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Metamorfosis: de gusano a mariposa
por Les Thompson
“¡Soy gusano, y no hombre! oprobio de los hombres y despreciado del pueblo”. Son las palabras agonizantes del rey David. ¿Qué tragedia le habría sobrevenido? Pero…¿gusano?
Leer el angustioso relato de aquella mujer sorprendida en el acto de adulterio, arrastrada a los pies de Jesús y acusada públicamente, trae pena dolorosa. ¿Cómo ha de haberse sentido aquella pobre víctima? Como… ¿gusano?
Nunca olvidaré cuando de niño fui víctima de una acusación pública. ¡Qué vergüenza pasé! Quería que la tierra se abriera y me tragara. Me sentí… ¡un gusano!
Igual que David, igual que la mujer, he experimentado esa agonía del alma que lo lleva a uno a sentirse totalmente desvalorizado. A la vez, igual que ellos, he descubierto el alivio libertador junto con una sensación de limpieza cuando en mi pena he sentido el perdón de Jesús. Ahora, al madurar en mi fe, comprendo la realidad de la admonición de Jesús: “¡Vete, y no peques más!”
¿Cómo es que llegamos a esta metamorfosis? ¿Cómo pasamos de gusano a mariposa?
Podríamos hablar de los muchos elementos que forman el tejido del obrar divino para transformamos —tanto en el pensamiento como en la conducta. El que conoce la doctrina señalará al instante dos grandes palabras bíblicas con las que definimos esa maravillosa reconstrucción del alma y del cuerpo: justificación y santificación. La primera tiene su clara explicación en la conversación de Jesús con Nicodemo (Jn. 3). La segunda nos es menos clara en su sentido y se ve a través de la historia de la Iglesia, es propensa a distorsiones y exageraciones.
¿Dónde está la diferencia entre justificación (el nuevo nacimiento) y santificación (ese proceso de transformación de la conducta y la mente)? Si hemos en verdad de disfrutar de la nueva vida que Dios nos ha dado, es indispensable conocer lo que se entiende por “santificación”.
Hay temas bíblicos que son difíciles de entender. Esto me trae a la mente el relato de una maestra de Escuela Dominical explicándole a los niños cómo son los ángeles:
—A ver, tú, Anita, ¿qué son los ángeles?
—Los ángeles son…,los ángeles son…
La maestra trató de ayudar a la niña:
—Anita, si tú lo sabes muy bien. A ver, ¿los ángeles tienen carne como nosotros?
—No , señorita.
—¿Y tienen huesos como nosotros?
—No , señorita.
—Entonces ya puedes contestar, ¿qué son los ángeles?
—El puro pellejo.
Algo parecido ocurre con el tema de la santificación. Creo que es una de las palabras bíblicas menos comprendidas. Cuando se menciona el tema trae a la mente ideas de una vida austera, asceta, severa, sin goces ni placeres, dedicada a un sombrío vivir para Dios. Así fue como se definía en la Edad Media cuando los que buscaban la santidad se iban al desierto y con diversos sacrificios de abstinencia y mutilación del cuerpo se creían muy santos.
Nada podría estar más lejos de la verdad. Al contrario, es por el proceso de santificación que obtenemos libertad: libertad del pecado, libertad de la esclavitud y de los vicios esclavizantes, libertad de las pasiones que nos dejan vacíos y miserables. Sobre todo, la santificación es el proceso por el cual adquirimos las virtudes más satisfactorias de la vida: gozo, paz, paciencia, amor, compasión, etc. Debemos, por lo tanto, buscarla como meta de la vida.
Parte del problema para entender lo que es “santificación” viene por lo que creemos significa la palabra. Nos olvidamos de que el sentido principal de la palabra “santo” es “separación”. Somos separados del mundo para ser de Dios, somos separados del pecado para vivir en santidad, somos separados de un estilo de vida pecaminosa para vivir en pureza, al estilo de vida que vivió Jesús.
La “justificación” en su sentido judicial es el contar a una persona justa por los méritos de otra. En su sentido bíblico es ese acto de Dios por el cual él acredita a un pecador arrepentido los méritos de Jesucristo y lo declara perdonado, justo, sin mancha ni culpa. ¿Cómo logramos ser justificados? Cuando nos allegamos a Dios, acudiendo a Jesucristo como nuestro único Salvador, Él, en ese instante nos perdona absolutamente. Ese perdón es tan grande que ante la vista de Dios somos vistos “perfectos”, como si nunca hubiésemos pecado, porque Dios nos atribuye (reputa) la perfección de Cristo.
Como las definiciones son a veces complicadas y difíciles de entender, cuando predico sobre el tema uso una gráfica visual:
Apunto a la luz que alumbra al púlpito. “Digamos que esa luz representa a Dios”, digo. Entonces tomo el vaso de agua que me han colocado y lo pongo en el centro del púlpito. “Este vaso representa al ser humano”. Entonces tomo la Biblia y estoy listo. Apuntando a la luz y al vaso explico: “Cuando Dios mira al hombre lo ve carente de toda justicia, lo ve en toda su pena, maldad e impureza, merecedor del severo castigo de Dios. Pero cuando ese pecador acude a Cristo y en fe lo recibe como Salvador (al decir eso interpongo la Biblia entre la luz y el vaso) Dios ahora mira a ese individuo a través de Cristo —y como que él es perfecto y sin mancha— Dios ve la perfección de Cristo en lugar de ver al pecador en toda su vergüenza. No es que ahora ese individuo sea perfecto, ya que peca y puede seguir pecando, pero Jesucristo sí es perfecto. Y como Cristo tomó el lugar del pecador en la cruz, Dios le atribuye —a ese que abraza a Jesús como su sustituto-— los méritos de su amado Hijo”. Esto es justificación.
Ahora, ¿qué es santificación? Pongamos los términos en contraste:
- Justificación es contar a una persona perfecta por los méritos de otra. Santificación es obrar en una persona justicia o santidad interna.
- En la justificación la justicia obtenida es la de Cristo, no de la persona. En la santificación la santidad obtenida es de la persona, por obra especial del Espíritu Santo.
- En la justificación nuestras propias obras no tienen mérito ni propósito; todo es de Cristo. En la santificación las obras propias son de vital importancia, ya que Dios nos pide que luchemos, que oremos, que con dolor y prueba cumplamos con su Palabra.
- La justificación es una obra completada; el creyente queda limpio en el momento que pone su fe en Cristo. La santificación comienza en el instante en que somos justificados, pero continúa perfeccionándose todo el resto de la vida.
- La justificación nunca aumenta ni crece. Uno es tan justificado en el momento que recibe a Cristo como lo será por toda la eternidad. La santificación es sobre todo una obra progresiva por la que un creyente se va perfeccionando continuamente hasta el día de su muerte.
- La justificación tiene que ver con la persona, y cómo esa persona se encuentra ante la vista de Dios. La santificación tiene que ver con nuestra naturaleza y con la renovación moral de nuestros corazones.
- La justificación es lo que nos da derecho al cielo y la valentía para entrar a la presencia de Dios. La santificación nos prepara para disfrutar de la santidad del cielo, purificándonos aquí en la tierra.
- La justificación es una declaración de Dios acerca de nosotros; no es algo que esté a la vista pública. La santificación es la obra de Dios en nosotros, y sí se exhibe ante la vista de todos.
Luego de toda esta explicación quizás nos quedemos todavía confusos. ¿No habrá manera de simplificarlo? Recuerdo al joven candidato al ministerio que sufría un examen para su ordenación. Era persona sencilla, sin mucha preparación, y se dudaba que pudiera contestar adecuadamente las preguntas de los eruditos. Pero sus respuestas fueron sorpresivas:
—¿Qué es la justificación?
—Es la declaración de Dios de que somos perdonados por los méritos de Cristo.
—¿Qué es la santificación?
—Es aquella persona que ha sido completamente poseída por Dios.
Difícil nos sería encontrar mejor resumen de estas grandes doctrinas. Pero ahora necesitamos considerar algunos de los peligros en que podemos caer, especialmente en lo que toca a la santificación.
Algunos hoy día enseñan que la santificación, igual que la justificación, también nos llega instantáneamente. Viene en respuesta a la oración, a una experiencia espiritual, o por el bautismo del Espíritu Santo. Añaden que al obtener esta manifestación especial el creyente nunca más peca. Tal enseñanza es relativamente nueva en la historia de la Iglesia. Fue Juan Wesley (1703-1791) con su “segunda obra de gracia” y la “santificación completa” quien popularizó estos conceptos que van más allá de lo que históricamente se ha enseñado por la mayoría de los santos de la Iglesia desde la era de San Pablo. ¿Cuál es la enseñanza bíblica sobre este tema?
Será necesario que ahora usted tome su Biblia, busque los textos que a continuación le daré, Y que luego de estudiarlos llegue a su propia conclusión. Los que han sido “justificados” son llamados a la “santificación”, ya que esta es la voluntad de Dios para todos sus hijos (1Ts. 4:3) pues sin la santidad nadie verá a Dios (Hb. 12:14). Una vez convertido, el creyente no ha de vivir conforme a la carne, sino obedeciendo la voluntad de Dios (1P. 4.2.). La santificación tiene que ver tanto con el alma como con el cuerpo, ya que se expresa cuando un creyente “hace el bien” (1P. 2:15,20; 3:6,17; 1Jn. 11) y por medio de sus “buenas obras” (2 Tm. 2:21; 1P. 2:12; Mt. 25:31-46). La santificación explica el por qué de la justificación, ya que es la meta que debe perseguir todo hijo de Dios (Ef.2:10; Ti. 2:14; 3:1).
Es por falta de entendimiento completo de su sentido que muchos ponen énfasis en ciertos puntos al enseñar esta doctrina. Por ejemplo, los que dicen que la santificación nos viene por un acto divino especial que erradica todo pecado de una vez para siempre. Basan sus creencias sobre aquellos pasajes del Nuevo Testamento que explican el fundamento de la santificación. Porque nos dice la Palabra de Dios que nuestra santificación es una obra de Dios (Jn. 10:36), también es una obra de Cristo en nosotros (Jn.17:19; 1Co.1:30; Ef.5:26; Hb.2:11; 10:10,14; 13:2), y es especialmente una obra del Espíritu Santo (Ro. 15:16; 2Tes. 2:13; 1P. 1:2; 1Co. 6:11 ). Al estudiar la realidad de que nuestra santificación nos viene como obra especial de Dios en nuestros corazones, es muy lógico concluir que Dios, por medio de un milagro, no sólo nos perdona el pecado, sino que para siempre nos quita todo deseo de pecar, y aun la capacidad de pecar.
Un texto que se presta para llegar a esta conclusión es Hebreos 10:10. “…somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”. Pero ¿a qué se refieren esas palabras “una vez para siempre”, a la santificación o al sacrificio de Cristo? Sabemos que es Cristo quién murió una sola vez, y que ese sacrificio tiene valor para siempre. Este texto no enseña que la santificación sea algo que Dios hace de una vez para siempre, sino que se basa en el hecho de que Cristo murió por nuestros pecados una vez para siempre.
Ahora debemos estudiar otros textos sobre el tema. Claramente veremos que estos manifiestan que la santificación es un proceso. Dios continúa obrando la perfección en sus hijos a lo largo de sus vidas (1Tes. 5:23; Ap. 22:11; Jn. 15:2). No es algo que Dios haga de una vez para siempre, pues nosotros tenemos deberes y obligaciones continuas en ese proceso de purificación (Ef. 5:3; Ro. 6:19,22; Hb. 12:10,14; 2Co. 7:1).
Dice Romanos 8:29 que Dios nos ha “predestinado para ser hechos a la imagen de su Hijo“. En 2 Corintios, San Pablo añade: “Pero nosotros todos, con el rostro descubierto contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor”. El cambio, la metamorfosis, implica mucho más que un distanciamiento del pecado. Encierra también un cambio de personalidad y de carácter para llegar a tener las características de Cristo.
Concluimos que la santificación es obra de Dios, cuya plena provisión fue hecha posible por Cristo Jesús, e iniciada en cada creyente en ese momento cuando por fe respondió al evangelio y fue justificado. A la vez es un proceso: lo que “es” como creyente en Cristo al ser totalmente perdonado (justificación), lo que “llega a ser'” como creyente al obedecer y seguir al Señor Jesús en obediencia y santidad expresado por sus buenas obras. La santificación no es un medio para alcanzar la salvación, sino que es el resultado de la conversión. Al que nace de nuevo, Dios le da un corazón nuevo, una naturaleza nueva junto con deseos nuevos. Pero nosotros tenemos, por el poder del Espíritu Santo, que “vivir” en esa nueva naturaleza. Tenemos que luchar contra la carne y librar batalla contra el pecado. Cualquier cristiano que se siente y analice su propia vida se dará cuenta de que sí es una lucha. Pero Cristo está presente para dar el poder y la fuerza para vencer.
Al andar tras de Dios en obediencia, él nos va transformando gradualmente a la imagen de su Hijo Jesucristo. Esto se ve por la madurez que va obteniendo un creyente. Mientras más vive con Cristo, más perfección vemos en él. Es, como se desprende de Romanos 12:2, una fascinante metamorfosis: de gusano a mariposa, de pecador a santo.
Esta transformación viene por la “renovación de nuestra mente”. Esa palabra “renovación” (anakainosis en griego) se encuentra en otro pasaje bíblico, Tito 3:3-5:
“También nosotros éramos en otro tiempo necios, desobedientes, descarriados y esclavizados por toda clase de pasiones y placeres. Vivíamos en maldad y envidia, siendo odiados y odiándonos mutuamente unos a otros. Pero cuando la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador se manifestaron, él nos salvó, no en consideración a las buenas obras que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo”.
El Espíritu Santo cambia nuestro “ambiente anterior”. De una vida envuelta en pecado, ahora el Espíritu nos limpia y nos va transformando, dándonos el carácter de Cristo. Así pues, todo cambio en la vida, en nuestro modo de pensar y obrar, es todo evidencia de la santificación y prueba de que pertenecemos a Cristo.
La santificación no es sólo dejar de pecar, sino también adquirir las cualidades de Cristo. “En cuanto a vuestra anterior manera de vivir, (pido que) os despojéis del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que seáis renovados en el espíritu de vuestra mente, y os vistáis del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:22-24).
En Colosenses 3 leemos este mismo concepto: la doctrina de que el creyente debe quitarse la ropa vieja del pasado modo de vivir, y revestirse con el ropaje nuevo que Cristo nos da. Estas vestimentas son explicadas como nuevos atributos, las mismas virtudes de Cristo: “tierna compasión”, “bondad”, “humildad”, “mansedumbre”, “paciencia”, “amor”, etc., cualidades espirituales que es nuestro deber adquirir como hijos de Dios.
Tal transformación es un proceso que dura a lo largo de la vida. Llegaremos a “mariposa” –a la perfección final– cuando “crucemos el río”, para usar la analogía del Progreso del peregrino. Es decir, la fase de la “glorificación” llega para un cristiano en el instante de la muerte, cuando el alma contaminada por la carne y el mundo pecador deja el cuerpo y es instantáneamente purificada para poder entrar a la sagrada presencia del Señor. Sólo entonces se nos quita para siempre la inclinación a pecar; sólo entonces somos enteramente santificados, puros, sin mancha. Sólo entonces salimos del ambiente de pecado contaminante que ha sido de continuo nuestra experiencia terrestre. Será entonces cuando llegaremos a conocer lo que es la absoluta pureza.
Un pastor visitaba a uno de sus miembros en el hospital. Acercándose al lecho del moribundo le preguntó:
—Guillermo, te voy a hacer una pregunta que quizás te suena extraña. Supongamos que tú pudieras llevar tus pecados al cielo, ¿te satisfaría tal cosa?
—Pastor, ¿qué clase de cielo me sería tal lugar si allí también me encontrara yo con mis pecados? Creo que sería algo como un cerdo todo embarrado y sucio caminando por el palacio de un rey. No, eso no sería cielo. En el cielo no puede haber pecado.
La santificación, pues, en su primer aspecto es dejar de pecar, reclamando las promesas que Cristo nos ha dado para ser más que vencedores. Pero tal mortificación de la carne es sólo la primera mitad de su contenido. Es en su segundo aspecto —en el de ser formados a la imagen de Cristo— donde ocurre a plenitud y es tan atractiva.
Como mencionábamos al principio, David el salmista meditaba un día en su condición ante Dios. Se sentía oprimido e indigno, objeto sin valor. Dijo: “Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza… pero Tú (Dios) eres el que me sacó del vientre, el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre” (Sal. 22:6-9).
Pensar, pues, que yo, que fuera un empedernido pecador, pueda también adquirir un nuevo carácter, una nueva disposición, virtudes como las de Cristo, ¡esta es la parte hermosa del proceso de la santificación! ¡El gusano sí se convierte en mariposa!