella misma.

A medida que contemplaba las preguntas del examen, confirmaba mi idea de que únicamente la revelación divina podría llevarme a obtener las respuestas correctas. ¿Cuánto es 6 x 111? —Si tan solo hubiera podido recordar lo que mi papá me había dicho acerca de la marca de la bestia.

Una de las cosas que siempre recordaba era que él me había dicho que Dios siempre contesta las oraciones. «Algunas veces la respuesta es un “sí”, otras es un no”, y de vez en cuando es un “todavía”».

Debido a que el tiempo que me quedaba para terminar el examen era cada vez más escaso, lo que hice fue ponerme a orar con mucho fervor. Sin embargo, nada me venía a la mente. Supuse que esta vez mi oración estaba recibiendo un «todavía» como respuesta.

De pronto, se me ocurrió que el chico más inteligente de mi clase estaba sentado en el pupitre que me quedaba al lado. Quizás, después de todo, Dios estaba contestando mis oraciones.

Inclinándome hacía donde sabía que estaban las respuestas correctas, estiré mis brazos todo lo que pude y simulé un bostezo al tiempo que lanzaba una furtiva mirada para fijarme en las respuestas que tanta falta me hacía saber.

«Anjá», me dije a mí mismo mientras copiaba la respuesta correcta en mi hoja de examen. «La respuesta es 666». A la siguiente pregunta le hacía falta un bostezo aún mayor: «¿Cuánto es 70×7?»

La pregunta me era vagamente familiar. ¿Tenía que ver con Andrés contando los panes y los peces o con los fariseos describiendo cuántas veces un samaritano tenía que ser bautizado?

Mi siguiente bostezo fue tan prolongado, que pude arreglármelas para obtener las respuestas a las otras cinco preguntas. Desdichadamente, ya mi maestra estaba intrigada ante mis repentinos y molestos ataques de bostezos.

Era evidente que ella no tenía noción de que a veces Dios opera por medio de misteriosos caminos.

En medio de uno de mis mejores bostezos, de pronto, me congelé de terror. Mi maestra, la señora «Manodura», estaba de pie ante mí, confrontándome muy directamente. No parecía estar nada contenta.

—«¿No durmió usted anoche lo suficiente, señor Thompson?», me preguntó a la vez que tomaba mi examen en sus manos.

Treinta pares de ojos más grandes que toronjas lo observaban todo, en anticipación a que algo extraordinario pasaría. Todos sabían que la única razón por la que la señora «Manodura» abandonaba su escritorio era porque algún tremendo problema estaba a punto de suceder.

Observó mi examen y comparó entonces mis respuestas con las del estudiante sentado a mi lado.

—«¡Qué interesante coincidencia!», señaló en voz alta, con cierto acento cínico en su expresión. «Tiene usted la mismas respuestas que Carlos».

Los demás estudiantes reflejaron en sus rostros el miedo que sentían tan solo de pensar en el castigo que la señora «Manodura» impondría sobre el perpetrador de este inaceptable acto de desobediencia.

—«Señor Thompson —demandó—, vaya por favor a la pizarra y explique a la clase cómo logró usted la respuesta a la pregunta de cuánto es 35×25».

¡Tremenda humillación pública! Probablemente, el peor de todos los castigos.

La caminata mas larga mi vida fueron los tres metros que separaban mi pupitre de la pizarra. Mis piernas se me aflojaron como fideos. Mi estómago estaba a punto de enseñarle a todo el mundo lo que había comido en el desayuno. La clase me miraba con una expectación evidentemente mórbida. Estaba tragando en seco. Seguro que la fría tiza que sostenía en mis manos tenía más humedad que mi garganta.

Empecé a escribir el problema en la pizarra, al tiempo que oraba fervorosamente porque el rapto ocurriera de manera instantánea. Permanecí silencioso ante la pizarra por lo que me pareció todo un milenio. Providencialmente, la maestra rompió el silencio.

—«Dígale a la clase cómo ha sido posible que usted tenga en su examen la respuesta correcta y que sea, sin embargo, incapaz de demostrárnoslo; ¿cómo lo hizo?»

Estuve a punto de repetir la cita de Efesios 3:3 «Por revelación he conocido el designio secreto de Dios», pero simplemente bajé mi cabeza y clavé la mirada en el piso.

Finalmente, en un tono muy suave de voz, dije:
—«Copié mis respuestas del examen de Carlos.»

La señora «Manodura» exigió que hablara en un tono de voz más alto y que fuera más concreto.

—«He hecho trampa», dije más audiblemente, sintiéndome avergonzado y desconcertado.

La maestra, inmediatamente, escribió una inmensa «F» en mi examen, para que toda la clase pudiera ver las consecuencias de mi pecado.

Pensaba que mi tortura había llegado a su fin, pero la señora “Manodura” tenía más para mí.

—«Señor Thompson, ¿no cree usted que el hijo de un pastor debiera hacer las cosas bien hechas?»

Un murmullo general se escuchó en toda la clase. Se asombraban ante el hecho de que el hijo de un pastor hubiera estado haciendo trampas. Sin contestar, me senté, hundiendo mi cabeza entre mis manos.

Acababa de tener una experiencia personal en relación con lo que quiso decir Moisés cuando se dirigió a los hijos de Israel: «Sabed que vuestro pecado os descubrirá».

Felizmente mi papá estaba bien familiarizado con las expectativas que la gente tiene de los hijos de los pastores, él mismo es uno de éstos.

Aunque se sintió muy decepcionado cuando supo que había copiado en el examen, se sentó junto a mí y me ayudó a entender que el pecado es siempre pecado, trátese o no del hijo de un pastor.

«Los valores que están a tu disposición —dijo—, son los mismos que existen para cualquier otra persona que crea en Jesús».

Me dijo que la maestra me había hecho un gran favor. «Ella te ha puesto en dificultades para que no puedas seguir como un creyente oculto. Ahora todo el mundo sabe que eres un cristiano, añadió con una sonrisa».

Mirándome fijamente a los ojos, continuó diciéndome:
—«Debes ser diferente, recuerda que eres un hijo del Rey».

Y continuó —, «tienes a tu favor la tremenda ventaja de haber sido criado en un hogar en el que, como familia, todos estamos comprometidos a vivir de acuerdo con lo que la Biblia enseña».

Mi padre me hizo entender claramente que copiarse en un examen es lo mismo que robar, y eso estaba condenado en uno de los Diez Mandamientos. Me ayudó a entender que mi conducta no tenía nada que ver con el hecho de que fuera hijo de un pastor, pero sí con el hecho de que soy un hijo de Dios.

Dios usó a la señora «Manodura» para que me enseñara el hecho de que ser un cristiano tiene muy altas implicaciones.

Me enseñó también que el temor puede ser un extraordinario motivador. Pero no solamente me enseñó, finalmente, las tablas de multiplicar, lo más importante que aprendí de ella es que nunca más volveré a bostezar en medio de un examen.