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por el Dr. Les Thompson
Cuando estudiamos el Nuevo Testamento vemos que se le añade un énfasis a Dios el Padre que no se observa en el Antiguo. Ahora su nombre oficial es “Padre”, no en sentido ocasional ni general, sino específico. Es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 1:3; 11:31; Ef 1:3; 1 P 1:3). Este es el nombre propio por el cual quiere ser conocido, precisamente por la relación tan especial que tiene con su Hijo Jesucristo. Por tanto, no hay tema que más nos intrigue que esta relación de amor especial que la Biblia nos revela que existe entre el Padre y Jesucristo.
La relación del Padre con Jesucristo es única —nadie más la tiene ni la puede tener— y es distinta a la que el Padre sostiene con el resto de la creación en general. También es distinta a la relación humana que existe normalmente entre padres e hijos. Dios no es sexual, por tanto no podemos entender esa relación basados en la experiencia humana, en la que un hombre ama a una mujer, les nace un hijo y el padre —en consecuencia— ama al hijo. No, no es así, porque es de Dios de quien hablamos. Por tanto, es la relación de uno que es perfectamente Dios con otro que también es perfectamente Dios. Ahí no entran en juego elementos humanos, ni emociones, ni reacciones, ni limitaciones humanas. Es algo entre dos que son Dios, cosa que tenemos que calificar bajo misterio. Lo único que podemos hacer es filtrar lo que se nos dice a través de nuestras experiencias humanas, y describirlas con palabras nuestras de todos los días —“amor”, “padre” e “hijo”.
Sin embargo, al apreciar algo de lo que podría ser tal relación, comprendemos mejor por qué, a los doce años de edad, Jesús les dice a su madre María y a José: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? (Lc 2:49). Apreciamos igualmente esa voz en su bautismo que dijo: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia (Mt 3:17). Entendemos que le sería natural a Jesús explicar: Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo (Mateo 11:27) y hablar del reino especial que el Padre le ha asignado como Hijo (Lc 22:29). También le encontramos sentido a las palabras del Evangelio de Juan donde se nos cuenta cómo Jesús echó a los comerciantes del templo con aquel reclamo tan propio: No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado (Jn 2:16).
Esa relación del Padre con el Hijo también explica cómo —en obediencia— el Hijo pudo abandonar la posición privilegiada al lado de su Padre, según Filipenses 2:6-8: El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Además, esta relación explica la interdependencia que existía entre el Padre y el Hijo, como dice Juan 14:10: ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Hay una incorporación, o una profunda interconexión corporal entre el Padre y el Hijo, cosa que ni permite separación ni independencia.
Jesucristo mismo explica esta relación tan única que tiene con su Padre:
No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace; y mayores obras que estas le mostrará, de modo que vosotros os maravilléis. Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida. Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió (Jn 5:19-23).
Y muestra la total interdependencia que existe entre Él y su Padre:
No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre (Jn 5:30).
A cuenta de esa relación tan única es que en Romanos 15:6; 1 Corintios 15:24; 2 Corintios 1:3; Gálatas 1:3; y Efesios 1:3 Dios es llamado el Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Es sumamente impresionante esta relación del Padre con el Hijo. Es algo ajeno a la esfera humana. Nosotros —quizás por nuestro orgullo e interés propio— no podemos visualizar tal tipo de amor y devoción tan perfecta. Al considerarla, nos llena de admiración. Nos permite comprender la perfecta cohesión, compañerismo, amor y comunión que existe entre las personas de la Trinidad. También nos permite apreciar que esta armonía, gozo y gloria ha existido en la Trinidad por toda la eternidad. A la vez, crea ansiedad y deseo, ya que queremos experimentar ese mismo tipo de unión y amor tan exaltado (en contraste nuestro “amor” acá, entre humanos, no tiene el mismo brillo ni calor, está tan manchado y carente de calidad y pureza). ¿Será posible que tan exaltado amor por parte del Padre pueda llegar a ser nuestro? ¿Qué comprenderá la frase que encontramos en 2 Corintios 6:18: Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso? ¿Será posible que ese amor del Padre se extienda hacia nosotros?
Cómo llega Dios a ser Padre nuestro
Desde toda la eternidad Dios se ha identificado como PADRE. Como ya vimos, deliberadamente escogió tomar “PADRE” como nombre propio. Pero no nos olvidemos que ese nombre por encima de todas las cosas corresponde a la relación especial que tiene con su Hijo Jesucristo. Sin embargo, en su paternidad Dios ha querido incluir a todos aquellos que han sido redimidos por la sangre de su Hijo amado.
Al decir esto, aclaremos de una vez que el Dios de los cielos no es el PADRE de todo el mundo o para decirlo de otra manera, aunque Dios superlativamente es PADRE, no todo el mundo es hijo. Todo el que quiere ser ahijado tiene que pasar por el proceso que se conoce como adopción. La Biblia nos dice en Gálatas 4:4-6: Dios [el Padre] envió a su Hijo… para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Para tener a Dios como PADRE primero tenemos que haber sido adoptados por Él, y esa adopción viene como resultado de haber recibido la salvación provista por la muerte de su Hijo en la cruz. En Efesios Pablo repite el mismo requerimiento: En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo (Ef 1:5).
Adopción es el proceso por el cual uno que no es hijo es prohijado, o puesto bajo el cuidado de padres no biológicos. Bíblicamente hablando, de ser hijos naturales de Adán y Eva ahora pasamos a ser ahijados de Dios. De paso, esto nos ayuda a entender por qué aun siendo hijos de Dios tenemos problemas con el pecado. Todos llevamos los genes de Adán: Porque así como por la desobediencia de un hombre [Adán] los muchos fueron constituidos pecadores (Romanos 5:19). Eso explica por qué nos afecta la tentación, los vicios y la maldad. Nos explica por qué tenemos tantos problemas morales. Sin embargo, Dios el Padre nos dio el perfecto remedio: Así también por la obediencia de uno [Jesucristo], los muchos serán constituidos justos (Ro 5:19). Ahora que hemos sido adoptados por el Padre celestial —basado en lo que Cristo hizo por nosotros—, hemos recibido la potestad [el poder o la fuerza del todopoderoso Padre] de ser hechos hijos de Dios (Jn 1:12). Como dice Colosenses 1:27 en referencia al poder de Cristo para ayudarnos a vencer el pecado: Cristo en vosotros la esperanza de gloria, o la idea de que estamos totalmente protegidos por Dios: Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3:3). Todo esto nos viene al ser adoptados como hijos de Dios.
Me tocó hace unos años ayudar a una familia en California a adoptar a dos niños chilenos. Me interesó, luego de todo el papeleo legal, observar los cambios radicales que inesperadamente sobrecogieron a aquellos dos niños, un varoncito y una niña. Habían estado viviendo en situaciones precarias, sin la debida alimentación, sin recursos, y sin el amor ni el cariño de sus padres. Sin que ellos comprendieran todo lo que les sucedía, los niños fueron arrancados de la penuria a que se habían acostumbrado, sacados de su patria y alejados de todo lo que conocían, para vivir en California, con otro idioma, costumbres y padres. De la pobreza saltaron a la riqueza, de la destitución a un palacio. Ahora, como hijos, tenían amor, hogar, protección, futuro y herencia —sobre todo, padres que les amaban y estaban dispuestos a hacer todo lo necesario para que fueran felices. Ahora el mayor de ellos tiene 23 años de edad, es grande, fornido, educado, con carrera, seguro de sí mismo, y alegre. Hace poco un amigo de la familia le preguntó si se acordaba de sus padres chilenos. “¿Cuáles padres?”, respondió. “Yo solo tengo un padre, que se llama Glenn, y una mamá, que se llama Linda”.
Así de parecido nos ha sucedido a nosotros. Como hijos de Adán vivíamos en el mundo, sin esperanza, sin paz y sin Dios. Ahora, por el proceso de adopción, somos “Hijos de Dios”. Quizás la famosa Confesión de Westminster nos ayude a comprender algo de nuestros muchísimos beneficios. El capítulo 12, que explica la adopción, declara que “Dios se digna conceder a todos aquellos que son justificados en y por su Hijo Jesucristo, que sean partícipes de la gracia y la adopción”, y numera los siguientes beneficios:
1. Por la cual ellos son contados dentro del número y gozan de las libertades y privilegios de los hijos de Dios (Ef 1:5; Gá 4:4-5).
2. Están marcados con su nombre (Ro 8:17; Jn 1:12).
3. Reciben el espíritu de adopción (2 Co 6:18; Ap 3:12).
4. Tienen acceso al trono de gracia (Ro 8:15).
5. Están capacitados para clamar: Abba, Padre (Ef 3:12; Ro 5:2).
6. Son compadecidos (Gá 4:6).
7. Protegidos (Sal 103:13).
8. Provistos (Pr 14:26).
9. Y corregidos por Él como un Padre (Mt 6:30,32; 1 P 5:7).
10. Sin embargo, no son desechados (He 12:6).
11. Sino sellados para el día de la redención (Lm 3:31).
12. Y heredan las promesas (He 6:12).
13. Como herederos de la salvación eterna (1 P 1:3,4; He 1:1).
Nuestros beneficios son increíbles. Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios (1 Jn 3:1-2). ¡Qué incomparable amor!
Este artículo es un extracto del libro del Dr. Les Thompson, La Santa Trinidad, el cual servirá como base de las conferencias pastorales LOGOI 2008.