XX
por Bernardo Serrano
Orígenes del culto a María, la expresión idolátrica más terrible en el cristianismo popular
El censo oficial de España certifica la existencia de más de 22.000 advocaciones —formas distintas de llamar a la «Virgen»— marianas, en diversos lugares de su geografía, lo cual es muestra inequívoca del culto a María. De allí que resulte algo difícil escribir acerca del problema del marianismo y su nefasta influencia en el cristianismo, esencialmente en la cristiandad de la iglesia católica.
El marianismo es tan exacerbado que, en la iglesia católica, el culto a María desplaza la relación personal con Jesucristo y el acceso a Dios de una manera muy sutil. Por eso es que los nuevos creyentes en Cristo tienen tanto problema a la hora de desprenderse de su adoración a la madre de Jesús.
Recuerdo mis primeros ejercicios espirituales, en los que «Don Rafael» (el cura de la parroquia), nos mostraba a un Dios airado por nuestro pecado, al que los jóvenes de aquel tiempo temíamos acercarnos, mientras nos presentaba a una «Virgen María» sonriente y compasiva que nos recibía siempre con los brazos abiertos. Una de sus frases se quedó grabada en mi frágil mente infantil: «Lo que Dios no da, su madre lo concede», y a esto unía las lecturas de Alfonso María Ligorio (un santo de la iglesia católica de los siglos XVII y XVIII), en las que se relataban varios sueños y visiones.
Uno de ellos consistía en dos escaleras suspendidas entre el cielo y la tierra. En la primera, al final, estaba Jesús mostrándose airado con el pecador; y en la segunda estaba la Virgen María que recibía al pecador con alegría y lo introducía en el cielo presentándoselo posteriormente a Jesús, quien por la intervención materna lo recibía entonces sin ningún problema.
Leyendas similares a esa hay muchas, todas para afianzar el culto a María. Pero sin dejar de lado la enorme idolatría a aquella santa sierva de Dios, a la que pasean en tronos que valen auténticas fortunas, cargada de las más valiosas joyas, pasemos a hacer una breve historia del marianismo o de las doctrinas relacionadas con el culto a la Virgen María.
Entre los siglos II y III algunos cristianos empezaron a llamar a María «Madre de Dios» (gr. Theotokos), que también significaba portadora de Dios; pero uno de los escritores que primero lo empleó, Orígenes, solo lo hizo en sentido figurado, pues el término no llevaba aparejada una exaltación mariana, sino un reconocimiento de la deidad de Cristo, por tanto, por «comunicación idiomática» se podía decir que si Jesús era Dios y María la madre de Jesús, esta era al mismo tiempo «Madre de Dios».
En el siglo IV, sin embargo, después de la gran controversia monofisita (doctrina que negaba la doble naturaleza de Jesús), el término theotokos empezó a tomar otro sentido, refiriéndose ya más a la madre que al Hijo, y aunque hubo una encarnizada oposición por parte del monje sirio Nestorio, que prefería llamar a María nristotokos —portadora de Cristo o Madre de Cristo—, el Concilio de Éfeso del 431 d.C. dio como dogma de fe (una verdad que no precisa demostración y que se cree por la fe) lo siguiente:
«…reconocemos igualmente que la Santa Virgen es madre de Dios, porque el Verbo hecho carne, se unió a partir de la concepción al templo tomado de ella».
No deja de sorprender que este primer gran dogma del marianismo fuese dado precisamente en una ciudad cuya adoración ancestral a la diosa de la fertilidad, Diana, fue un fuerte obstáculo para la expansión del cristianismo (Hch 19). Algunos eruditos e historiadores de la iglesia cristiana no dejan de ver en ello la paulatina sustitución en forma velada del culto idólatra a las deidades antiguas (Isis, Astarté, Diana) por el culto a la nueva «diosa» María, la madre de Jesús, ya convertida por virtud del concilio en «Madre de Dios».
Virginidad perpetua
Durante los siglos V al VIII circularon profusamente en el mundo cristiano, una serie de escritos apócrifos, en los que se intentaba explicar no solo los desconocidos años de la infancia de Jesús, sino también los de María y su familia. Pues bien, fue de uno de esos evangelios apócrifos, el Protoevangelio de Santiago (XIX, 2 y 3), en el que por primera vez se relató la historia de una partera hebrea que visitó a María después del nacimiento de Jesús. La mujer decidió explorar a María vaginalmente para comprobar que era imposible que siguiera siendo virgen después de tener a su hijo, de manera que como resultado de su incredulidad, la mano que había palpado tan «sagradas» partes se quedó seca, hasta que la «Virgen» en un acto de misericordia sanó a la incrédula echando sobre el brazo seco las aguas en las que había bañado al niño Jesús.
Entre los siglos IX y X, dos apócrifos más, el Libro sobre la Natividad de María (IX, 4) y el Libro de la Infancia del Salvador, vuelven a respaldar la doctrina de la virginidad perpetua de María, al poner en boca del ángel la siguiente expresión: «Alumbrarás siendo virgen y amamantarás siendo virgen…»
Todas esas declaraciones —especialmente las anteriores al Concilio de Calcedonia (451 d.C.)— solo fueron el caldo de cultivo para la declaración que salió de aquel concilio y que fue ordenada por el papa León I. La declaración contenía lo siguiente: «…Cristo es Dios y hombre, nacido de María, siendo preservada su virginidad…» Calcedonia I, c. 4. Sin embargo, no sería hasta el tercer Concilio de Constantinopla (680 d.C.), en el que el tema fue reconocido cual dogma de fe, al declarar a María como «siempre virgen santísima e inmaculada».
Como consecuencia de aquel espaldarazo al marianismo de la antigüedad, entre los siglos VII y VIII empezaron a gestarse toda una serie de celebraciones marianas, como La Natividad de la Virgen, celebrada por la iglesia católica en todo el mundo el 8 de septiembre; La anunciación celebrada el 25 de marzo; y el 2 de febrero La purificación en el templo. Años más tarde se celebraría también su teórica asunción a los cielos, que se festeja en el mundo católico el 15 de agosto.
Inmaculada concepción de María
Como resultado de la doctrina de la virginidad perpetua de María que implicaba una pureza total de alma y cuerpo, resurgió con fuerza en los siglos posteriores una doctrina que desde el tiempo de Agustín estuvo casi dormida, que la Virgen María había sido concebida por sus padres (San Joaquín y Santa Ana) sin recibir el pecado original.
Allá, por el año de 1308, un monje británico llamado Duns Escoto propuso retomar ese concepto agustiniano de la «no mancha de pecado en María», y la idea fue tomando forma cuando en 1477 el papa Sixto IV instituyó (pues todavía no se declaraba como dogma de fe) la festividad de la Inmaculada Concepción, a celebrar el 8 de diciembre en toda la cristiandad católica.
Más adelante, fue el papa Pío IX quien en la festividad del 8 de diciembre, elevó a categoría de dogma las propuestas de Escoto, al definir en la constitución Ineffabilis Deus lo siguiente: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la muy bienaventurada Virgen María fue preservada inmune, desde el comienzo de su concepción, de toda polución del pecado original por la gracia y privilegio peculiar del Dios omnipotente, en vista de los méritos de Cristo Jesús, el Salvador de la humanidad, ha sido revelada por Dios y es por lo tanto firme y constantemente creída por los fieles…»
La asunción de la virgen
Basándose en breves historias apócrifas de siglos anteriores, según las cuales cuando María murió fue llevada al cielo por los ángeles (asunción), dejando tras de sí una estela de perfume a rosas, surge en el siglo XIX —y hay algunos historiadores que lo califican como una consecuencia directa del dogma de la inmaculada concepción de María—, lo que se podría llamar el primer dogma por «suscripción popular», ya que el Vaticano (promovido desde cada iglesia por los respectivos párrocos) consiguió que ocho millones de católicos firmasen una petición para declarar como dogma de fe la asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, doctrina que fue promulgada como tal en 1950, por el papa Pío XII.
Mediadora universal
Aunque la declaración de María como mediadora universal no se dio oficialmente hasta el siglo XIX, ya desde el siglo XIV y dentro del pánico existente en Europa por la epidemia de peste negra, se empezó a practicar el rezo del rosario, en el cual se colocaba a María como intercesora ante Dios por la humanidad.
Originalmente el rosario consistía de 150 avemarías, imitando los 150 salmos del salterio, y más tarde se intercalaron 15 padrenuestros; todo ello dividido en tres grupos, cuya invención se le atribuye al católico español Santo Domingo de Guzmán, del siglo XIII.
Finalmente en el año 1895, el papa León XIII, en una carta dirigida a los fieles, utilizó el término mediadora universal aplicado a María, pasando desde entonces a ser un vocablo común en la terminología católica.
La declaración de esta doctrina como dogma de fe se hizo en el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, a pesar de la oposición de 116 obispos del sínodo y dos cardenales.
El marianismo y su influencia en el mundo cristiano
En todo el mundo, pero especialmente en Europa, el culto a María influyó en el cristianismo católico de manera tan notable que a la pobre madre de Jesús se la ha coronado de oro y piedras preciosas, y se le han ido incorporando títulos como el de Reina del Cielo, Corredentora y Reina de los Mares, entre otros.
A propósito de este último título me gustaría contar una anécdota que muestra la influencia directa que en los pueblos costeros mediterráneos ejerció el culto a la diosa fenicia Astarté, llamada Reina de los Mares por los antiguos, y que hoy se sigue manteniendo en la persona de la Virgen María en sus distintas advocaciones —«la Virgen del Carmen», «la Virgen del Mar», etc.
En Málaga, ciudad al Sur de España fundada por los fenicios en el siglo XII a.C., se veneraba desde el siglo XI de nuestra era una pequeña escultura de piedra de una madre con un niño, que según las tradiciones populares fue traída por el mar. La pequeña imagen se conocía como la «Virgen de las Nieves» y tenía su santuario en una montaña de la costa malagueña, siendo al mismo tiempo patrona de varios pueblos costeros de la zona.
Pues bien, hace dos años unos arqueólogos europeos identificaron la famosa «virgen» como una escultura de la diosa fenicia Astarté, al coincidir la imagen con una representación idéntica descubierta en unas excavaciones realizadas en la costa mediterránea.
La ciudadanía no quería aceptar que por siglos había estado adorando erróneamente a una diosa fenicia (aunque la iglesia católica guardó el mayor mutismo sobre el tema), pero al final la verdad salió a la luz, demostrando que en el culto mariano hay más de una ocasión en que existe una relación directa entre el antiguo paganismo idólatra a las diosas y el culto a María o marianismo de nuestra época.
Conclusión
El marianismo o culto a María, como vimos, no es ninguna exageración ingenua —por parte de la iglesia católica—, del valor de aquella santa mujer escogida por Dios para un propósito específico. Se trata de un sistema de creencias caracterizado por un cuerpo de doctrinas propio con el objetivo definido de deificar a la madre de Jesús, asimilándola así a las antiguas diosas paganas. Es una manera, muy arraigada en la iglesia católica, de sincretizar el evangelio de Jesucristo con las más perversas religiones satánicas.