Cartas a Carlos: Mi arma “secreta”

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Cartas a Carlos: Mi arma “secreta”

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por Les Thomson

(Sexto capítulo del libro Cartas a Carlos)

Mi amigo Carlos:

Tienes razón al preguntar cómo se evita la rutina en el pastorado ya que, al parecer, es un círculo vicioso de actividades que se repiten semana tras semana, cincuenta y dos veces en el año. Por cierto, al cabo de varios años el pastor fácilmente puede hasta quedar mareado.

Eso me sucedió tras cuatro años de dirigir el programa radial Alas del Alba, en Cuba. Lo que encontraba desconcertante eran las preguntas doctrinales que me hacían los oyentes, especialmente los que pedían una explicación de la relación de una doctrina con otra. Te doy algunos ejemplos: “¿Cómo entendemos la gracia de Dios a la luz de los juicios de Dios?” Otra: “¿Cómo explicamos las maldiciones de David contra sus enemigos a la luz del amor que Dios requiere de nosotros?” Otra: “¿Qué tiene que ver la ley de Moisés con nosotros que vivimos por fe y no por obras?” Y otra más: “Si la fe que salva es sin obras, ¿no se contradice la Biblia cuando claramente nos las pide?”

Mi problema era que podía hablar sobre las doctrinas de la Biblia como el juicio venidero, el amor de Dios, la ley de Moisés, la salvación por la fe y las obras que debemos hacer para agradar a Dios. Sin embargo, lo que me daba mucha dificultad era relacionar las que parecían ser contradictorias.

Me di cuenta de que necesitaba más estudios, por lo que clamé a Dios, como nos instruye Santiago 1:5, confiando en sus promesas en cuanto a que “si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”. Te cuento la manera en que Dios contestó esa oración. De una vez te digo que no fue por una visión, fue por un presbiteriano.

Poco después de haber llegado a Cuba me casé y tenía dos varoncitos. Mi novia y yo nos habíamos enamorado en el seminario en Canadá y, tras varios meses de mi regreso a Cuba ella me siguió, por lo que nos casamos. Cuatro años después, me di cuenta de que era tiempo de visitar a los padres de ella, a la vez que yo pensé en buscar la manera de profundizar en las doctrinas bíblicas. Así que decidimos tomar un año de “descanso” y regresar a Bellingham, Washington, donde vivían los padres de María. Allí buscaría la manera de recibir más enseñanzas.

Esos días de reencuentro con la familia de María fueron hermosos. Pero no solo de amor vive el hombre. Necesitaba buscar empleo. Estábamos sin dinero y tenía que cumplir con las necesidades de mi familia. Puesto que era pastor, lo más lógico era buscar una iglesia que me diera trabajo. Saqué mis credenciales bautistas e hice una lista de todas las iglesias bautistas de la ciudad. Las visité una por una. Ni una me abrió la puerta. Entonces busqué trabajo con varias iglesias independientes, pero tampoco. Viendo mi frustración, mi suegro me dijo: “¿Por qué no vas a la iglesia presbiteriana?, quizás ellos te den trabajo”. Asombrado le contesté: “¿Yo, un bautista, buscar trabajo en una iglesia presbiteriana? ¡Imposible!” A mi mente vino todo lo que me habían contado de los presbiterianos: Que eran liberales, que se habían apartado de Dios y de la Biblia, que sus doctrinas eran erradas, que las iglesias eran frías y sin vida, etcétera.

La necesidad, a veces, le induce a uno a hacer cosas que jamás soñaría. Así que, por fin fui a la iglesia presbiteriana principal de la ciudad de Bellingham a solicitar empleo. El pastor me recibió calurosamente. Me invitó a entrar a su oficina y allí, luego de servirme un café, me preguntó acerca de mi trabajo misionero, de mi familia y de mi persona. Al terminar me dijo: “Hemos estado buscando a un pastor que nos ayude con los jóvenes. Usted parece llenar los requisitos. ¿Cuándo puede comenzar?”

Ahora ¿qué iba a hacer? Estaba comprometido. El siguiente domingo me presentaron ante la congregación y tuve mi primera reunión con los jóvenes. Todos parecían amar al Señor. En verdad, no vi diferencia entre ellos y los bautistas. ¿Sería que todo era una máscara y que detrás de aquellas sonrisas presbiterianas había algo escondido? Determiné prepararme bien para ganarme los corazones y las almas de aquellos que presumía estaban perdidos y a los que ahora yo comenzaba a servir.

El siguiente domingo llegué a la iglesia con mi Biblia y una pequeña libreta. Allí iba a anotar todas las declaraciones no bíblicas que observara en la predicación del pastor. ¡Qué sorpresa! Dio un sermón expositivo, muy bíblico y lleno de pasión y amor por Dios y los congregados. Pensé que seguramente era una excepción y que los errores le saldrían el próximo domingo. Pero, ese segundo domingo, mi libreta volvió a quedarse limpia; no encontré errores. Y así ocurrió durante un mes. Ahora iba a los servicios esperando las bendiciones de Dios.

Para tranquilizarme me propuse hablar con el pastor. Tenía muchas preguntas que hacerle. El doctor Harrison me recibió cariñosamente, dándome gracias por el trabajo que hacía con los jóvenes. Se rió mucho cuando le conté acerca de las dudas que había tenido en cuanto a los presbiterianos. Confesó que tristemente había muchos de ellos que habían perdido su fe, tanto en la Biblia como en Dios. Sin embargo, eran muchos los que como él seguían fieles a la Biblia, a Dios y a las doctrinas que Dios nos da en su Palabra. Terminé contándole acerca de la confusión y los conflictos doctrinales que tuve en Cuba. De inmediato fue a su biblioteca, sacó un tomo y lo puso en mis manos. “Este es mi regalo para ti”, me dijo. “Aquí encontrarás muchas de las respuestas a tus preguntas”. El libro era La confesión de fe de Westminster.

Toda aquella noche, comenzando con la introducción y contando cómo llegó a ser escrita, pasé leyendo La confesión de Westminster. Enseguida noté que estaba llena de declaraciones doctrinales. Leí cuidadosamente cada una, comparando cada párrafo con las citas bíblicas anotadas en el texto. El próximo día lo pasé íntegramente haciendo lo mismo. Todo se me fue aclarando. Todo estaba bien explicado, documentado y respaldado por la Biblia. Grande fue mi alivio al encontrar allí respuestas para los temas que me habían confundido. A través de ese libro y muchas conversaciones que tuve con el doctor Harrison, Dios abrió mi mente para comprender mejor su Sagrada Palabra. ¡Qué maravillosas maneras tiene Dios para contestar nuestras peticiones!

Aquel libro sirvió a otro propósito, interesarme en la historia del cristianismo. Leí varias biografías sobre la vida de Martín Lutero —me impresionó tanto que más tarde también escribí El triunfo de la fe. También llegué a comprender la importancia de la Reforma Protestante del siglo XVI y la necesidad que tenemos hoy de regresar a estudiar, estimar y vivir los principios bíblicos expuestos por aquellos grandes defensores de la fe.

No comprendo por qué La confesión de fe de Westminster es tan desconocida hoy. A mi juicio, debe ser uno de los textos más leídos y consultados por los pastores. Te aseguro que quitaría mucha de la confusión doctrinal de nuestros días. Es un manual histórico que responde al llamado del Parlamento de Inglaterra en 1643 (cien años después del comienzo de la Reforma de Martín Lutero) pidiendo que “hombres preparados, de carácter santo y de buen juicio” se congregasen en la Abadía de Westminster. Su tarea era preparar un manual que diera directrices a la iglesia en relación con su doctrina, adoración, gobierno y disciplina (¿puedes imaginarte a un parlamento en nuestros días haciendo lo mismo?). Es de interés notar que el manual refleja la posición mayoritaria de la iglesia evangélica de aquellos días, la reformada.

Bueno, Carlos, ahí te he contado un relato muy importante de mi vida. No sé si estés enfrentando confusión con algunas doctrinas de la Biblia; si así fuere, te recomiendo ese manual que me ayudó tanto. Además, sigo pidiendo que Dios derrame sus bendiciones sobre ti y tu ministerio. Me pregunto: ¿Cuál será el próximo planteamiento que me harás? Sea cual sea, me dará mucho placer seguirte escribiendo.

Abrazos,
Les Thompson

*Lee el libro Cartas a Carlos aquí.