¿Cómo vivir para agradar a Dios?

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¿Cómo vivir para agradar a Dios?

Por Les Thompson

El primer y mas grande mandamiento es este: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. No obstante, ¿Cómo es posible amarlo si en realidad no lo conocemos? ¿Podemos amar a alguien sin conocerle? ¿Es posible manifestar un sentimiento tan íntimo y puro a un ser que conocemos únicamente por nombre?

Recuerdo mi primer amor. Se llamaba Betty. La idealicé al punto de que llegué a creer que era maravillosa. Era muy bonita, simpática y adorable. Ambos teníamos 15 años de edad. Todas las tardes a las 4:30, nos encontrábamos en un florido parquecito contiguo a la secundaria.

Un día, locamente enamorado, decidí ir más temprano de lo normal. Quería estar en el lugar de nuestros encuentros para soñar un rato antes de que llegara. Al acercarme, oí un cuchicheo como de dos voces. Una de ellas me pareció extremadamente familiar, por cierto. Pero ¿de quién era esa otra voz, la de un hombre? Apresuré mis pasos y me dirigí a un arbusto sigilosamente sin pensar que descubriría algo que me afectaría en lo más profundo. ¡Cuál fue mi sorpresa al encontrar a mi idealizada Betty en los brazos de otro hombre!

Con qué rapidez rehíce mi lista de sus atributos. En un instante, en vez de linda, me pareció horrible. ¿Buena? De eso nada. ¡Traidora y engañadora es lo que era! Con el corazón partío, como dice la canción, me dije: «¡Nunca más trataré con mujeres!» (Resolución que no duró mucho, por cierto.) Luego, con la rabia del consecuente descontento, hallé consuelo al reconocer que estuve enamorado sólo con el concepto del amor. Porque si de veras se ha de amar a una persona, primero hay que conocerla. Yo no conocía a Betty.

Unos años más tarde me enamoré de Carolina. Ahora, un poco más sabio, me aseguré de que mi raciocinio no fuera desplazado por los volubles sentimientos del corazón, y que la belleza de esta hermosa mujer que tenía delante de mí fuera más profunda en su interior que en su apariencia externa.

El verdadero y duradero amor —sea con quien sea— está compuesto con el cemento de una profunda e inquebrantable entrega a alguien que es cabalmente conocido. Decía Sebastián de Grazia: «El teólogo tiene la razón. ¿Por qué no admitirlo? Más que cualquier otra cosa, lo que el mundo necesita es amor». De acuerdo. Necesitamos amor. Y el más importante —al que se refiere el teólogo— es el amor a Dios.

Amar a alguien que vemos —hombre, mujer, niño, tío, abuela, madre, padre—, tiene su lógica. Pero… ¿amar a Dios? ¿Cómo se le ama cuando no se le puede ver, cuando no se le puede sentir, cuando no se le puede oír? A su vez, ¿cómo podemos decir que no se siente a Dios, no se ve a Dios, o no se oye a Dios cuando lo vemos en todo lo que ha creado: en un río, en una montaña, en el vasto mar, en una rosa. No es que Dios es el río, o que él es la montaña, o la rosa (eso es panteísmo), es que la naturaleza muestra la gloriosa obra de nuestro incomparable Creador.  En ella le podemos ver, sentir (por ejemplo, cuando tomamos una fruta en nuestras manos y la comemos—deliciosa obra de nuestro amoroso Dios), o escuchar al Creador en el multifónico canto de las aves.

Pero más todavía es en su bendita y Santa Biblia que realmente lo vemos, sentimos y oímos. Allí en palabras inconfundibles vemos la grandeza de su Persona en la creación, en el diluvio, en su trato con Israel, y lo vemos en la venida de Jesús. Sí, vemos a Dios en toda su majestuosa gloria, gracia, amor, bondad, e incomparable grandeza de Jesucristo. Le escuchamos en su conversación con Adán y Eva, en el llamado que le hace a Abraham, en las múltiples teofanías del Ángel de Jehová, y en todas las palabras de los profetas, y también en las instrucciones que nos da desde los Diez Mandamientos y el Sermón del Monte, hasta las claras enseñanzas de sus apóstoles. Dios clara e inconfundiblemente nos habla, y sigue hablándonos, en Su Palabra.

El problema es que muchos hoy prefieren la voz sonora de un evangelista famoso saltando, gritando, y corriendo de un lado al otro de la plataforma, que sentarse tranquilamente con la Palabra para recibir los consejos directos de Dios. En lugar de leer la Biblia preferimos sentir un hormigueo en la piel leyendo barbaridades narradas por alguien que afirma haber ido al cielo o al infierno. Esas palabras imaginadas (ya que nadie antes de morir puede ir al cielo o al infierno) impresionan más que la verdad sin exageración dicha por el mismo Jesús en Lucas 16:19-31. Prefieren la experiencia de alguien que les sopla y les hace tambalear y caer al piso (no comprendo cómo tal tipo de pericia alimente el alma), en vez de inspirarse escuchando a alguien que predica sobre Juan 3, explicando cómo una persona puede nacer dos veces.

Leer y estudiar la Biblia, al parecer, no es muy emocionante. Es más, a muchos ¡les parece aburrido! Preferimos que nos entretengan hábiles personajes. Pero la verdad es esta: si en verdad hemos de conocer a Dios, lo haremos de la misma forma que lo hicieron todos los grandes cristianos de la historia: leyendo y estudiando la Santa Palabra de Dios. No hay otra manera. Sin el estudio de la Biblia no se puede conocer a Dios. No se puede conocer a Dios ni por visiones ni por sueños. A Él se le conoce únicamente en el bendito libro donde escogió revelarse.[1] Cualquier otra fuente en que lo busquemos terminará en un frustrante vacío. Usted podrá conocer, saludar, y disfrutar a los personajes famosos del mundo cristiano, pero al hacerlo solo los habrá conocido a ellos y lo que ellos hayan dicho de Dios, no a Dios en su gloriosa persona. Si en verdad quiere conocer a Dios, lo hará a solas. Dios se muestra a aquellos que lo buscan en su gloriosa Palabra; allí es donde Él se da a conocer abundantemente.

En Venezuela, una joven me preguntó: «Señor Thompson, soy cristiana hace dos meses. Quiero crecer para ser una mujer que verdaderamente ame a Dios. Por favor, ¿podría darme tres secretos para alcanzar esa meta?» En la libreta de notas que me extendió, escribí: 1) Leer la Biblia todos los días hasta llegar a amar profundamente a su bendito autor. 2) Obedecer de inmediato todo lo que Él le ordene. 3) Cuidar su corazón constantemente para no pecar contra Él.

Píenselo bien. ¿Habrá otro camino para conocer a nuestro gran Dios? No se deje llevar, entonces, por sustitutos atractivos, que a fin de cuentas no son más que eso, sustitutos.

Conoceremos el atributo del amor

Cuando leemos la Biblia con cuidado, ¿qué podemos conocer acerca de Dios?

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.[2]

¡Eso sí que es amor! Es el gran atributo de Dios. El amor de Dios es difícil de explicar, pero es muy glorioso y real. Es a cuenta de ese incomparable amor que usted y yo nos sentimos tan seguros como hijos y miembros de su bendita familia. ¿Habrá manera alguna de ilustrarlo?

Max Lucado, en uno de sus inimitables relatos, nos ayuda a apreciar ese amor tan grande del cual somos inmerecedores.[3] Él cuenta esta historia verídica de Brasil.

Cristina y María, su madre, vivían solas en una pequeña casita en las afueras de Río de Janeiro. La joven acababa de cumplir los quince, y sabía que su madre se había sacrificado demasiado por ella. Ya era hora de asumir sus propias responsabilidades.

María trabajaba fuera de casa. Ganaba poco, pero lo suficiente para vivir con sencillez. Enviudó poco después de nacer Cristina. Por cierto, tuvo varias propuestas de matrimonio, pero María prefería una vida sin compromisos, ya que el placer de su vida era criar a su hija. Sin embargo, una vez que cumplió los quince, notó que Cristiana comenzaba a quejarse de sus limitaciones y a portarse inquieta. María se desvelaba muchas noches, escuchando a su hija  intranquila en su cama, y tratando de imaginarse lo que sería su vida sin Cristina.

Varias veces trató de hablar con ella, de advertirla de los peligros del mundo, y de asegurarle de que no tenía por qué irse. Intentó convencerla de que lo que ella ganaba bastaba para las dos, de que al terminar sus estudios conseguiría empleo, y de que entre las dos podrían mejorar la casita y vivir mejor que todos los vecinos.

Un día, ocurrió lo esperado. Al regresar a su casa después de la jornada de trabajo, no halló a Cristina en ella. Lo único que había dejado era una nota que simplemente decía: «Mamá, lo siento, pero tengo que vivir mi propia vida. No te preocupes, de alguna forma me las arreglaré. Gracias por todo lo que has hecho por mí. Te quiero mucho, Cristina».

Esa noche María no pudo dormir. En la mañana pidió unos días de vacaciones y se fue en busca de su hija. Sabía que Cristina tenía muy poco dinero y que una vez agotado, desesperada, haría cualquier cosa para comer. Rumbo a Río, María desconocía a dónde ir, ni dónde comenzar la búsqueda. Llegando al centro, bajó del autobús, sin saber si ir a la derecha o a la izquierda. En eso vio al frente de ella un pequeño estudio de fotografía y se le ocurrió una idea.  Se tomó una foto, y con el poco dinero que tenía, compró cuantas copias pudo. Comenzó a deambular por las calles, entrando en bares, hoteles, cantinas, centros de prostitución, y a todo lugar donde se imaginaba que Cristina pudiera estar. En cualquier lugar visible —el espejo de un baño, al pie de una ventana, en los cristales de los pasillos, encima de cuadros o pinturas—María pegaba una copia de su foto, con una nota escrita al dorso.

Una vez que las fotos y el dinero se agotaron, María tomó el ómnibus de regreso a su solitaria casa, trabajando de día y pasando las noches bañada en lágrimas. De sus labios temblorosos constantemente brotaba una palabra: «¡Cristina! ¡Cristina! ¡Cristina!» Su corazón parecía explotar de dolor: «Dios mío, —imploraba— ¡que Cristina encuentre una de mis fotos!»

Pasaron varias semanas. Un día, Cristina bajaba por la escalera de un hotel. Su cara ya no parecía la de una inocente quinceañera. Sus ojos ya no chispeaban con la energía juvenil. Lucían tristes, cansados y llenos de temor. De sus labios solo escapaban sollozos. Ese sueño dorado que engañosamente le había convencido de una vida de lujo y placer, ahora se había convertido en una espantosa pesadilla.

Llegando al fondo de la escalera, sus ojos atormentados captaron la vista de una cara conocida. Se acercó al pequeño espejo del pasillo para ver mejor. ¡Allí, pegada, estaba la foto de su madre! Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió su garganta seca. Extendió una mano temblorosa para agarrar la foto. Le dio vuelta y leyó: «No importa lo que hayas hecho, no importa lo que has llegado a ser. Nada importa. Solo regresa a tu casa, por favor».

Y Cristina regresó.

¡Qué cuadro tan maravilloso del amor de Dios! ¡El glorioso atributo divino! Dice el apóstol Pablo: Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aun pecadores, Cristo murió por nosotros.[4] Al llegar a Dios, todos nosotros —parecidos a Cristina— descubrimos ese gran, inexplicable, inquebrantable, e inagotable amor. No importa lo que hayamos hecho, ni dónde hayamos estado, ni lo que hemos llegado a ser, ese amor ha sido lo suficientemente grande para alcanzarnos, y llevarnos de regreso a casa. El poeta lo expresa sí:

EL AMOR DIVINO
Baltasar Estazo (español, Siglo XVII)

Con vuestro amor, es sabio el ignorante;
sin vuestro amor, es necio el más prudente;
con vuestro amor, se absuelve el delincuente;
sin vuestro amor, varía el más constante.

Con vuestro amor, el rudo es elegante;
sin vuestro amor, culpable el inocente;
con vuestro amor, festivo el displicente;
sin vuestro amor, lo humilde es arrogante.

Con vuestro amor, es claro el más oscuro;
sin vuestro amor, es nada al que más sobre;
con vuestro amor, es justo el más inicuo.

Sin vuestro amor, es torpe el más puro;
con vuestro amor, es rico el que es más pobre;
sin vuestro amor, es pobre el más rico.

Maneras erróneas de conocer a Dios

Claro está que el amor viene por medio de las relaciones. En otras palabras, Dios actúa primero haciendo algo único a nuestro favor; así establece un nexo amoroso. Eso nos da motivos para amarlo. Muestra su bondad, su gracia, su aceptación a nosotros los pecadores. Al ir conociendo ese amor, despierta una respuesta en nosotros. Conocerlo en toda la maravilla de su persona es amarlo.

A su vez, explica el apóstol Juan que El que no ama [a Dios] no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.[5] Cuando una persona reconoce que no ama a Dios, el motivo principal de ello es que no lo conoce. Es que no ha llegado a sentir, a palpar, a saborear las muchas y grandes dimensiones del  amor divino. Sabemos por experiencia que conocer a alguien requiere tiempo y dedicación. Esto también es cierto en cuanto a Dios.

Posiblemente comencemos aceptando la realidad de su existencia. Pero pronto descubriremos que el razonamiento no basta. La imaginación es insuficiente. Además, el apuro en el proceso de descubrirlo nos puede llevar a hacer lo que dice Pablo: ¡Crear un dios falso —un ídolo— un ser a nuestra imagen![6] Entonces, ¿cuál es el proceso a seguir para conocerlo, ya que es tan fácil crear caminos equivocados?

¿Será a  través de la contemplación que lo conocemos?

Cierto día, un señor llegó a las oficinas de Logoi para realizar un trabajo. Cuando se enteró de que éramos «religiosos», se alegró.

—¿Yo también soy cristiano? —dijo—. Soy de la Iglesia del yoga.

Un silencio cubrió la oficina. ¿A quién teníamos entre nosotros? Uno de la iglesia de la meditación, ¡casi nada!

¿Se podrá conocer a Dios a través de esas largas horas de meditación? ¡No!

¿Podremos conocerlo pasando largas horas de oración, así como hacen en Corea? Es interesante hablar con líderes evangélicos que trabajan allá. Ellos nos informan que la iglesia coreana en verdad ora mucho, pero es porque orar (meditar) es parte arraigada de la cultura budista. La oración cristiana sustituye la meditación. La realidad, como me explicó un pastor, es que «son poco estudiosos de la Biblia, por lo tanto su conocimiento bíblico es bastante superficial. Oran mucho, pero saben muy poco de Dios, porque no estudian Su Palabra».

Hay otra idea que afirma que a Dios se le conoce por medio del ayuno. Oímos de personas que tratan de pasar más de cuarenta días en ayuno para superar lo que Jesús hizo —como si esa fuera una meta espiritual. ¿Dónde está eso en la Biblia? Otros promueven que para atraer la atención de Dios hay que ayunar. Para que Él responda nuestras peticiones tenemos que unirnos en un gran ejército de ayunadores. La idea es que si todos hacemos tal tipo de sacrificio, obligaremos a Dios a actuar. ¿Qué clase de dios será ese que han inventado? Ese no es el Dios de la Biblia. No es el Dios soberano. Ese dios de ellos es distante, difícil, caprichoso y tirano. Hay que hacerle grandes sacrificios para que escuche y responda.

Tal idea de Dios es pagana y anti-bíblica. Dios se revela en la Biblia como el Dios de gran amor, que nos oye antes de que clamemos, que mueve cielo y tierra a favor de su pueblo sencillamente porque nos ama, y no porque hagamos esto o aquello.

No es por tiempo dedicado a la oración, ni por días de ayuno que cumplamos que llegamos a conocer a Dios. A Él lo conocemos de una sola manera: encontrándonos con Él en la Biblia. Si en verdad queremos conocerlo, tenemos que ir a donde Él se revela —a la Biblia. Es allí donde veremos cómo es y en qué manera actúa. Solo allí encontraremos la revelación que hizo de sí mismo.

Busquemos entonces en su Palabra aquellas cosas acerca de Dios que en realidad nos den a entender su persona y su manera de obrar.

¿Qué se entiende por «conocer»?

Permítanme un breve desvío. Creo que verán que lo que sigue nos ayudará a entender mejor la manera en que llegamos a «conocer» a Dios.

De acuerdo con la filosofía moderna, todo conocimiento real debe tener dos componentes (eso viene de Emanuel Kant en su Crítica a la pura razón):

  1. Contenido: provisto enteramente por la percepción de nuestros sentidos.
  2. Forma o estructura: provista por la capacidad cognoscitiva de nuestra mente.

La idea de estos dos puntos se explica en palabras de Kant: «Las percepciones sin conceptos [ideas de sus fines o propósitos] son ciegas; pero los conceptos sin percepciones son abstractos, es decir, vacíos o sin sentido».

El resultado de usar esta fórmula es la triste conclusión a la que han llegado los científicos modernos: Ya que a Dios no se le ve, ni se le palpa, ni se le mide, ni se le pesa, ni se le puede reducir al tiempo, es imposible que lo conozcamos. Kant no negó la existencia de Dios, lo que hizo fue localizarlo más allá de nuestro alcance. Como resultado de estas conclusiones, a la ciencia moderna le importa poco el tema de Dios. Confían sólo en lo que se puede medir: volumen, espacio y tiempo; no confían en lo abstracto.

Esa es la confusión y frustración que hemos vivido como cristianos ante los que siguen la ciencia como fuente suprema de conocimiento. En vez de luchar intelectualmente con los filósofos para demostrar que Dios es en verdad conocible,[7] nos hemos distanciado de ellos. Es así como por varios siglos la ciencia y el cristianismo se han considerado incompatibles, para no decir «enemigos».

Hoy, gracias a unos atrevidos filósofos evangélicos —Alvin Platinga, Tomás Morris, Ricardo Creel, Keith Ward, William Alston, etc.—, la teología ha vuelto a ser un campo que exploran los sabios en las grandes universidades. Estos muy capaces y renombrados filósofos evangélicos están removiendo las aguas. Ya han desacreditado las ideas evolucionistas a tal grado, que en los centros científicos de importancia se descarta como ciencia cierta. Por cierto, no han podido añadir nada al conocimiento que tenemos acerca de Dios, pero han formulado muchas nuevas preguntas que han ayudado a aclarar y refinar las doctrinas de la Biblia.

Si el mundo define el «saber» bajo las limitaciones del kantianismo explicado anteriormente, ¿cómo explicamos los cristianos la manera de poder conocer a Dios? Pues, apelamos a las conclusiones del gran teólogo cristiano Agustín de Hipona: «Todo conocimiento viene por iluminación de Dios». Es decir, Dios se revela en Su Palabra. El que se dedica a estudiar esa Palabra recibirá iluminación del Espíritu Santo para conocer cómo y quién es Dios.[8]

Esto es especialmente cierto cuando tratamos el tema de Dios. Conocemos solo lo que Él ha querido revelarnos de sí mismo en la naturaleza, en la Biblia y por medio de Jesucristo. Para comprobar que esto es cierto, le propongo una interesante y breve prueba. Tome el libro de Génesis. Lea los capítulos uno por uno con cuidado y vaya enumerando cuántos atributos de Dios puede hallar. («Atributo» es algo que se conoce de Dios, algo que podemos afirmar acerca de Su naturaleza. Es algo que podemos sostener como verdadero acerca de Dios.[9] Algunos prefieren usar el término «perfecciones» de Dios.)

Algunos de los atributos de Dios mostrados en Génesis

Capítulo 1

  • «En el principio» —noción de eternidad (antes del mundo, Él es).
  • «Creó Dios…» —¡Él es el Creador! (crea ex nihilo, es decir, sin nada.)
  • Es el Creador de todo lo que existe, ¡el dueño, el soberano!

Capítulo 2

  • Es un Dios personal —hace al hombre «a su imagen».
  • Es un Dios moral —coloca el árbol del «bien y del mal» en el Edén.
  • Es un Dios soberano —demanda obediencia del hombre.

Capítulo 3

  • Es un Dios comunicativo —al atardecer se acerca para conversar.
  • Es un Dios con derechos —castiga a quienes lo ofenden.
  • Es un Dios puro —cuando le desobedecen, los expulsa del Edén.

Capítulo 4

  • Es un Dios que puede ser ofendido —el sacrificio de Caín.
  • Es un Dios compasivo —se acerca a Caín para darle otra oportunidad.
  • Es un Dios justo —cuando no hay arrepentimiento, castiga.

Capítulo 5

  • Es un Dios que busca nuestra adoración —Set y su búsqueda.
  • Es un Dios que recompensa la fidelidad —lleva a Enoc al cielo.

Capítulos 6 y 7

  • Es un Dios que no resiste la iniquidad —el Diluvio.
  • Es un Dios que derrama gracia sobre los que Él quiere —Noé.

Capítulo 11

  • Es un Dios que se conocerá solo a Su manera. De ningún modo se conoce o se encuentra con métodos humanos —la Torre de Babel.

Capítulos 15-22

  • Es un Dios salvador, protector, proveedor —la historia de Abraham.
  • Es un Dios que hace promesas y las cumple —todopoderoso.
  • Es un Dios que sabe el principio y conoce el futuro —omnisciente.

Nótese que solo hemos tocado la mitad del primer libro —¡y hay 66! El gozo del cristiano es estudiar la Palabra de Dios, leerla y encontrar en cada página no solo la presencia y la actividad de Dios entre nosotros los hombres, sino su mismo rostro.

Clasificaciones de los atributos

El estudio de los atributos de Dios no es nuevo. En el tema La gloria de Dios, por ejemplo, vimos que Moisés tuvo esa grandiosa revelación de Dios en el Sinaí. Allí descubrió sus gloriosos atributos: Pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación (Éx 34.6-7). Aquí numera varios atributos.

En el Salmo 139 David celebra la omnisciencia de Dios: ¿A dónde me esconderé de tu presencia? Los salmos están llenos de expresiones que exaltan los gloriosos atributos de Dios. Aunque quizás en la antigüedad no los organizaban como lo hacemos hoy, los creyentes en todas las edades han estado muy conscientes de los atributos de Dios.

En tiempos más modernos —nos remontamos a los años 675–749 d.C.— a un tal Juan de Damasco (un teólogo de la Iglesia Ortodoxa Oriental) le intrigó el tema de los atributos de Dios. Estudiando toda la Biblia, determinó clasificarlos y resumirlos bajo categorías. Así que preparó una lista que hasta hoy ha sido definitiva.

Dividió los dieciocho atributos que había escogido bajo cuatro categorías:

  1. Dios respecto al tiempo
    (pote, cuándo)
  2. Dios respecto al espacio
    (pou, dónde)
  3. Dios respecto a la materia
    (ti, qué)
  4. Dios respecto a sus cualidades
    (poion, cómo)

Tiempo (Comienzo)    (1) sin principio, (2) no creado, (3) no generado (Fin), (4) imperecedero, (5) inmortal, (6) eterno

Espacio                           (7) infinito, (8) irreductible, (9) ilimitado, (10) con poder infinito

Materia                          (11) simple, (12) no compuesto, (13) incorpóreo, (14) sin flujo

Cualidad                        (15) desapasionado, (16) inmutable, (17) inalterable, (18) invisible

Después aparecieron varias clasificaciones subsecuentes. Esta lista de Juan de Damasco ha sido trabajada y discutida, pero permanece básicamente intacta, pues concuerda con lo que la Biblia enseña acerca de Dios. La teología, sin embargo, como otras disciplinas, tiene sus énfasis. Lo que hoy se acepta de común acuerdo mañana puede ser argumentado con suma pasión.

Veamos lo que dicen algunos teólogos contemporáneos

Ahora tomemos algunos de estos relevantes atributos divinos y estudiémoslos con el fin de entender su riqueza e importancia. Para abrirle el apetito al estudio de la teología,[10] en vez de explicar estos atributos de Dios en mis palabras, voy a ofrecerle algunas explicaciones que dan varios teólogos de renombre.

Si toma un texto de teología y busca la sección sobre los atributos de Dios, verá que normalmente se dividen en atributos incomunicables y comunicables. La nomenclatura es fácil de entender. Los incomunicables son cuatro: la aseidad (que existe por si mismo), la simplicidad (no es compuesto, no tiene partes), la inmutabilidad (la imposibilidad de cambiar, evolucionar, progresar, crecer, o degenerar), y la infinitud (no tiene limitaciones) de Dios. Se clasifican como incomunicables porque están más allá de nuestra comprensión.  ¿Y qué de los atributos comunicables? Estos son los que Dios comparte con nosotros: soberanía, sabiduría, bondad, amor, santidad, justicia, veracidad, y soberanía limitada. Es decir, aun cuando Dios tiene esas cualidades en forma perfecta, nosotros las tenemos en manera real, aunque limitada.

Tomemos varios ejemplos para entender la maravilla de estas cualidades tan especiales de Dios.

Dios es «infinito»
(Sal 90.2; 102.12; Ef 3.21; 2 P 3.8; 1 R 8.27; Is 66.1; Hch 7.48-49).

Para obtener algo de lo que esto significa, acudimos a Gerald Bray,[11] un teólogo anglicano británico. Él menciona algo interesante en cuanto a este atributo. Dice: «Debemos aclarar que la infinitud de Dios no es un concepto matemático. Infinitud en matemáticas, es simplemente algo sin fin, aunque pueda referirse a un número infinito de dimensiones. La matemática  es esencialmente un concepto finito, que controla el sentido de infinitud cuantificable (por ejemplo, 1, 2, 3, 4, 5, etc.), y de infinitud no cuantificable (los posibles decimales que se pueden colocar entre 0 y 1, y reconocido por el símbolo ¥).

Bray explica que la infinitud de Dios es cualitativamente única, ya que no tiene límites ni fronteras. Como se trata de un Dios infinito (omnipotente, omnipresente y omnisciente), el Dios de la Biblia es totalmente distinto a los dioses limitados de los paganos. Por ejemplo, veamos la frase: No te desampararé, ni te dejaré (Heb 13.5). Esta sería incomprensible de no ser por la omnipresencia divina, que en este caso es la base de su poder, asegurándonos que Él  puede actuar en todo lugar y en todo momento.

Considerando estos atributos infinitos, podemos entender expresiones como las del Salmo 139, que Dios es omnipotente aun en el infierno. De inmediato preguntamos: «¿Qué conexión hay entre Dios y el infierno?» Primero, que Él fue su creador, y también que es el carcelero. Además, por ser infinito, no hay lugar entre cielo y tierra donde no esté Dios.

Así surgen otras preguntas: ¿Puede Dios hacer aquello que es contrario a Su naturaleza? ¿Puede Dios pecar o cometer suicidio? ¿Qué significa que Dios puede hacer cualquier cosa —como se canta en algunos estribillos? ¿Puede Dios hacer algo más grande que Él mismo?

Bray responde: «La omnipotencia de Dios es perfecta. Cualquier cosa que sea contraria a la naturaleza de Él representa imperfección, o aun impotencia. La omnipotencia de Dios está totalmente realizada, es decir, lo que puede hacer lo hace. Por lo tanto, ni peca ni puede cometer suicidio. No hay potencial latente en Él. Además, cuando vemos un actuar particular del poder de Dios dentro de nuestro universo, tenemos que reconocer que en realidad es una manifestación de Su acción dentro de la eternidad».

Dios es «eterno»
Como otro ejemplo, veamos ese gran atributo que descubrimos en el primer texto de la Biblia, Génesis 1.1: en el principio, dándonos a saber que Dios es eterno —una de las expresiones de su infinitud— (textos afines: Gn 21.33; Is 9.6; Jer 10.10; Sal 90.2,4; 102.11-12, 25-27; 2 P 3.8; Ef 3.21). ¿Cuán importante es reconocer que Dios es eterno?

El muy conocido teólogo español, Francisco Lacueva, afirma:[12] «La eternidad de Dios es una perfección que nos interesa de modo especial, porque si sabemos que nuestro Dios siempre ha existido y nunca dejará de existir, podemos estar seguros de que todo lo que nos afecta está siempre bajo su control directo».

Y cuenta de Boecio (524 d.C.), filósofo romano-cristiano, que definió la eternidad de Dios así: «La posesión perfecta, simultáneamente total, de la infinita vida divina». Entonces contrasta lo dicho por Aristóteles, el filósofo griego, que definió el tiempo como: «La numeración del movimiento según un antes y un después».

La definición de Boecio de eternidad es la que merece análisis: Habla de «vida», con lo que este vocablo implica en cuanto al ejercicio de las facultades de toda índole. Esta vida es «infinita», puesto que es «divina». Es «poseída perfectamente» —es decir, tenida y disfrutada— por Dios. Al contrario, una vida inactiva, triste, miserable —como la de los condenados en el infierno— no es vida eterna, sino existencia inmortal. Esta vida infinita y gloriosa la posee Dios por completo en cada uno de los momentos lógicos en que nuestra mente imagina una duración que carece de cambio y sucesión, por eso añade Boecio «simultáneamente total».

Lacueva ilustra la habilidad de Dios para ver y conocer todo lo que ocurre en la eternidad así: «En lo alto de una torre está un hombre viendo pasar una procesión muy numerosa por una calle estrecha. Los que marchan en la procesión solo pueden ver con claridad a los que van inmediatamente delante de ellos. Pero él, que está en la torre, observa toda la procesión de principio a fin. Así Dios, desde lo excelso de su eternidad, puede ver con perfecta claridad a todos y a cada uno de los que van pasando por este mundo en una sucesión de generaciones sin solución de continuidad».

Aunque seguramente no entendamos «eternidad» con una explicación tan breve, estos cortos párrafos nos dan a entender algo de la grandeza de esta realidad aplicada a Dios. Él siempre existió en el pasado. Siempre existirá en el futuro. No tiene principio. No tiene fin. ¡Qué grande es nuestro Dios!

Dios es «incorpóreo»
(Jn 4.24; Lc 24.39; Dt 4.5-19; Jn 1.18; Col 1.15; 1 Tim 1.17).

Tratamos ahora de Dios en su ser o naturaleza. ¿Cómo es Él? ¿De qué se compone? La definición de la Confesión Abreviada de Westminster dice: «Dios es espíritu, infinito, eterno e inmutable en su ser, sabiduría, poder, santidad, justicia, bondad, y verdad».

El profesor Richard Stanton[13] afirma: «La frase “Dios es espíritu” denota un ser personal, muy claramente demostrado en Juan 4.24. Por lo tanto, la definición implica que Dios se caracteriza por conciencia y determinación propias. Esto elimina toda idea que niegue su personalidad. Por ejemplo, hace imposible toda afirmación de los puntos de vista que lo describen como “flujo cósmico”, “conciencia social”, “alma mundial”, “personificación”».

A.A. Hodge, uno de los grandes del pasado y reconocido profesor de teología en el Seminario Princeton, escribió en 1860: «Cuando decimos que Dios es incorpóreo —espíritu— queremos expresar que: (a) Negativamente, Él no posee ni partes ni pasiones físicas; no es compuesto de elementos materiales; no está sujeto a las limitaciones de una existencia material; y, por tanto, no ha de ser percibido como uno que posee nuestros sentidos corporales. (b) Positivamente, es un ser racional que se distingue con eterna precisión entre lo verdadero y lo falso; es un ser moral, que puede ser distinguido entre lo correcto y lo incorrecto; es un ente libre, cuyas acciones son determinadas según su propia voluntad; más aun, que todas las propiedades esenciales de nuestra naturaleza  pueden ser previstas en Él infinitamente.

»Lo material es obviamente inferior a lo espiritual, ya que implica imperfecciones y limitaciones. Además, está compuesto de átomos separados que continuamente reaccionan entre sí, por lo cual carecen de la capacidad de ser “uno”, “infinito”, o “inmutable” … En el Creador y Gobernante Providencial del universo, no hay ni una sola iota de características materiales».[14]

A esto añade Gerald Bray: «Nosotros adoramos no la “esencia” de Dios [como hacen los musulmanes y los judíos], sino su persona. Por supuesto, los judíos y musulmanes dirían que Dios es personal. A su entender, sin embargo, la idea de “persona” es más bien un atributo que la esencia misma de Dios. Los cristianos negamos esto, y sostenemos que cada una de las tres Personas es una realidad, porque es a nivel personal que entramos en relación con Dios.

»Para algunos, pareciera que los hebreos de la antigüedad, a pesar de que les era prohibido hacer imágenes de Dios, creían que Dios tenía ojos, manos, boca, etcétera. Eso ha servido de fuente para debates entre “liberales” y “conservadores”. Los primeros afirman que la gente antigua (por creer en esas partes del cuerpo de Dios) eran al menos semipoliteístas, y que se habían corrompido con las creencias de sus vecinos paganos. En contraste, los “conservadores” argumentan que el uso de “las manos de Dios”, “el ojo de Dios”, o “el brazo de Jehová” eran solo expresiones poéticas, explicando las obras de Dios en términos fáciles de entender.

»De acuerdo con  esta segunda línea de pensamiento, decir que Jesús “está sentado a la diestra del Padre” no se debe entender en sentido literal. Tiene que ser interpretado en su sentido espiritual, algo simbólico. Cuando así lo hacemos, entendemos que lo que se dice es que Jesús participa del reinado del Padre. Al ascender al cielo tomó las riendas del gobierno espiritual, con el resultado de que ahora es nuestro Salvador y también nuestro Señor y Rey.

»Al decir que Dios es Espíritu y un ser “simple” queremos expresar que Dios no se compone de diferentes sustancias o partículas, ni aun de cosas que no pueden tener existencia independiente. Dios es plenamente consistente. No hay partes de Él que tengan más concentración de divinidad que otras; tampoco se extiende en el espacio, por decir, como un perfume. Dios no puede extenderse porque ya llena la totalidad de todo lo que existe con la totalidad de todo lo que Él es».[15]

Dios es «inmutable»
(Sal 102.25-27; Mal 3.6; Stg 1.17).

Un teólogo muy citado es Millard J. Erickson.[16] Dejemos que él nos explique el sentido y la importancia del atributo de la inmutabilidad:

«Como que Dios es perfecto y no tiene deficiencias en ninguna de sus cualidades, le sería imposible cambiar para hacerse mejor de lo que es, ya que Él es el bien máximo. Puesto que Dios es perfecto en todo aspecto de su ser, Él no puede ser cambiado mediante influencias externas. Dado que Dios es perfecto, si fuese a cambiar, solo sería para empeorar.

»La confianza que tenemos en las promesas de Dios pueden ser reales únicamente si Él es un Dios que no cambia. Tenemos garantía de la estabilidad, regularidad, y constancia de las cosas temporales, si es cierto que Dios no cambia. Si Él está en proceso de cambio —según declaran ciertos teólogos modernos como Richard Rice, Clark Pinnock, John Sanders, William Hasker, David Basinger—[17] no puede ser el Dios que preserva la creación, ni el Dios de la Providencia».

Entonces, ¿qué hacemos con los pasajes que hablan del arrepentimiento de Dios? (Éx 32.12; Jer 26.2-3, 12-13; Jn 3.4, 9, 10; Gn 6.5-7, etc.) Erickson indica: «Si consideramos estas promesas y advertencias como condicionales en su expresión, y si pudiéramos aceptar como principio de acción divina que Dios recompensa la justicia y castiga la injusticia o desobediencia, entonces, decir que Dios “se arrepiente” y no ejecuta el juicio prometido, no significa que Él haya cambiado, sino que en realidad fueron los que habrían de recibir el castigo quienes cambiaron de conducta».[18]

Luego añade: «El Dios de la Biblia es un Dios dinámico, que obra activamente en el mundo. Esa actividad dinámica, a su vez, es estable e inmutable. Todas sus acciones son acordes a su naturaleza fundamental, y a sus valores, planes, y decisiones».[19]

¿Qué hemos descubierto acerca de Dios?

Hemos visto que el anhelo de todo creyente debe ser conocer a Dios, sabiendo que ese acto será recompensado con un amor profundo hacia nuestro Dios y creador.

Comenzamos observando la manera en que Dios se auto revela en su Palabra, anotando algunos de los atributos de Dios expuestos en Génesis. Luego vimos brevemente la manera en que personas como Moisés y David llegaron a comprender la grandeza de Dios; uno «viendo» las espaldas, el otro comprendiendo la presencia, el conocimiento, y el poderío divinos. Concluimos estudiando las declaraciones de los sabios hombres de Dios de hoy y del pasado que con profundidad han procurado entender lo incomprensible, reuniendo los conceptos revelados en la Biblia, clasificándolos y catalogándolos para ayudarnos a todos los amantes de Dios en nuestra propia búsqueda.

Pero, nosotros apenas iniciamos el estudio, apenas abrimos la puerta de entrada al conocimiento de los atributos de Dios.  Ahora que sabe de qué se trata, de aquí en adelante, ¡esa búsqueda le corresponde a usted!

 

Notas de referencia

[1] La Biblia nos enseña que a Dios lo conocemos por la revelación que nos da a través de la naturaleza (Ro 1.19-21), de su persona en las propias Escrituras (Jn 5.39; Lc 24.27), y de Jesucristo, Dios encarnado (Jn 14.9-11; Heb 1.1,2). Decimos que solo se conoce a Dios en la Biblia porque únicamente en ella se aclara lo que se sabe de Dios en la naturaleza y por medio de Jesucristo. Sin la Escritura no tenemos una clara definición de Dios.

[2] 1 Jn 4.10.

[3] Autores varios, Stories of the Heart, Multnomah Press, Portland, Oregon, selección de Max Lucado, pp. 145-147. Me tomé la libertad de condensar y poner el relato en mis propias palabras.

[4] Romanos 5.8.

[5] 1 Juan 4.8.

[6] Romanos 1.21-23.

[7] En el capítulo 10 damos un ejemplo de cómo tratar la existencia de Dios en términos filosóficos.

[8] Véase Juan 14.23-26; 16.13-15.

[9] Dr. Gerald Nyenhuis, El Dios que Adoramos, Logoi, Miami, FL, p. 34.

[10] LOGOI recomienda dos de sus publicaciones, las cuales son muy útiles para el estudiante: Fundamentos de la fe cristiana, de James Montgomery Boice, y Hacia el conocimiento de Dios, de J.I. Packer; dos obras de profundo contenido teológico.

[11] Gerald Bray, The Doctrine of God, InterVarsity, Downers Grove, Illinois, 1993, pp. 82-85. Teólogo inglés. (En estos comentarios hacemos un précis —fr., pronunciado «prey-si»— que significa resumen breve del planteamiento de un autor, conservando la idea, aunque sin entrar en sus detalles, ni usando necesariamente sus propias palabras.)

[12] Francisco Lacueva (teólogo español), Curso Práctico de Teología Bíblica, CLIE, Barcelona, 1998, pp. 75-79.

[13] Stanton W. Richardson, Manual de Teología Bíblica, CLIE, Barcelona 1998, p. 98. Teólogo de la Alianza Cristiana y Misionera.

[14] A.A. Hodge,  Systematic Theology, Zondervan, Grand Rapids, Michigan, 1860, p.140. Teólogo presbiteriano (no tan contemporáneo, aunque excelente).

[15] Gerald Bray, The doctrine of God, InterVarsity, Downer’s Grove, Illinois, 1993,  p. 96.

[16] Millard J. Erickson, God the Father Almighty, Baker, Grand Rapids, Michigan, 1998, p. 97. (Estos argumentos siguen los pasos filosóficos argumentados por Platón, en La República 2.381.) Erickson es un teólogo bautista.

[17] Clark Pinnock, et all, The Openness of God: A Biblical Challenge to the Traditional Understanding of God, InterVarsity, Chicago.

[18] Erickson, God the Father Almighty, p. 108.

[19] Ibid., p. 112.