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Dr. Antonio Cruz
Habitualmente se considera que el pastor predica, mientras que el maestro enseña. Uno se dirige casi siempre a personas adultas predispuestas a escuchar con atención reflexiones morales o espirituales extraídas de la palabra de Dios, mientras que el otro imparte conocimientos de cultura general o incluso normas de conducta a un público que, en ocasiones, suele ser infantil o adolescente y no siempre muestra tanto interés por aquello que se le explica. Así es como se entiende a grosso modo la diferencia entre la tarea del predicador y la del docente. Las desigualdades resultan evidentes. No obstante, la cuestión que nos ocupa aquí sería: ¿existen semejanzas entre predicar y enseñar? ¿Hay puntos en común entre la labor del pastor y la del maestro lo suficiente importantes como para merecer la atención de todo aquél que se sube al púlpito y desea mejorar el don que ha recibido de Dios?
El apóstol Pablo, refiriéndose al Señor Jesucristo, afirma que él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo (Ef. 4:11-12). El gran apóstol de los gentiles entendía la función pastoral como un don divino que consistía en velar espiritualmente por la congregación de los santos como velaba por sus ovejas cualquier pastor de Palestina, en tanto que la misión del maestro era instruir a la grey en los rudimentos de la fe, en las enseñanzas de la Escritura, y conducirla así hacia la madurez espiritual. Uno y otro ministerio no tienen por qué estar divorciados, sino que más bien se complementan.
El sentido del verbo “predicar” es “decir algo acerca de un sujeto”. El predicado es aquello que se dice de alguien o de alguna cosa. Por tanto, desde la perspectiva de la fe cristiana y teniendo en cuenta las estrictas normas de la gramática, predicar sería “decir cosas sobre Jesucristo”, el sujeto fundamental de nuestra creencia. Por otro lado, “enseñar” consiste en “hacer que alguien aprenda cierta cosa”. Comunicarle conocimientos, sabiduría, experiencia, comportamientos, hábitos o habilidades. Resulta evidente que ambos términos, predicar y enseñar, están íntimamente relacionados. El buen predicador “pastorea” y a la vez “enseña” a su congregación. No sólo dice cosas acerca de Jesús y su misión en este mundo, sino que además procura que su auditorio aprenda, interiorice y ponga en práctica las verdades del evangelio. A todo pastor le interesa que lo que predica de Dios llegue a su iglesia y cale en ella. De ahí que los mejores predicadores suelan aplicar los principios de la buena enseñanza cuando se suben al púlpito.
Características del buen maestro
El pastor que desea ser un buen maestro debe sentir un verdadero interés por la palabra de Dios ya que, si no es así, difícilmente la hará significativa o logrará motivar a sus oyentes. Jamás podremos dar lo que no tenemos, ni enseñar lo que no sabemos. Nadie debiera engañar a su congregación haciéndose pasar por lo que no es. Quien predica tiene que irradiar verdad y convicción pues sólo la palabra que sabe a vivencia personal es capaz de incitar a los demás a creer y a crecer en dicha fe. Enseñar a otros no es sólo decirles cosas sino sobre todo abrirles nuestro corazón de par en par para que descubran en él aquello que deseamos transmitirles.
Más que un simple dispensador de información teológica, el maestro cristiano debe inducir en sus oyentes el deseo de escudriñar la Biblia por sí mismos. La predicación que despierta el hambre por la lectura de la Palabra está construyendo senderos hacia la eternidad. Lo importante es enseñar a aprender directamente de Dios y su revelación. El éxito o fracaso en dicha tarea determina en gran medida el nivel de formación bíblica de las iglesias. Por desgracia, en algunas comunidades evangélicas en las que se detecta una falta de interés por la lectura bíblica, se constata también que es el propio pastor quien induce a ello con su poca valoración del estudio de la Escritura o su apatía ante la lectura de la misma. Muchas predicaciones no enseñan casi nada porque no se basan en una lectura rigurosa de la palabra de Dios o no aciertan a profundizar suficientemente en ella. De ahí la necesidad que tenemos todos aquellos que nos subimos al púlpito de escudriñar las Escrituras mediante todas las herramientas hermenéuticas o de interpretación que tengamos a nuestra disposición.
El maestro que realiza bien su trabajo es honesto y suele sentir respeto e incluso ternura por aquellos a los que está enseñando. Se esfuerza en ser agradable, accesible, entusiasta y cariñoso. Procura estar siempre abierto a las necesidades de la congregación y se muestra sensible a las preguntas o inquietudes que puedan sugerirle después de su predicación. Es evidente que si el pastor desea lograr esto debe estar bien documentado o, como mínimo, tiene que saber adónde acudir para informarse acerca de todas aquellas cuestiones que se le requieran. Nadie lo sabe todo ni tiene todas las respuestas. No debemos sentir miedo a ser vulnerables. A veces la respuesta más sincera y humilde es simplemente: “no lo sé”. Esto no nos resta credibilidad sino que, al contrario, hace que nuestros hermanos nos tengan más confianza ya que ven que no pretendemos ocultarnos bajo la máscara hipócrita del “sabelotodo”, o recubrirnos de una aureola de falsa sabiduría. Además, al reconocer lo que desconocemos, les demostramos que todavía estamos aprendiendo, que seguimos siendo estudiantes de la palabra de Dios y que sólo enseñamos aquello que somos o sabemos. No obstante, el pastor tiene la obligación moral delante del Señor y de su iglesia de saber, si no todas, por lo menos las respuestas fundamentales de la fe cristiana.
Es necesario que siempre estemos aprendiendo. Los mejores predicadores no son aquellos que llevan en su mente todas las enseñanzas que memorizaron cuando eran estudiantes en el seminario, sino los que permanentemente saben incorporar a su predicación las nuevas informaciones que desde entonces han ido adquiriendo. El nuevo predicador y maestro que necesita la Iglesia de hoy tiene que ser un experto en aprender, no simplemente una persona estancada en una determinada área del conocimiento bíblico. Creer que uno ya sabe todo lo que necesita su congregación es un gran acto de presunción y orgullo, así como una infravaloración del resto de los hermanos. Si limitamos nuestra formación bíblica, estamos deteniendo el crecimiento espiritual de la iglesia. Sin embargo, traer palabra de Dios cada domingo a la congregación es la mayor bendición y responsabilidad que posee el pastor. Por tanto, no debemos escatimar esfuerzos en hacerlo honestamente y con dignidad. Si tenemos que aprender continuamente, esto significa que nunca deberíamos dejar de enseñar, incluso aunque no estemos en el púlpito. Tendríamos que ser como la vaca del refrán hebreo: “El deseo del ternero por la leche de su madre es pequeñísimo comparado con el deseo de la madre de dar su leche al ternero”.
Otra característica primordial propia de aquella persona que enseña es su capacidad para saber movilizar a los oyentes y llevarlos a cambios significativos en su vida personal. Esto sólo se consigue de forma eficaz cuando uno se entrega por completo a su profesión, procurando ser auténtico y congruente. El buen predicador emana pasión por enseñar y determinación en lo que hace. Semejante deseo resulta contagioso para los demás ya que pronto se descubre si hay o no interés sincero en esa actitud. De manera que la misión pastoral principal es cultivar el espíritu de los oyentes y no sólo atiborrar sus mentes con datos y conocimientos. Una predicación no es una clase de teología. Los creyentes deben poder ver en su pastor los mejores valores cristianos: autenticidad, amor a Jesucristo, pasión por la Palabra, honradez, disciplina, generosidad, autocrítica, sencillez, cariño y respeto por las personas así como optimismo frente al futuro. Esto no significa que el maestro deba ser el ejemplo vivo de todas las virtudes humanas, pero sí un testimonio de superación espiritual y desarrollo humano permanente. Los buenos pastores conocen a sus feligreses y se dedican a hacer accesible el conocimiento bíblico a todos porque están convencidos de que cada uno puede aprender más y mejorar su vida espiritual. Debemos asumir metas altas para cada uno de nuestros hermanos que nos escuchan asiduamente y no darnos por vencidos con aquellos a quienes les cuesta más seguir las enseñanzas.
El maestro debe poseer la habilidad de hacer fácil lo difícil. Tiene que ser capaz de desmenuzar las ideas complejas y hacerlas entendibles para su auditorio, si desea que la gente le comprenda. Ello se conseguirá dominando el lenguaje y usando un vocabulario apropiado. Antes de explicar una cosa es menester entenderla bien. Si el pastor tiene dudas o posee lagunas en algún asunto del texto bíblico que está comentando, éstas se trasladarán inevitablemente a la congregación y contribuirán a crear confusión. Es preferible no referirse a tal asunto hasta que uno tenga las ideas más claras. No hay que tener miedo de repetirse. Las cosas importantes conviene decirlas más de una vez, ya que la primera ocasión que se declaran, únicamente se escuchan; la segunda ya se reconocen, mientras que sólo es en la tercera oportunidad que se repiten, cuando se aprenden verdaderamente. Hay que tener en cuenta que las palabras del maestro nunca son neutrales. Nuestras expresiones indican a los oyentes no solamente un punto de vista sobre el mundo o información acerca del texto que se analiza, sino también nuestras propias valoraciones, preferencias o visiones de carácter subjetivo. Las palabras dicen más de lo que aparentemente dicen. Debemos tener en cada tema que tratemos los objetivos claros y bien escritos porque esto ayudará al auditorio a entender aquello que está aprendiendo.
El mejor de los maestros fue Jesús
La mayoría de estas características que hemos analizado brevemente confluyeron en la persona del Señor Jesús, el Maestro de maestros. En efecto, nadie como él tuvo tanto interés personal en predicar la palabra de Dios a sus contemporáneos. Cuando tenía tan sólo doce años de edad, en vez de caminar junto a sus padres rumbo a Galilea, se quedó con los doctores de la ley en Jerusalén, oyéndoles y preguntándoles, hasta que su madre María lo encontró. Su explicación fue: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? (Lc. 2:49). La revelación de la voluntad del Padre fue el negocio fundamental al que el Maestro dedicó su corta vida humana.
Cristo indujo siempre a sus seguidores a estudiar las Escrituras por sí mismos y a obedecerlas. En cierta ocasión dijo a sus compatriotas judíos: Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí (Jn. 5:39). El creyente debe beber directamente de la fuente de agua viva que es la palabra de Dios y no depender siempre de otros para acercarse al Altísimo.
Nadie respetó y amó tanto como Jesús a los discípulos que enseñaba. El evangelista Juan recoge estas palabras de labios del Maestro dirigidas a ellos: Como el Padre me ha amado, así yo también os he amado; permaneced en mi amor (Jn. 15:9). Siempre procuró estar abierto a las necesidades de sus seguidores y fue sensible a las preguntas que le formularon, respondiéndolas puntualmente.
Toda la vida terrena del Señor Jesús muestra la íntima relación espiritual que existía entre el Padre y él. Cada día se retiraba para orar, meditar y buscar la voluntad de Dios. Este comportamiento se aprecia con notable claridad en el monte de los Olivos, momentos antes de que la turba de los judíos le prendiera para conducirlo al martirio. El Maestro nunca se conformó con poseer un conocimiento estático del Padre, sino que cada instante de su existencia procuró buscarle en oración para aprender algo más acerca de él. Incluso siendo el Hijo unigénito de Dios, como escribe el autor de Hebreos, por lo que padeció aprendió la obediencia y fue perfeccionado para llegar a ser el autor de la eterna salvación de aquellos que le obedecen (He. 5:8-9). Si él aprendió, nosotros también debemos hacerlo.
Las palabras de Jesús cambiaron para siempre las vidas de millones de personas, desde su época y hasta nuestros días, entre otras cosas, porque supo hacer fácil lo difícil. ¡Quiera Dios que el magisterio de Cristo influya decisivamente en los pastores de hoy para que aprendamos a predicar con sencillez, pero también con profundidad y eficacia!
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