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Cuestión de suerte
Volaba a Atlanta con mi esposa en un avión lleno de pasajeros. Tuvimos que sentarnos separados; a Carolina le tocó en una fila delante de la mía, al lado de una señora que tendría unos 65 años de edad. De inmediato entablaron conversación —se contaron todo, como si se conocieran por años. Al ver la expresión de Carolina, noté que la mujer dijo algo que la sorprendió. Iba a Las Vegas, donde apostaría mucho dinero.
«¡Lo va a perder todo!», exclamó Carolina, pensando que la pobre viejita quedaría arruinada.
«¡No, no, no!», respondió la anciana. «Yo sé jugar. «Cada vez que voy gano mucho más de lo que pierdo!» Y con una expresión despreocupada añadió: «Además, la vida es una cuestión de suerte».
¿Será que la vida es cosa del azar, de la buena o mala suerte, o de una tirada de dados en una ruleta?
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Suerte o providencia
Como creyentes, creemos que Dios no solo creó al mundo, sino también que lo gobierna con su poderosa mano. Todo lo que sucede ocurre, o por el permiso divino, o por dirección directa de Dios. Hablemos de lo que en la teología llamamos la providencia de Dios.
La providencia, del latín pro —antes—, y vídeo — ver—, literalmente significa «prever», o ver de antemano. El Catecismo Mayor de la Iglesia Presbiteriana plasma una excelente definición:
Las obras de providencia de Dios son su santa (Sal 145.17), sabia (Sal 104.24; Is 27.29) y poderosa preservación (Heb 1.3) y gobierno de todas las criaturas (Sal 103.19), a las cuales ordena, así como todas las acciones de ellas (Mt 10.29, 30; Gn 45.7), para su propia gloria (Ro 11.36; Is 63.14).1[1]
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Providencia en contraste con las teorías mecanicistas
Se ha escrito mucho acerca de la forma en que opera el mundo. ¿Cómo se originó? ¿En qué manera se desarrolló? ¿Cómo subsiste? Los que niegan la existencia de Dios procuran explicar esto bajo distintos conceptos. Veamos algunos de ellos.
eísmo. Esta teoría afirma que Dios creó al mundo, le dio cuerdas, y echándolo a andar, se alejó. El mundo, entonces, opera parecido a una máquina.
Los que creemos en la providencia de Dios respondemos que hay demasiada evidencia de que algo tiene que estar tras las cosas que suceden: por ejemplo, los cambios atmosféricos que atribuimos al fenómeno El niño. Aunque Dios estableció las leyes que controlan la naturaleza, todavía se involucra en cada evento que ocurre en el mundo. La Biblia nos dice que Dios sustenta todas las cosas —la salida del sol, la lluvia que cae, las aves que trinan— con la palabra de su poder (Heb 1.3).
San Jerónimo,[2] comentaba cierta vez el significado de Habacuc 1.13. El profeta quiso expresar que hay cosas que Dios no ve, diciendo: «La idea de que Dios sabe cuántos mosquitos nacen cada momento y cuántos mueren, cuántos insectos, pulgas, y moscas hay en el mundo, cuántos peces nadan en los mares, y cuántos perecen al ser comidos por peces más grandes, es un absurdo total».
Enseguida quienes lo escuchaban lo interrumpieron. «¡Te equivocas! Dios conoce absolutamente todo sin excepción, ¡hasta los cabellos de tu cabeza los tiene contados!» dijeron, citando a Mateo 10.30.
Los que criticaron a Jerónimo tenían razón. Como comentaba David en cuanto al involucramiento de Dios en todo a causa de su omnipresencia: Detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender. ¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra (Sal 139.5-10).
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Fatalismo, suerte y fortuna
sta concepción tiene que ver con la astrología, y afirma que: «El destino está en las estrellas». La mitología griega habla de tres espíritus femeninos que determinaban la suerte de cada recién nacido. Las representaban como tres ancianas girando en los cielos incontrolablemente, nombradas Cloto, Lachesis, y Atropos. Pura fantasía.
El fatalismo despersonaliza al hombre, haciéndolo víctima de fuerzas incontrolables. Pensar que a través de tres espíritus dando vueltas, o del horóscopo, o de una gitana, puede uno enterarse de su suerte, para luego inevitablemente vivir lo que fatalmente le toca es terriblemente depresivo.
Respondemos a las ideas fatalistas señalando que Dios, al obrar providencialmente en nuestro mundo, nunca niega la soberanía limitada[3] que poseemos como seres humanos, ni tampoco la responsabilidad moral que implica tal soberanía. Además, comprendemos que con la libertad individual hay un propósito más alto.
Dios no creó un mundo con leyes cerradas, un mundo donde de forma fatalista todo es predeterminado ciegamente. Como dice el Dr. Sproul: «El destino es ciego, aunque Dios todo lo ve. La fatalidad es impersonal, aunque Dios es un Padre. La fortuna no tiene voz, aunque Dios puede hablar. No hay fuerzas impersonales y ciegas actuando en la historia de la humanidad. Todo acontece por la mano invisible de la Providencia».[4]
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¿Cómo deshacernos de las preocupaciones?
Cuando nos percatamos de que Dios sostiene lo que ha creado, y que como decía San Pablo, «en él vivimos, y nos movemos, y somos», sentimos alivio. Todo lo que sucede está en las sabias manos del sabio y amante Creador y Proveedor.
Un recuerdo de mi padre ilustra esta verdad. Llegó a Cuba en el año 1928 a trabajar como misionero. Como en La Habana ya había varios, decidió irse al interior del país donde la obra evangélica era poca. Así llegó a Placetas, Santa Clara, y con la ayuda de Bartolomé Lavastida, comenzaron el Seminario Los Pinos Nuevos.
Eran años difíciles. Los Estados Unidos sufrían la Gran Depresión, y al poco tiempo también afectó a Cuba. Los bancos de Placetas quebraron, y mi padre perdió todo el dinero que había ahorrado para iniciar el año escolar. Pocos meses antes, mi padre, consciente de la catástrofe económica norteamericana, escribió a las iglesias que lo ayudaban, informándoles que había ahorrado suficiente dinero para operar, por lo tanto, no necesitaba que les enviaran dinero. Ni se imaginaba que el banco local iba a quebrar.
¿Qué hacer ahora? Le daba pena escribir de nuevo a las iglesias pidiendo socorro. Seguramente Dios tocaría el corazón de algunos estadounidenses para mandarle el dinero que necesitaba con desesperación.
Todos los días iba al correo. Abría cada carta con ansiedad. Pero ninguna traía un cheque. El día antes de comenzar el curso, fue al correo nuevamente, seguro de que encontraría algo. Lo único que halló en el buzón era una revista —Moody Monthly—, del seminario Moody en Chicago.
Confuso y atemorizado regresó a la casa pensando que Dios lo había olvidado. «¿Qué haremos mañana, cuando lleguen los estudiantes?», se decía. «¿Cómo podré darles la comida que esperan? Dios mío, ¿tendrás en esta revista algún mensaje para consolarme?»
Abrió la revista. En la misma portada, en letras grandes, había un texto escrito: «¡Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas!»[5]
Hombre de fe que era, levantó su vista al cielo, y dijo: «Gracias, Señor, eso era todo lo que necesitaba saber».
Al día siguiente comenzaron a llegar los estudiantes. A la entrada del seminario estaba mi padre esperándolos. El primero, si mal no recuerdo, se llamaba Macedonio Leiva. Hombre chiquito, pero con voz de gigante, que había pasado sus vacaciones comenzando una obra en un poblado llamado Jagüeyes. Este, con gran alegría, abrazó a su profesor y le dijo: «Luego le contaré todo lo que Dios hizo en Jagüeyes», y se dirigió a los dormitorios.
Mi padre, en voz baja, se dijo a sí mismo. «Esa alegría se te va a pasar pronto, cuando llegues al comedor esta noche».
De repente Leiva se detuvo, y regresó corriendo: «Señor Thompson, se me olvidó algo. Una anciana de Jagüeyes le mandó esta carta».
Mi padre la abrió. Del sobre cayeron 200 dólares. Las breves líneas decían: «Gracias por mandar a Leiva a mi pueblo. Por fin encontré al Salvador que había buscado toda mi vida. Aquí le mando una ayuda para su seminario. Dios le bendiga».
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¿Y qué respecto a los desastres —accidentes, terremotos, y enfermedades?
La respuesta no es sencilla, en realidad es compleja. Por un lado, sabemos que Satanás tiene gran poder en el mundo.[6] En la Biblia leemos que puede causar enfermedad (Lc 13.16; Hch 10.38); también pareciera que puede matar, pues se le llama «homicida desde el principio», quizás lo haga mediante accidentes y guerras (Jn 8.44). Pero, por otro lado, sabemos que Dios es mucho más poderoso, y controla las cosas que puede hacer Satanás (véase Job 1 y 2).
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¿Qué podemos responder ante la agonía del sufrimiento?
Con Job decimos: «¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?» (2.10). Y con Pablo: «Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro 8.28). Además: «Todo tiene su tiempo … tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar» (Ec 3.1,4,7).
A su vez, la agonía que se sufre en este mundo nos hace preguntar: ¿Por qué teniendo a un Dios tan bueno tenemos que sufrir tanto? Fue esta también la pregunta del salmista: ¿Hasta cuándo los impíos, hasta cuándo, oh, Jehová, se gozarán los impíos? (Salmo 94.3-4).
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Poderosa es la respuesta del creyente
La enseñanza bíblica sobre la providencia de Dios es nuestro consuelo. Nada sucede, absolutamente nada, sin que Dios lo sepa. Nada está fuera de Su divino control.
Dios es soberano sobre Satanás. Si algo me sucede que no comprendo, puedo responder como Job: «El Señor dio, el Señor quitó, bendito sea el nombre del Señor». Esta es la respuesta más poderosa que el hombre puede tener ante el dolor y la tragedia.
Otros también han sufrido y encontrado solaz —Pablo dice: Y [Dios] me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo (2 Co 12.9).
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Conclusión
En su libro El placer de Dios, el pastor John Piper relata la muerte de su madre. Un día, mientras acompañaba a su esposo (el padre de Piper también era pastor) en una visita a Israel, un camión cargado de madera que iba delante de ellos perdió el control y chocó. Con el impacto, un trozo de madera se soltó, y vino directamente contra el auto de ellos, traspasando el cristal, y clavándose en el pecho de su madre, matándola al instante.
Piper dice: «Me hubiera servido de muy poco consuelo pensar que ese trozo de madera voló por el aire sin el conocimiento ni el control de Dios. En cuanto a mí, aquel extraño accidente fue precisamente el momento perfecto que Dios escogió para llevar a mi mama a Su bendita presencia».
Solo uno que conoce y confía en el Dios de la providencia puede pensar y creer así.
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[1] Catecismo Mayor, Publicaciones El Faro, México, D.F., respuesta a la pregunta 18.
[2] Citado por Herman Bavinck en The Doctrine of God [La doctrina de Dios], The Banner of Truth Trust, Edinburg, England, 1951, p. 188.
[3] Usamos la frase soberanía limitada ya que libre albedrío da la idea de que uno puede hacer lo que quiere sin limitaciones. La realidad es que solo Dios tiene libre albedrío en ese sentido. Como humanos todos tenemos limitaciones, sea por nuestra salud, nuestra edad, las leyes, las costumbres, etc. A su vez, sí tenemos soberanía limitada. Hay muchas cosas que podemos determinar y controlar dentro de ciertos límites.
[4] R.C. Sproul, Las grandes doctrinas de la Biblia, LOGOI, Miami, Fl., 1996, p. 68
[5] Mateo 6.32.
[6] John Piper, The Pleasures of God [Los placers de Dios], Multnomah, Portland, OR, p. 74.