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Tomado de
Por Juan Rojas
Dos jóvenes inocentes son acusados de traficar drogas por toda la cordillera central costarricense. Si alguien no encuentra a los verdaderos delincuentes, Chico y Gerardo serán sentenciados a diez años de prisión. Los héroes de esta aventura hallan a unos detectives formidables. Pero a pesar de esto, ¿podrán demostrar la inocencia de sus dos compañeros? Cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad.
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Capítulo 1: Acusados
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—¡MARIHUANA!— gritó Orlando espantado y mirando con asombro a varios compañeros de campamento que reposaban durante la hora de descanso. La sola mención de la maldita droga produjo una reacción en cadena de exclamaciones similares. La atmósfera se cargó en un instante como si hubiesen estado a punto de estallar escenas de misterio y de peligro, mientras Gerardo leía las últimas noticias de la crónica policiaca:
“CRECE EL TRÁFICO DE MARIHUANA EN LA PROVINCIA. La policía está tras la pista de los narcotraficantes. Se supone que en la cordillera central existen plantaciones de la nefasta droga”.
Inevitablemente fijé los ojos en Noé y Ramón. Estos captaron la mirada con cierta pesadez y sonrieron a la vez que bajaban la vista.
—Vamos, Chico —dijo Ramón. Este es el apodo con que me había bautizado Gerardo, pues mi nombre es Antonio Guzmán.
—Sí, sí, vamos —respondí. Nos habíamos propuesto salir a una gira.
Hacía cinco días que estábamos en aquel pedacito de cielo que era el campamento juvenil de Roble Alto, cerca de Heredia, y aunque era el último día, nos parecía que acabábamos de llegar. Pero no queríamos (o al menos yo) ni pensar en que tendríamos que irnos, porque sabíamos que durante meses íbamos a estar recordando aquel lugar donde nos divertimos tanto.
—¡Ah…! —exclamó Noé—. Tenía deseos de salir para sentirme libre. La vida en el campamento es un poco aburrida. No te voy a decir que siempre porque, la verdad, me gustan los deportes, los entretenimientos y los cantos. Pero, Chico, las clases me aburren. ¿Qué te parece si subimos a la colina? No… Seguro que eres demasiado santurrón para salir con Ramón y conmigo…
—¿Santurrón … yo?
Me llamaban “santurrón” porque yo quería tratar de hacerles ver que una de las cosas que deben hacer los cristianos es cuidar el cuerpo que Dios les ha dado, tema que tenía muy dentro de mi corazón desde el día en que sorprendí a Noé y a Ramón fumando a escondidas y pensé que podía ser marihuana.
Después de tomar las mochilas que habíamos preparado, salimos del campamento por el portón que da a la finca. Delante de nosotros se alzaba —imponente y desafiadora— la montaña que pretendíamos escalar, llena de verdes árboles que invitaban a la aventura. La mañana era fresca. La brisa suave nos llenaba de una sana alegría de vivir, alegría que —dicho sea de paso— sería de poca duración.
—¡Esto sí que me gusta! — exclamó Noé—. El campamento ya me estaba aburriendo un poco.
—Pero hemos aprendido bastante —repliqué.
—Sí, pero ¿qué? —interrumpió Ramón—. Todo eso ya lo sabía. ¡Lo he oído tantas veces!
—¿Y qué has hecho con oírlo?
—Bueno —dijo Noé—, no nos vas a decir que fumarse un cigarrito es del diablo. No somos viciosos— y sonrió con malicia, como satisfecho por haber lanzado una pregunta difícil de contestar.
—Pero así empezaron —dije—todos los viciosos que existen en el mundo.
Un cigarrito, luego otro y otro, y otro hasta que se fuman uno de marihuana.
No me respondieron nada. La palabra “marihuana produjo de nuevo en nosotros un efecto sobrecogedor. Era que todo parecía estar conectado. El tema que se estaba tratando en el campamento era la templanza y la obediencia a Dios. Se había hablado acerca de las drogas y, para colmo, habíamos leído aquella noticia en la prensa. Suerte que todavía no sabíamos las complicaciones en que nos veríamos envueltos por causa de la maldita droga.
Al poco rato llegamos al lugar donde teníamos que cruzar el río por un estrecho y resbaloso tronco de palma. Ramón corrió delante y lo cruzó ligero. Luego llegamos Noé y yo y comenzamos a cruzarlo. Ramón, juguetón hasta la médula, esperó a que llegásemos al centro y entonces comenzó a mecer el tronco. Noé, que iba delante de mí, atinó a correr por el tablón, no solo para no caer al agua, sino también para unirse a la travesura de hacerme bailar al son del resbaloso tronco y la risa de mis compañeros.
No tenía deseos de caerme al agua. Trataba de balancearme moviendo los brazos de un lado para otro como un esqueleto rumbero. Me agachaba, me levantaba y me volvía a agachar, hasta que por fin me fui de caída y quedé cabeza abajo, colgado por los pies como un mono.
Riendo hasta más no poder, Noé y Ramón movieron con más fuerza el tronco, hasta que al fin se salieron con la suya: fui a parar a las cristalinas aguas del río Patria en medio de las risotadas de mis dos compañeros. Tuve que reírme también y nadar hasta la orilla. Después de todo en aquellos cinco días de campamento había conocido bien a aquellos dos y sabía que eran las mejores personas del mundo… mientras no se les ocurriera hacer una travesura como la que acababan de hacer.
Al poco rato me uní a mis compañeros y continuamos en franca camaradería, aunque los emparedados que traía para el almuerzo parecían una sopa y yo un ratón escurrido. Ah, pero eso sí, esperaba la oportunidad de cobrármela con una broma del mismo grado. El desquite, sin embargo, no lo daría yo, y el susto que pasarían sería peor que el mío.
Unos minutos más tarde llegábamos a la falda de la colina y nos disponíamos a ascender por ella. Instintivamente me abroché el cinto y la correa de la mochila, y tomé la delantera por un escabroso camino labrado por las lluvias y recubierto de piedras a todo lo largo.
A ambos lados se alzaban interminablemente arbustos que aumentaban de tamaño a medida que ascendíamos. La naturaleza había fabricado un pasamanos natural con los bejucos que se entrecruzaban de un arbusto a otro. De ellos nos valíamos para hacer más fácil la ascensión y para evitar las caídas cada vez que alguna piedra cedía a nuestro paso y rodaba pendiente abajo. Mis compañeros tenían que eludir las piedras que yo echaba a rodar con los pies.
Llegamos a la cima extenuados, aunque no vencidos. Desde aquel lugar se dominaba un paisaje de la campiña costarricense adornado con cientos de palmeras que se erguían con majestad por todas partes. A lo lejos, por la carretera, se movía la agitada civilización mientras que por el camino un campesino cabalgaba pesadamente y un Jeep militar se acercaba a la colina. Nuestros pulmones se henchían del aire puro y fortificante. Caminamos por un sendero montañés que circundaba aquellas elevaciones. El suelo estaba recubierto de hojas secas, los árboles se entrelazaban en lo alto y formaban un túnel vegetal que, cual un abanico, solo a intervalos dejaba pasar en su totalidad la luz del sol.
—¡Aquí me quedo! ¡Esperen! —dijo Noé abandonando el sendero para meterse en un claro de la espesura. Al poco rato salía con un tomate enorme en una mano y con una sandía en la otra.
—¡Tienes ojos de gato, muchacho! —exclamó Ramón.
—Pero, esas frutas no nos pertenecen —dije.
—Estas frutas no son de nadie, son silvestres. Alguien que subió a la colina lanzó las semillas y nosotros vamos a cosechar los frutos. Ven, mira para que te convenzas.
Efectivamente, había allí un huerto silvestre donde se entremezclaban tan confusamente los tomates y las sandías con las otras hierbas de menos tamaño que de no ser por las frutas, habría sido imposible distinguir unas de otras. Al poco rato estábamos los tres tirados en el suelo, cada uno con una sandía grandísima en las manos. Las frutas eran tan grandes que para poder comerlas teníamos que meter toda la cara dentro de ellas y eran tan deliciosas que comimos hasta casi reventar.
Tirados en el suelo, mis dos compañeros comenzaron a burlarse de todo, incluso del campamento de jóvenes y de la iglesia. Ambos parecían estar de acuerdo en todo lo que fuera ir contra los preceptos cristianos. Aunque yo sabía que estaban bromeando, los reprendí con toda la severidad que pude. Pero lo que me produjo más tristeza fueron las palabras de Noé:
—Mira, Chico —dijo, extrayendo un cigarrillo—, si esto es malo que venga Dios y me reprenda.
Entonces Ramón encendió otro y ambos comenzaron a retorcerse en el suelo haciéndose los borrachos. Aquello agotó mi paciencia y decidido a no decirles nada que pudiera ofenderlos, los dejé solos.
Enseguida, me interné en el terreno pantanoso por el lado opuesto al camino y avancé unos veinte pasos hasta que hallé un almendro alto y copioso donde pude treparme. A través de las hojas podía ver a mis compañeros revolcados en el suelo con los cigarrillos en la boca.
—¡Ja, ja, ja! ¡Este cigarrillo tiene vida! ¡Si esto es pecado que venga Dios y nos castigue!
Pero de súbito irrumpieron entre la arboleda cuatro soldados comandados por un sargento.
—¡Basta ya, muchachos! —dijo el sargento.
Los dos jóvenes se miraron sorprendidos e instintivamente lanzaron lejos de ellos los cigarrillos. Entonces el sargento se inclinó y arrancó una hierba de las muchas que había entre las sandías y entre los tomates. Luego miró detenidamente a mis dos amigos y les dijo severamente:
—De nada les sirve que hayan botado los cigarrillos. Aquí tenemos las pruebas —dijo mostrando la hierba que había arrancado.
—¡Marihuana! —dijo con repugnancia otro soldado.
“¡Marihuana!”, exclamé entre dientes. Aquello era marihuana y nosotros, sin saberlo, habíamos estado en medio de la plantación de la maldita hierba. Ahora Noé y Ramón estaban metidos en un lío tremendo. Quizás otros habrían pensado distinto, pero yo pensé inmediatamente que aquello era un castigo de Dios por sus blasfemias y sus desobediencias.
Entretanto Noé y Ramón habían dejado de reír. Lentamente se pusieron de pie y comenzaron a caminar hacia el lugar donde yo estaba, pero el grito del sargento los paralizó:
—¡Alto! ¡No se vayan…! Conque cultivando marihuana. Muy buena cosa para dos mocosos como ustedes —dijo, acercándose a mis dos temblorosos compañeros—. ¡Están detenidos!
Ramón quedó mudo. Noé intentó defenderse, pero de sus labios temblorosos solo salieron unas palabras sin sentido:
—Yo… yo… paseo…
El sargento extrajo un talonario y les preguntó sus nombres. Casi no podían hablar cuando respondieron:
—Noé Silva Reyes…
—Ramón de la Rosa Peña…
¿Y qué podía hacer yo? Estuve a punto de correr a explicarle al sargento lo que pasaba, pero pensé que, ya que las evidencias acusaban a mis compañeros, lo mejor que podía hacer era quedarme allí para ayudarlos luego. Subí entonces a las ramas más altas donde el espeso follaje se brindaba para ocultarme.
—¡Quién se iba a imaginar que en el tráfico de marihuana estaban metidos dos muchachos como estos! —dijo el sargento mientras se alejaba llevándolos presos.
Permanecí como media hora sobre el árbol. Cuando pensé que no habría peligro descendí, tratando de no hacer demasiado ruido por si hubiese todavía por allí algún soldado. Me deslicé entre la espesura de las hojas sin tomar el camino. A los pocos minutos estaba ya descendiendo por la ladera por donde habíamos subido. A lo lejos pude ver el Jeep militar que se alejaba. Descendí entonces corriendo. ¡Había que ayudar a Noé y a Ramón!
Llegué sofocado donde estaba Gerardo, al campamento de Roble Alto. En pocas palabras le conté lo sucedido y enseguida fuimos a la oficina del director para informarlo de todo. Él nos escuchó atentamente.
—Veremos qué se puede hacer —dijo, tomando el sombrero— pero será un poco difícil explicarles el asunto a las autoridades. Si esos muchachos no hubieran estado fumando… Bueno, Dios puede obrar.
Él salió y Gerardo y yo quedamos solos y preocupados.
—Si pudiéramos hacer algo… —dijo Gerardo con el ceño fruncido. En aquel momento llegó corriendo Orlando.
—¡Gerardo! ¡Chico! —dijo sofocado—. ¿Es cierto lo de Noé y Ramón?
¡Tenemos que ayudarlos!
—Sí, pero ¿cómo? —respondió Gerardo.
—Tratando de convencer a las autoridades.
—Tú no sabes —le dije yo— lo que son los líos con las autoridades. A nosotros no nos harán caso…
—Pero tenemos que hacer algo.
—¡Claro que vamos a hacer algo! —respondió Gerardo—, pero es mejor que esperemos a que venga el director. Quizás él consiga liberarlos.
Yo por lo menos no tenía mucha confianza en lo que pudiera hacer el director y ya estaba imaginando que aparecerían nuestros nombres en la primera plana de los diarios: “Gerardo Martínez, Orlando Gómez y Antonio Guzmán, tres jóvenes valientes, han capturado a una pandilla de marihuaneros en la cordillera central”.
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Capítulo 2: El esqueleto
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Tres horas más tarde regresó el director. Desde que lo vimos supimos que no traía buenas noticias.
—Ha sido inútil. Los soldados que los detuvieron hicieron constar en el acta que los sorprendieron fumando marihuana dentro de la plantación y en un estado lamentable.
—Si, pero no era marihuana lo que fumaban —repliqué—. Y el “estado lamentable” era fingido. Ellos fingieron estar borrachos.
—Bueno, muchachos —añadió el director—, lo que me preocupa es que se va a publicar en la prensa que son dos jóvenes de este campamento. Será un desprestigio.
Luego el director se alejó. Nos quedamos solos y muy preocupados. Había llegado el momento de ver qué hacíamos.
—Vamos a hablar con la policía —propuso de nuevo Orlando.
—¿Para qué? —dijo Gerardo—. Si no han oído al director mucho menos a nosotros. Creo que la única solución será que descubramos nosotros a los verdaderos culpables, pero ¿cómo?
Hubo un momento de silencio. En mi mente aparecían pensamientos divergentes. No hacer nada era incorrecto y hasta inmoral; era como ver a un náufrago en alta mar y no socorrerlo. Tratar de hacer algo sería meternos en serios problemas. Pero había que hacer algo y hacerlo rápido. Por fin Gerardo, castañeteando los dedos, dijo:
—Ya sé. Chico, ¿recuerdas bien dónde estaba la plantación? —yo asentí con la cabeza— Me parece que lo único que podremos hacer será vigilar la plantación para ver si descubrimos quiénes son los verdaderos culpables.
—Pero … pero si los vemos ¿qué hacemos? —preguntó preocupado Orlando y yo tengo que confesar que también me preocupaba la idea.
—Escondernos —respondió Gerardo—y tratar de seguirlos para averiguar dónde viven y luego denunciarlos a las autoridades.
El plan era arriesgado, pero no pudimos concebir otro mejor por más que le dimos vueltas al asunto. Si los marihuaneros nos descubrían quizás podríamos fingir que andábamos dando un paseo.
Al día siguiente bien temprano salimos rumbo a la colina. Gerardo había solicitado permiso del director y ahora nos acompañaba. Orlando estaba contento de estirar un poco las piernas. Yo me sentía preocupado. Pronto estuvimos de nuevo en la cima, caminando por el túnel vegetal. Pero ahora todo lucía serio, lúgubre; quizás era que en esta ocasión todo era distinto pues nuestra misión podría volverse peligrosa en cualquier momento, sobre todo si los marihuaneros estaban armados.
Llegamos primero a la plantación de marihuana que los soldados habían descubierto. Por allí cerca estaban todavía los restos de las frutas que habíamos devorado. Los soldados evidentemente habían regresado y arrancado toda la marihuana. El huerto parecía un lugar donde la ira de Dios se había desatado. El camino abovedado se prolongaba mucho más allá de donde había sido descubierto el sembrío de marihuana. El verde trecho del camino era más espeso aún y el suelo estaba abundantemente alfombrado con hojas secas. De cuando en cuando el túnel se interrumpía y podíamos contemplar en la distancia el verdor intenso de los amplios cañaverales matizados con palmeras que más bien parecían centinelas con uniformes verde oscuro. Los límites de los cañaverales parecían las calles perfectamente trazadas de un pueblo fantasma, en las que se podían ver las heroicas huellas del paso de las carretas y de los camiones que transportaban las cañas a las centrales cercanas.
Caminábamos en silencio. Todos nuestros sentidos estaban atentos para descubrir la presencia de extraños, pero hasta el momento parecía que nada sería capaz de interrumpir la quietud de la bella floresta. Entramos por un lugar donde la vegetación era más espesa aún y donde las hojas secas, mayores en número, crujían de una manera tan doliente como si se quejaran de que se les despertara. Un paso más adelante el camino se abría en tres tramos que tomaban diferentes rumbos.
Decidimos que cada uno tomaría uno de aquellos senderos y, luego de convenir que en caso de que estuviéramos en peligro nos avisaríamos unos a otros con un silbido, nos separamos. Me tocó una senda bastante amplia que bajaba por una pendiente suave. Me sentía nervioso y hubiera silbado para ahuyentar los pensamientos si aquella no hubiera sido la señal de peligro. Llegué a un lugar donde había menos espesura y un árbol centenario formaba con sus ramas un arco sobre el camino. Crucé por debajo, pero me detuve. Del centro del arco pendía el esqueleto de un ahorcado. Al contemplarlo temblé como sacudido por un viento fuerte.
Sentí deseos de salir corriendo. Me arrepentí de haber ido a aquel lugar, pero en un instante también sentí pesar por haberme arrepentido y me reproché el ser tan cobarde: los huesos de aquel esqueleto estaban unidos con cordel y había sido colocado allí para asustar a personas como nosotros. Silbé para llamar a mis compañeros. En medio del silbido me detuvo una voz:
—¡Alto ahí!
Inmediatamente me volví. Ante mí tenía a un gigante delgado y pálido, que al sonreír mostraba unos dientes deformes y amarillentos y miraba con ojos inyectados. Él no era un esqueleto: ¡estaba bien vivo!
—¿_Qué buscas en este lugar? —me dijo con una voz cavernosa como la de las pesadillas. Abrí la boca, pero no me salieron las palabras. ¡Qué buscas? —gritó airado.
—¡Nada! —le contesté.
—¡Sí! Sé a qué has venido. Andas metiéndote en lo que no te importa. Pues ya verás. Te va a pasar igual que a ése —y señaló el esqueleto.
Empecé a temblar de pies a cabeza y casi sin saber qué hacer salí corriendo, a la vez que silbaba lo más fuerte que podía. El hombre comenzó a perseguirme. Cometí el error de mirar atrás, pues tropecé con una raíz y caí de barriga al suelo. Esto le dio suficiente tiempo a mi perseguidor y con facilidad me alcanzó. Me apuntó con un revólver en las costillas y me retó a volver a huir. Detrás de nosotros apareció otro hombre un poco más bajo; delgado y pálido como el primero.
—Muy bueno —dijo con ironía el recién llegado—. ¡Conque un ratoncito busca queso! ¡A la jaula! ¡Ja, ja, ja!
Pasamos entonces por debajo del esqueleto y nos internamos en una zona del túnel donde la vegetación era muy espesa. Unos pasos más adelante el más grande de los maleantes apartó unos arbustos.
—¡Camina, intruso! —me gritó el más pequeño, quien iba detrás.
Tomamos un sendero bastante disimulado que se internaba en una zona donde la exuberancia de la vegetación aumentaba.
—Dios mío, ayúdame —se me escapó decir.
Tímidamente miré al bandido que venía detrás de mí y comprendí que me había escuchado.
—Qué bonito ¿Oíste Ceniza? Piensa que Dios le va a sacar de esta …
—¡Pancho! —gritó el bandido que iba delante—. ¡No digas disparates!
—No son disparates. O es que todavía eres …
—¡Que te calles! —ordenó el que había sido identificado con el apodo de Ceniza.
Llegamos a una pequeña cabaña de madera muy bien escondida entre la maleza a la cual me di cuenta de que habíamos llegado cuando Ceniza se perdió delante de nosotros y luego volvió a aparecer para ordenarme que entrase.
—¡Ja, ja, ja, ja! —Pancho rio estrepitosamente—. ¡Pobre intruso! Ah, y no trates de escapar, porque si lo intentas te pasará como a aquel que tenemos colgado en el arco…Amárralo, Ceniza, para que no vaya a caer en tentación.
—¡Ja, ja, ja, ja!
Me obligaron a acostarme boca abajo en el piso (que era de tierra, por cierto) con las manos hacia atrás. Ceniza tomó unas cuerdas y me ató de pies y manos. Luego, para que no pudiera sentarme, me dobló hacia atrás las piernas y amarró la cuerda de las manos a la de las piernas.
Un rato después me dejaron solo. El cuarto era pequeño y estaba casi desprovisto de muebles. Solo había una silla, una cama destendida y un escaparate viejo. Había una sola ventana y estaba cerrada. Se sentía un calor feroz.
A cada rato sentía los pasos de alguno de los maleantes o los silbidos desentonados de alguno de ellos. Muy pronto comencé a sentir las molestias de la posición en que me habían dejado. Tenía, sin embargo, la esperanza de que mis compañeros hubieran oído el silbido y vinieran a rescatarme. Me entró la locura de cantar un himno. Si mis compañeros estaban cerca podría orientarlos con el canto. En la posición en que estaba no podía hacerlo muy alto, pero con todas las fuerzas que tenía comencé a cantar un himno. Entonces sentí que alguien andaba detrás de la puerta. La puerta se entreabrió y apareció la gigantesca figura de Ceniza.
—¿Eres cristiano? —me preguntó con su voz hueca.
—Sí —contesté.
—Pues no cantes —me dijo suavizando un tanto la voz.
—¿Por qué no?
—¡Porque yo no quiero! —replicó con aspereza e hizo una breve pausa como para recuperar las fuerzas. Luego tragó saliva y salió cerrando bruscamente la puerta.
Quedé sumido en un gran silencio. Comencé a sospechar algo. ¿Por qué cuando nos traían para el lugar donde estábamos? ¿Ceniza se había mostrado disgustado por las blasfemias de Pancho? ¿Por qué cuándo vino a mandarme a callar me preguntó tan directamente si era cristiano? ¿Sería que aquel hombre pervertido conservaba dentro de sí cierto temor de Dios?
De súbito sentí que de nuevo la cerradura de la puerta se corría y al volver la cabeza contemplé la figura de Ceniza. Respiré aliviado al pensar que era Ceniza y no Pancho quien había llegado. Ceniza estaba parado en la puerta con los brazos caídos y una expresión rara en los ojos:
—¿Qué haces? —me preguntó en un tono tan extraño que lucía afable.
—Ceniza —le dije suplicante, venga que quiero hablar con usted.
El maleante me miró un instante inexpresivamente. Después de mirar hacia afuera y entrecerrar la puerta, se acercó lentamente.
—¿Qué quieres?
—Ceniza, ayúdeme.
—¿Que te ayude a qué?
—A… a escapar —dije.
Lo que pasó yo no lo esperaba. Ceniza se quedó serio un instante. Luego cambió de color, pero dijo con cierto trabajo:
—No… no…
—Ayúdeme, Ceniza —supliqué.
Nuevamente Ceniza quedó serio. Mas luego toda su turbación se disipó, frunció el ceño y exclamó:
—¡No…! ¿Crees que soy un estúpido? Si yo te suelto el jefe me matará y si él no me mata tú me denunciarás a la policía. No, no creas que soy tan loco. Cualquiera de las dos cosas es muerte.
—Ceniza, si usted me ayuda la justicia tendrá clemencia con usted.
—¿No me digas? —respondió con ironía—. Puede ser que la justicia tenga misericordia de mí, pero ¿quién me librará de morir en manos de la pandilla?
—Dios.
Ceniza levantó la cabeza, aturdido tal vez por la fuerza huracanada de aquella rápida respuesta, pero luego la sacudió para librarse de quién sabe cuántos pensamientos que le eran desagradables y salió de nuevo.
De pronto percibí el ruido del motor de un aeroplano y una esperanza nueva brotó en mí. ¿Sería una patrulla aérea del ejército?
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Capítulo 3: El gigante
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A pesar del ruido del avión, oí algo como si un perro se estuviese rascando contra las tablas de una pared de la casa.
—¡Chico! ¡Chico!
¡Eran Gerardo y Orlando! Pronto me sacarían de aquel lugar.
—Cuidado —les dije— que estos hombres son peligrosos.
—Ya lo sabemos—contestó Gerardo—. Dinos por dónde podemos entrar.
—El cuarto tiene una ventana —les dije.
—No, por allí nos verían. Ya está aterrizando la avioneta.
—Pues entren por la puerta.
Gerardo y Orlando se retiraron y al poco rato oí que abrían la puerta.
Entraron cautelosamente.
—Creo que no nos vieron—dijo Orlando—. Los dos que te vigilaban fueron a recibir el avión.
Gerardo empezó a desatarme. Orlando se quedó cerca de la puerta para vigilar la llegada de los bandoleros.
—Apúrate que ya se están bajando del avión —avisó Orlando.
—¿Quiénes serán los que bajaron? —preguntó Gerardo.
—Bajaron dos… uno es bajito y calvo… viste guayabera blanca y pantalón negro. El otro es un chino vestido de traje blanco. Deben de ser miembros de la pandilla… ¡Vienen para acá! ¿Qué hacemos?
Aunque Gerardo ya me había desatado, con eso no había solucionado nada. Más bien estábamos peor que nunca, pues probablemente nos capturarían a los tres. Miré a Geranio y comprendí que estaba buscando una solución. De repente:
—Tírate debajo de la cama, Orlando. Tú, Chico, vas a salir por la puerta.
Tírate por detrás de la casa y huye hacia los terrenos pantanosos. Supongo que te perseguirán. En cuanto hagan eso, nosotros saldremos. Nos encontraremos en el arco del peligro.
Con el corazón en la boca me acerqué a la puerta. Gerardo se había escondido detrás del escaparate. Afuera conversaban los bandidos mientras se acercaban lentamente a la casa.
Con el mayor cuidado abrí la puerta y siguiendo las instrucciones de Gerardo, corrí a refugiarme tras la casa.
—¡El muchacho! ¡Se nos escapa! —oí gritar a Pancho. Y empezaron a perseguirme. Sin mirar hacia atrás corrí a todo dar para internarme en los terrenos pantanosos.
Tenía una buena delantera y como era pequeño, podía esquivar las ramas con más facilidad que mis perseguidores. En cuanto pude, giré hacia el lugar convenido. Los que me perseguían no se dieron cuenta y los oí alejarse entre blasfemias y crujir de ramas.
Llegué al arco del peligro y llamé con voz suave a mis compañeros. Nadie me contestó. Alarmado, empecé a buscarlos. ¿No habrían podido escapar? ¿Qué debía hacer yo? ¿Ir a buscar ayuda? No, el campamento estaba muy lejos y mientras iba y regresaba podrían matar a mis compañeros y los criminales podrían escapar en el avión. Yo tenía que buscar la manera de liberarlos, pero ¿cómo?
Me tiré de rodillas a orar.
Le conté al Señor cómo por querer ayudar a Noé y a Ramón nos había sucedido todo aquello. ¿Cómo iba Él a permitir que Gerardo y Orlando muriesen por querer hacer el bien? ¡Por haber querido libertarme eran ahora los prisioneros! Le pedí sabiduría. Le pedí que hiciera un milagro, que permitiera que mis compañeros escapasen.
Terminaba ya la oración cuando me pareció sentir que alguien andaba cerca. Abrí los ojos. ¡Allí estaba Ceniza, a poca distancia de mí, también arrodillado y también orando!
—¡Ceniza! —exclamé involuntariamente.
Abrió los ojos y me miró. Los ojos de aquel gigante estaban llenos de lágrimas.
¿Crees que Dios podría perdonar a un marihuanero como yo? —me dijo.
—Sí, Ceniza, estoy seguro de que sí.
—Pero… no, no, es posible —y la cabeza le cayó sobre el pecho.
—Para Dios todo es posible, Ceniza —le dije en voz baja—. Recuerda que Él perdonó al ladrón en la cruz.
Me miró de nuevo, todavía con incertidumbre.
—Sabes, Chico, que cuando yo era de tu edad era cristiano y oraba y creía en Dios. Ahora… ahora no sé. Me metí con unos amigos malos, empecé a fumar, luego me introdujeron la marihuana… y ahora puedes ver donde estoy.
—De que hayas hecho todo eso no tengo duda, pero a pesar de todo el Señor está dispuesto a perdonarte y darte una vida nueva. La Biblia nos dice: “He aquí yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta entraré a él y cenaré con él y él conmigo. Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”.
A pesar del apuro en que se encontraban mis compañeros le expliqué cuanto pude sobre el perdón de Dios. Y luego oramos. Me di cuenta de que, aunque Gerardo y Orlando estaban en peligro físico, a mi lado había un hombre que buscaba escapar de un peligro mucho mayor. Gracias a Dios que lo logró.
—Ceniza, regresemos a ver lo que ha sido de mis compañeros.
—Regresaré yo. Tú no. ¿Quieres que te maten?
—Pero ¿cómo vamos a librarlos?
—Déjame eso a mí… Ya verás.
—No —le dije—. Me llevas como si me hubieras capturado y luego nos sacas a los tres.
—Necio. ¡Será más fácil sacar a dos que a tres!
—Pero, mira, si regresas sin mí van a pensar que me dejaste escapar a propósito. Si me llevas prisionero tendrán más confianza en ti y luego veremos cómo escapamos.
—No me gusta la idea —dijo Ceniza algo turbado—, pero si insistes, vamos. Entonces me condujo con tanta brusquedad que por un momento pensé que su arrepentimiento había sido falso, pero entonces le miré a los ojos y vi allí una alegría que solo el Señor le podía haber dado.
Llegamos al escondite de los marihuaneros. Frente a la casa donde poco tiempo antes había estado yo) estaba Pancho, sentado en un taburete y con su rifle sobre las rodillas. Al vernos se levantó.
—¡Ah, lo encontraste, Ceniza! Buen trabajo. ¡Verdad que a ti se te van pocos!
¡Ja, ja, ja, ja! El jefe te tendrá que regalar como recompensa un buen paquete de “ya sabes qué”. ¡Ja, ja, ja, ja!
—Abre la puerta y dame una soga. ¡Vamos a ver si este chiquillo se escapa otra vez! —dijo Ceniza fingiendo un tono brusco.
—¿Dónde lo capturaste? —preguntó el chino.
—Escondido en los terrenos pantanosos como un conejo —contestó mientras me metía en el cuarto.
Gerardo y Orlando estaban atados de manos y pies, también sobre el suelo. Un rato después me encontraba yo en la misma situación, pero esta vez Ceniza no apretó los nudos y antes de salir se inclinó y me susurró al oído:
—Tengo un plan, creo que podré sacarlos de aquí sin que se den cuenta.
Pero eso sí, no traten de soltarse. Eso podría destruirlo todo.
Cuando Ceniza salió le pregunté a mis compañeros qué les había sucedido. Me contaron que contrario a lo que se habían imaginado, solo Ceniza y Pancho me habían perseguido. Cuando salían, se encontraron frente al cañón del revólver del chino. Los habían atado y ahora esperaban la muerte; pues solo de eso hablaban los jefes de la pandilla.
Les conté entonces mi experiencia, incluyendo la transformación de Ceniza. Pensaron que yo estaba loco por haber insistido en regresar con Ceniza y hacerme un prisionero voluntario. Ahora que me encontraba en el cuarto y atado, temía haber cometido otro error, aunque sentía algún alivio al saber que Ceniza, hombre tan grande y fuerte, era nuestro aliado y buscaba cómo rescatarnos.
Nos pusimos a oír la conversación de los hombres afuera. Claramente oíamos sus planes.
—Vaya, vaya —dijo el jefe con preocupación—, la cosa se ha complicado con la presencia de estos tres. Tuvimos suerte de que atraparon a aquellos muchachos y no a ustedes. Pero tenemos que salir de este lugar, si no a la larga nos meterán en la cárcel.
—Creo que no habrá problemas. Nos llevamos a los muchachos en la avioneta y listo —dijo el chino.
Hubo un momento de vacilación. Ninguno de nosotros hablaba, aunque nuestros ojos decían mucho más de lo que hubiéramos podido decir con palabras. De una cosa estábamos seguros y era que en aquel momento estaba por decidirse la suerte que correríamos. Inevitablemente sentí en el estómago un frío glacial. Aunque me esforzaba por mantenerme libre de las garras del miedo, y aunque obtenía un gran consuelo con la idea de que Ceniza nos libraría, siempre existía la posibilidad contraria. Si descubrían el cambio en él, serían cuatro los muertos en lugar de tres. La voz del hombre de la guayabera blanca me sacó de aquellos pensamientos, pero solo para hundirme en un nerviosismo casi desesperado.
—Pero no podemos llevarlos —dijo con dureza—. Tenemos que deshacernos de ellos… ya nos conocen y podrán identificarnos.
¡Más sangre! —exclamó Pancho con tono preocupado—. Pero, en fin, creo que no queda más remedio.
—¿Y si los dejamos aquí amarrados? —sugirió Ceniza—. Cuando el ejército los encuentre ya estaremos…
—Ceniza, eres grande pero no tienes sangre —interrumpió el jefe. Es peligroso. Sería como mandar a decir al ejército quiénes somos. No, creo que la única solución será que ellos le hagan compañía al esqueleto.
—No mataré a nadie más —respondió Pancho con vehemencia—. La otra vez me tocó matar a ése que tenemos colgado en el arco. Creo que ya es hora de que Ceniza se deje de escrúpulos y lo haga él esta vez.
De nuevo el silencio atenazó las gargantas y solo se escuchaba la respiración anhelante de nosotros tres. Por fin Ceniza dijo:
—No hay que discutir nada. Yo mataré a los tres intrusos —y en esto los pelos se me erizaron—. Esta tarde el arco tendrá que cargar con tres más. Por algo se llama el arco del peligro.
Ja, ja, ja, ja —rio el chino—. Tres esqueletos más, ja, ja, ja. Esqueleto no habla. ¿Vedá, jefe?
El jefe no dijo nada más.
—Creo que viene Ceniza —les dije a mis compañeros, quienes hasta el momento habían permanecido en silencio esperando el desarrollo de los acontecimientos.
—Muchachos —dijo Gerardo tratando de ocultar la emoción—, si es la voluntad de Dios que muramos, la muerte no debe atemorizarnos porque tras la muerte iremos a estar con el Señor.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, a pesar de la esperanza que había cifrado en Ceniza. Parecía cierto que su arrepentimiento no había sido sincero, que al ver a sus cómplices había decidido seguir con ellos. Oré en silencio hasta que la puerta se abrió y en el umbral apareció la gigantesca figura de aquél con el rostro contraído y una mirada turbia en los ojos.
Silenciosamente se colgó el rifle en el hombro y puso unas cuerdas nuevas junto a la puerta. Luego nos desató.
—Caminen —dijo secamente—. Y no intenten escapar porque será inútil. Caminamos en silencio. Como siempre, Gerardo iba adelante. Le seguía Orlando y más atrás yo. Ceniza iba a mi lado. De vez en cuando yo alzaba la vista para mirar su rostro. Lo tenía descompuesto y a menudo lo contraía en una mueca fea y repugnante. Un sudor copioso le plateaba la frente.
El trayecto de la casa al arco no era muy largo. Ascendimos con lentitud pues teníamos las manos atadas a la espalda y era un poco difícil guardar equilibrio. Por fin llegamos bajo el arco y la horrenda visión de lo que muy pronto seríamos apareció ante nosotros: el esqueleto. Ceniza preparó en poco tiempo tres horrorosas horcas.
—Ceniza, ¿todavía estás con nosotros? —le pregunté con valentía.
—Cállate, ya verás …
—Irá a la cárcel por el resto de sus días y al infierno por toda la eternidad… sí, si nos mata —dijo Orlando con voz débil.
—¡Cállense! —gritó Ceniza con furia nerviosa—. Voy a ser benévolo con ustedes. Para que no sufran demasiado los mataré con el rifle antes de colgarlos.
Entonces nos colocó el lazo al cuello y dio unos pasos hacia atrás. ¿Para quién sería el primer disparo? Sentí que palanqueó el rifle y apreté los dientes para no gritar. Sonó un disparo y no caí. Luego dos más y tampoco caí. Miré a mis compañeros para ver cuál había sido el primero, pero los dos estaban allí a mi lado. Miré a Ceniza, luego a mis compañeros.
—Lo hice así porque tenía que engañar a mis compañeros —dijo Ceniza—.
Ahora están libres, pueden irse.
Sentimos entonces que los otros marihuaneros se acercaban. Fue Gerardo quien primero reaccionó:
—Ceniza, venga con nosotros. Usted nos ha ayudado a escapar; la justicia será benévola con usted.
—Ya no me importa que me metan preso. Lo más importante es huir de esta gente. Vengan conmigo.
Ceniza tomó la delantera adentrándose por un sendero que nosotros jamás hubiéramos descubierto. Al poco rato escuchábamos la voz del odioso Pancho:
—¡Ceniza nos ha traicionado! ¡Ha escapado con los prisioneros!
Luego escuchamos los pasos presurosos de los jefes y todas las amenazas que nos gritaban por si acaso los podíamos escuchar. Guiados siempre por Ceniza nos fuimos alejando de ellos, hasta que llegamos a la ladera de la colina que da al campamento de jóvenes. Entonces nos lanzamos en veloz carrera hada abajo. Habíamos avanzado un buen trecho cuando sentimos unos disparos tras de nosotros. ¡Nos habían visto!
Ni las balas ni las amenazas nos detuvieron. Yo llevaba el corazón en la boca, pero, después de todo, aquel peligro no significaba nada en comparación con aquél del cual Dios nos acababa de librar. Aunque la ansiedad nos hizo sentir más larga la distancia, un rato más tarde estábamos ya libres del alcance de los marihuaneros, quienes no se atrevieron a perseguirnos hasta el campamento.
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Epílogo
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Grande fue la sorpresa que se llevaron Ramón y Noé, cuando nos vieron llegar a la celda donde los tenían recluidos. Ceniza venía con nosotros, escoltado por un policía.
Noé dormitaba sobre una vieja cama, mientras Ramón permanecía sentado en un banquillo de madera con el rostro entre las manos. Al sentir los pasos levantó sobresaltado la cabeza y se puso de pie.
—Chico, ¿ves lo que ha pasado? —dijo con la vehemencia de quien ha meditado durante largas horas—. Dios nos ha castigado por las blasfemias que dijimos allá en la colina.
—Dios siempre castiga al desobediente —le respondió Gerardo con voz severa, pero con un fulgor de satisfacción en el rostro—. Y si no que lo diga Ceniza.
En aquel preciso momento Noé se puso de pie y se acercó a la reja sin decir nada, pero con los labios entreabiertos de ansiedad. Ceniza carraspeó y bajó la vista, pero luego la levantó y dijo:
—Yo fui joven como ustedes y me consideraba un buen cristiano porque asistía a la iglesia. Pero comencé a desobedecer a Dios y por desobedecer a Dios llegué a enviciarme con la marihuana.
Noé y Ramón escuchaban cabizbajos las palabras con que Ceniza les fue relatando la historia de su vida, tal como me la había contado.
—Nosotros hemos desobedecido a Dios —dijo Noé— y sabemos que merecemos este castigo, pero no somos culpables de lo que se nos acusa.
El policía sacó de uno de sus bolsillos un grupo de llaves y las fue probando en la cerradura de la celda, hasta que por fin la pudo abrir. Ante el asombro de los dos muchachos dijo:
—Salgan.
—Pero… —exclamaron extrañados los dos.
—Ahora me toca a mí ocupar la celda —dijo Ceniza—. Yo soy uno de los traficantes de marihuana que tenían el sembrío sobre la colina …
Los dos muchachos no acababan de salir del asombro y nos miraban alternativamente como quienes esperan un golpe mortal.
—Después les contaremos nuestra gran aventura —les dijo Orlando muy sonriente—. Los jueces serán dementes con Ceniza, pues sin él hubiéramos muerto los tres.
Ceniza entró a la celda y el policía aseguró la cerradura.
Así terminaba para nosotros aquella difícil y peligrosa aventura donde todo redundó para la gloria de Dios, pues Noé y Ramón habían tenido la oportunidad de recibir de labios de Ceniza el mejor sermón contra la desobediencia a Dios. Lo mejor del caso fue que los periódicos difundieron la noticia de que un marihuanero ex cristiano, al volver al evangelio, les había salvado la vida a tres jóvenes y había denunciado al resto de la pandilla.
Como dijimos, Ceniza por su cooperación con la policía recibió una sentencia muy leve. Hoy Ceniza se está preparando intelectualmente para poder ser útil en la obra de Dios y Noé y Ramón han dejado el vicio y cooperan activamente en la sociedad de jóvenes de su iglesia. Dentro de unos meses esperamos unirnos todos otra vez en el campamento. Creo que esta vez no pasaremos por apuros como los que aquí les he relatado.
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