El comienzo del tiempo

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El comienzo del tiempo

Por Antonio Cruz

Cuando hablamos del cielo queremos expresar un ámbito intemporal
que trasciende este mundo espacio-temporal.
Como dijo C. S. Lewis el pasado siglo: “Dios no tiene historia”.
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La idea de que tanto el universo como el tiempo tuvieron un principio no gozó de una aceptación mayoritaria en el mundo antiguo. El gran filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.), por ejemplo, enseñaba que el cosmos era eterno. Y dado el enorme prestigio intelectual de sus ideas, que ejercieron una gran influencia sobre la historia de Occidente durante más de dos milenios, la doctrina de la creación a partir de la nada que predicaban los cristianos fue rechazada por el mundo pagano durante los primeros cinco siglos del cristianismo. Uno de los pensadores creyentes que profundizó en la idea del origen del tiempo fue Agustín de Hipona (354-430 d.C.). Hasta entonces toda la cristiandad aceptaba que Dios había creado el mundo al principio, en un tiempo concreto. Sin embargo, él sugirió que no sólo el universo sino también el propio tiempo fueron creados por el Sumo Hacedor. Esta idea, absolutamente revolucionaria para el siglo V, suponía acentuar que Dios estaba fuera del espacio material del mundo y también fuera del tiempo de los mortales. El Creador era inmaterial y atemporal.
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La tensión entre el concepto aristotélico de eternidad y el cristiano de temporalidad del mundo se manifestará también ocho siglos después en otro gran teólogo del siglo XIII: Tomás de Aquino (1224-1274 d.C.). Él supo distinguir sutilmente entre el origen del universo y el comienzo del universo. Por origen entiende el milagro de la creación. Es decir, la fuente de la existencia de todas las cosas que no puede ser otra que Dios mismo. Así, cielos y tierra tienen su origen en el Creador supremo. Mientras que el comienzo se lo reserva para un suceso temporal como puede ser el inicio del propio tiempo. Semejante distinción entre origen y comienzo le permitirá conjeturar que incluso aunque Aristóteles tuviera razón y el mundo fuera eterno, Dios seguiría siendo el origen del mismo.
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El historiador de la ciencia de la Universidad de Oxford, William E. Carroll, lo expresa así: “Tomás de Aquino no veía ninguna contradicción en la noción de un universo eternamente creado. Porque, incluso si el universo no tuviera un comienzo temporal, seguiría dependiendo de Dios para su mera existencia. Lo que quiere decir “creación” es la radical dependencia de Dios como causa del ser.” A pesar de tales razonamientos filosóficos, Tomás de Aquino no creía que el universo fuera eterno sino que tuvo un principio temporal, tal como enseña la Escritura. Este argumento medieval sigue teniendo profundas implicaciones para las diversas propuestas de la cosmología contemporánea ya que ninguna teoría podrá jamás desbancar al Creador del ser.
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Con el paso de los años, volverían a predominar las ideas de Aristóteles sobre las de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. La revolución científica del renacimiento priorizó la eternidad del universo a la vez que ridiculizó la idea de creación, considerándola como no científica. Se le concedió así más importancia al pensamiento aristotélico que al cristiano. Esto hizo que la teología se distanciara tanto de la ciencia medieval como de la moderna. Todavía en el siglo XIX y principios del XX, encontramos obras que exaltan la eternidad del universo como si se tratase de una idea perfectamente establecida por la ciencia. En este sentido, cabe citar el libro El desarrollo de los mundos (1906), del premio Nobel de química en 1903, Svante August Arrhenius (1859-1927), en el que se defiende que el cosmos es infinito, sin principio ni fin y capaz de autoperpetuarse.
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Hay que tener en cuenta que en aquella época predominaba en física el principio de que “la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”. Se creía que en el universo podía haber movimientos internos de materia y energía, pero su creación o desintegración no eran posibles. Estas ideas cambiaron hacia el final de la Primera Guerra Mundial, sobre todo con el nacimiento de la teoría del “Big Bang”. Si actualmente no se genera ni destruye energía en el universo —según el principio de indestructibilidad de la energía— es evidente que en el origen, durante la Gran Explosión, tuvo que crearse toda la energía y materia del cosmos.
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A partir de esa época, la ciencia empezó a acumular pruebas que indicaban que el mundo no era eterno. Durante los treinta primeros años del siglo XX, se descubrió que el universo era mayor de lo que se pensaba, que había muchas más galaxias y que éstas no eran estáticas sino que se movían. El cosmos se estaba expandiendo como un globo que se inflara. Luego, si semejante movimiento estelar se invertía, podría retrocederse hasta el preciso momento de la creación. Esto parecía indicar que el universo tuvo un principio y que, después de todo, Aristóteles, así como quienes le siguieron, estaban equivocados. Por supuesto, tales descubrimientos no gustaron a muchos por sus evidentes implicaciones religiosas.
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Uno de los detractores más famosos fue el astrofísico británico, Fred Hoyle, quien en una emisión de la BBC en 1949 se refirió por primera vez a la teoría de la expansión del universo, con el término despectivo de “Big Bang”, sin saber que con semejante expresión irónica estaba dándole el nombre definitivo con el que la conocería después todo el mundo. Por su parte, Hoyle propuso la “teoría del universo estacionario”, que pretendía anular a la de la Gran Explosión, asegurando que el mundo no había tenido un origen, ni tendría una final. Pretendía explicar el alejamiento de las galaxias suponiendo que se creaba materia continuamente entre ellas, dando lugar así a nuevas galaxias que ocupaban el espacio que quedaba vacío durante la expansión. No obstante, la puntilla definitiva a esta teoría del universo estacionario la aportó el descubrimiento realizado en 1964 del fondo cósmico de microondas, que se considera hasta hoy como una reliquia cósmica o evidencia del “Big Bang”.
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De manera que actualmente la mayor parte de los cosmólogos considera que el universo se originó hace aproximadamente unos 13.800 millones años, que es lo que supuestamente habría tardado la luz en viajar a la Tierra desde las galaxias más alejadas que se conocen. A este suceso inicial se le denomina “singularidad” y, como su nombre indica, fue único e irrepetible por lo que no puede ser estudiado por el método científico. Por supuesto, caben las especulaciones físicas y matemáticas pero admitiendo que siempre serán sólo eso, elucubraciones indemostrables. A pesar de lo que puedan decir los nuevos ateos, e incluso reconociendo que la teoría de la Gran Explosión no es la demostración definitiva de la creación bíblica, es evidente que dicho planteamiento encaja bastante bien con el relato cristiano de la creación a partir de la nada.
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La cosmología moderna ha dado un giro de 180 grados, pasando de afirmar que el universo era eterno a decir todo lo contrario, que tuvo un principio en el tiempo. Esto no significa que no haya todavía cosmólogos disgustados con la idea de creación que siguen buscando alternativas para apoyar la pretendida eternidad del mundo —léase Hawking, Mlodinow, Linde, Smolin, Turok, etc.—, sin embargo, a pesar de tales intentos, hoy por hoy, en cosmología predomina el concepto de singularidad inicial. El cosmos empezó a existir en un momento determinado y con él surgió también el tiempo. Lo que se creó fue el espacio-tiempo a partir de la nada.
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El cristianismo afirma también que Dios creó tanto el tiempo como el espacio, a partir de una nada en la que no existía ni lo uno ni lo otro. El Creador está más allá de ambas realidades. Decimos que las trasciende. Por eso cuando hablamos del cielo, en realidad lo que queremos expresar es precisamente eso. Un ámbito intemporal que trasciende este mundo espacio-temporal. Como escribió C. S. Lewis en los años 40 del pasado siglo: “Dios no tiene historia. Es demasiado definitivamente y totalmente real para tenerla. Puesto que, naturalmente, tener una historia significa perder parte de tu realidad (porque ésta ya se ha deslizado en el pasado) y no tener todavía otra parte (porque aún sigue en el futuro), de hecho, no tienes más que el mínimo presente, que ha desaparecido antes de que puedas hablar de él. Dios no permite que podamos creer que Dios es así. Incluso nosotros podemos esperar que no siempre se nos racione de esa manera.” En efecto, la esperanza de todo cristiano es que cuando nuestro tiempo se acabe y dejemos de tener historia, entraremos definitivamente en la gloriosa intemporalidad de Dios.
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  1. Carroll, W. E., 2014, “Tomás de Aquino, creación y cosmología contemporánea”, p. 13, en Soler Gil, F., Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid.
  2. McGrath, A., 2016, La ciencia desde la fe, Espasa, Barcelona, p. 101.
  3. Lewis, C. S., 1995, Mero Cristianismo, Rialp, Madrid, pp. 181-182.