Agustín y Calvino: los reguladores de la fe

Publicado por

Precio: GRATIS

Enlaces a recursos

Comienza

Regístrate hoy Hágase miembro y acceda nuestro recurso

Agustín y Calvino: los reguladores de la fe

xx

por Les Thompson

Aurelio Agustín de Hipona

Aurelio Agustín de Hipona, nació en el año 354 y murió el 430, considerado uno de los cuatro más grandes Padres de la Iglesia Occidental. Nació en Tagaste [África], Numidia [Actual Argelia]. Aurelio Agustín fue hijo de un magistrado romano, pagano de religión y de Mónica, una devota cristiana. Recibió una muy buena educación y mientras estudiaba retórica en Cartago, cuando aún no cumplía 18 años, su disipada vida lo llevo a convivir con una joven con la cual engendraron un hijo al cual llamaron Adeodato. Interesado profundamente en los problemas de la existencia humana, se convirtió en un maniqueo, secta que pronto abandonó al comprobar que sus doctrinas eran inconsistentes, sobre todo después de las discusiones con su defensor y jefe, Fausto.

De maestro de retórica en Cartago, paso a Milán, donde conoció a Ambrosio, quien a través de la enseñanza del filósofo pagano Plantón lo llevó al Cristianismo. El día 25 de abril del año 387 Agustín fue bautizado junto con su hijo por Ambrosio. Poco después partía de regreso a África donde se encontró con su madre Mónica, la cual tuvo la felicidad de ver contestadas sus oraciones por la conversión de su hijo.

En África, Agustín fue ordenado sacerdote [391] y cuatro años después obispo ayudante en Hipona. Fue en ese lugar y cargo donde comenzó su lucha en contra de las herejías donatistas y pelagianas y formuló un sistema de teología de inspiración platónica, cuya característica más relevante es la recuperación del pensamiento paulino entre la predestinación y el libre albedrío. Sus enemigos lo han atacado por considerarlo extremista en sus planteamientos, pues sostenía la eterna condenación de los no bautizados y una suerte de justificación de las persecuciones a los herejes. No es Agustín un erudito notable, pero sí es, sin lugar a duda, el autor y defensor más destacado de la cristiandad frente a las doctrinas que negaban la soberanía absoluta de Dios y su libre juicio sobre el destino de los hombres.

En el año 397 aparecieron sus “Confesiones“, una biografía magistral, llena de una espiritualidad íntima y sincera, como ningún otro Padre de la Iglesia se ha atrevido a escribir de sí mismo. A partir del año 413 al 426 trabajó en “La Ciudad de Dios“, obra que se alza sobre las ruinas del triste espectáculo del paganismo decadente del Imperio Romano y enfrentaba a quienes se atrevían aún a sostener que por culpa del abandono de las viejas religiones paganas el Imperio sufría la invasión de los enemigos. Agustín dirigió la atención de los hombres hacia la nueva “Ciudad de Dios” que habría de alzarse sobre las ruinas del antiguo orden de cosas. Sus ingeniosos escritos en contra de los Maniqueos, Los Donatistas, y los Pelagianos. En todos ellos, se dedicó a considerar detenidamente la Iglesia, su naturaleza y su autoridad. Sus tratados sobre el pecado y su naturaleza, sobre la Gracia y el libre albedrío, le han otorgado el merecido título del ”Doctor de la Gracia”. Sus tratados sobre la Trinidad, sus sermones y comentarios a los Salmos y la obra de san Pablo, así como un sinfín de cartas y otras obras, lo colocan como el más grande escritor y erudito de la filosofía y literatura de la antigüedad.

Sus escritos descubren su profunda piedad mística, [Las confesiones]. En la iglesia antigua no se ha escrito ninguna biografía espiritual semejante, y ninguna se le asemeja. Siempre se ha considerado esta obra como un clásico de la experiencia del corazón convertido:

Tú nos has hecho para ti, y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en ti“. [Trinidad, 7:6.12; Obras, tomo v.]

Así mi bien consiste en estar unido con mi Dios; pues si no permanezco en él, menos podré permanecer en mí mismo. Pero Dios da nuevo ser a todas las cosas permaneciendo él mismo sin mutación alguna; y como no tiene necesidad de mí ni de mis bienes, le reconozco por mi Señor y mi Dios“.

Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas malas obras, tan abominables y perversas. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como se deshace el hielo“.

Hay aquí una nota de devoción personal tan profunda como no se había oído en la iglesia cristiana desde los días de Pablo y el concepto de la fe cristiana como una relación vital con el Dios vivo y verdadero, que habría de ser de influencia permanente, aunque sólo se lo comprendiera en parte. Así pues, el primer pensamiento de Agustín sobre Dios era el de una relación personal con un ser en el cual encuentran los hombres se verdadero bien, pero cuando meditaba en Dios filosóficamente, lo hacía en términos tomados del neoplatonismo. Dios es un ser simple, absoluto, a diferencia de todas las cosas creadas, que son múltiples y variables. Es la base y fuente de todo lo que tiene existencia real. Este concepto llevó a Agustín a subrayar la unidad divina, aun al tratar de la trinidad. Su doctrina está expuesta en su gran obra: “La Trinidad” y desde entonces fue un elemento determinante en la fe de la iglesia occidental.

“Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios; grande, omnipotente, bueno, justo, misericordioso, creador de todas las cosas visibles e invisibles”.  “Padre, Hijo y Espíritu Santo, de una misma substancia. Dios creador, la omnipotente Trinidad, obra indivisiblemente”. No son tres dioses, ni tres buenos, sino un Dios, bueno y omnipotente, que es la Trinidad”. [“Obras completas de San Agustín, V: Escritos apologéticos (2do): La Trinidad“, Edit. B.A.C. Madrid]

Tertuliano, Orígenes y Atanasia habían enseñado la subordinación del hijo y el Espíritu Santo al Padre. Agustín subrayó la unidad de tal manera que enseñó la plena igualdad de las “tres personas”.

Hay una igualdad tan grande en esta Trinidad, que no sólo el Padre no es mayor que el Hijo, en lo que se refiere a la divinidad, sino que ni el Padre y el Hijo juntos son más grandes que el Espíritu Santo” [Ibid.]

La distinción de “personas” no satisfacía a Agustín, pero estaba consagrada por el uso y no se podía hallar una mas adecuada en el lenguaje humano:

Cuando se pregunta qué son las tres, el lenguaje humano se debate bajo la pobreza de su terminología, con todo, decimos tres “personas” no a fin de expresarlo, sino a fin de no guardar silencio” [Ibid.]

En su intento de poder explicar el misterio de la Trinidad hizo muchas y hermosas comparaciones, tales como la memoria, el entendimiento y la voluntad, o la aún más famosa de amante, amado y amor.

Este sentido de la unidad e igualdad hacía que Agustín sostuviera que:

“Dios el Padre solamente es Aquel de quien nace el verbo y de quien principalmente procede el Espíritu Santo. Por consiguiente he agregado la palabra principalmente, porque hallamos que el Espíritu Santo procede también del Hijo”.

Con esta declaración, Agustín preparaba el camino para la enseñanza de que el Espíritu Santo no solo procede del Padre, sino que también del Hijo. Era el camino al “Filioque“, que fue reconocido mas adelante en el Tercer concilio de Toledo —en el año 589— como parte del Credo Niceno. Se difundió en la Iglesia occidental y fue el punto de quiebre con la Iglesia Oriental. En la encarnación, Agustín daba tanto énfasis a lo humano como a lo divino:

“Cristo Jesús, el Hijo de Dios, es a la vez Dios y Hombre; Dios anterior a todo el mundo; hombre en nuestro mundo… Por tanto, en cuanto Dios, Él y el Padre son uno; y en cuanto hombre, el Padre es mayor que él…

El es el único mediador entre Dios y el hombre, por lo cual solamente hay perdón de pecados. El pecado de Adán no puede ser perdonado y borrado sino mediante el único mediador entre Dios y el hombre, el hombre Cristo Jesús”.

Así deja establecido Agustín, que la muerte de Cristo es la base de la remisión. En cuanto al significado de esa muerte, el pensamiento de Agustín no alcanzó una claridad suficiente, por una parte sostenía que era un sacrificio ofrecido a Dios, y a veces como un castigo sufrido en lugar nuestro y a veces como un rescate por el cual los hombres son liberados del poder de Diablo.

En cambio, acentuó, en forma que no lo hicieron los teólogos griegos, el significado de la vida humilde de Jesús. Esa humildad estaba en vívido contraste con el orgullo que fue la nota característica del pecado de Adán. Es un ejemplo para los hombres.

“El verdadero mediador es Aquel que por vuestra inescrutable misericordia os dignasteis manifestar a los humildes y le enviasteis para que con su ejemplo aprendiesen la verdadera humildad”.

En cuanto al hombre, para Agustín, fue creado bueno y justo, dueño de su libre albedrío, dotado de la posibilidad de no pecar y de inmortalidad. En su naturaleza no había discordia; era feliz y estaba en comunión con Dios. De este estado Adán cayó por el pecado, la esencia del cual era el orgullo. Su consecuencia fue la pérdida del bien. Perdida la gracia de Dios, el alma murió, al quedar separada de Dios. El cuerpo no gobernado ya por el alma cayó bajo el dominio de la “concupiscencia”, cuya peor y más característica manifestación es la lujuria. Adán cayó en un estado de ruina total y desesperada, cuyo final lógico es la muerte eterna. Este pecado y sus consecuencias envolvieron a toda la raza humana. Por que como declara san Pablo, en Adán todos pecamos.

Estas enseñanzas estaban en conflicto con las enseñanzas del monje británico Pelagio, quien era un popular predicador en Roma durante los años 401 al 409. Este predicador trataba de levantar la moral caída de los cristianos más flojos —que se rendían ante la fragilidad de la carne y la aparente imposibilidad de guardar los mandamientos— al afirmar que Dios no demanda nada imposible y que se puede vivir libre del pecado si se quiere.

Esta enseñanza sobre la suficiencia de la naturaleza humana como si fuera creada por Dios. La voluntad es siempre libre como para escoger lo bueno o lo malo. No había una inclinación heredada hacia el mal de la naturaleza humana. Ni la caída de Adán, ni los hábitos de la vida del hombre, afectan la independencia absoluta de la voluntad.

Su seguidor Caelestius se adelantó en negar el pecado original. Cada infante nacido en el mundo estaba en la misma condición de Adán antes de la caída. Este punto de vista llevó a los Pelagianos a un conflicto con las enseñanzas de las sagradas Escrituras y la doctrina del credo Niceno, en cuanto a que “había un solo bautismo para remisión de los pecados”.

Los Pelagianos negaban la necesidad de la gracia interna para guardar los mandamientos de Dios. La naturaleza humana fue creada buena y fue dotada por su creador con poder para vivir rectamente la vida si un hombre quería hacerlo. En efecto, muchos paganos y judíos vivieron una vida perfecta. Además de esta gracia suprema de creación, Pelagio afirmaba una gracia adicional de Dios en su provisión de iluminación de la ley y el ejemplo de Cristo. El pelagianismo no sabía nada de la obra de la redención.:

“Por su libre albedrío el hombre se emancipa de Dios.”

Esta declaración del Obispo de Eclana Julián (Juliano I) es la clave del pelagianismo, el cual es un moralismo racionalizado. El hombre creado con libre albedrío no tiene nada que ver con Dios sino consigo mismo. Dios hace su reentrada solamente en el juicio final.

Era inevitable que Agustín se diera cuenta de errores que negaban las doctrinas más importantes y sublimes del Evangelio.

El docto obispo de Hipona expuso clara y extensamente las doctrinas bíblicas de la universalidad del pecado. Así como la incapacidad natural del hombre para obrar el bien y conseguir su propia salvación y la absoluta necesidad de la gracia divina para salvarse y perseverar en la fe.

Se ha señalado a menudo que la doctrina bíblica de la gracia divina [el favor inmerecido de Dios mostrado a favor de una humanidad pecadora] tan claramente expuesta en la enseñanza de Cristo en Lucas 7:24 y en los escritos paulinos, parecen como si se escondiera en el subsuelo de la época post-apostólica para reaparecer de nuevo con Agustín. Ciertamente, la mayoría de los escritores cristianos que florecieron entre los Apóstoles y Agustín no parecen haber vislumbrado lo que Pablo intentaba realmente decir cuando afirmaba que el perdón de Dios y la salvación son dados enteramente como un regalo de pura gracia para ser recibido todo ello en el espíritu; y que la conducta cristiana se enraíza en una respuesta agradecida que abarca toda la vida al divino favor. [En el Nuevo Testamento, como alguien ha dicho, la teología es gracia y la ética gratitud].

Las ideas de Pelagio y sus seguidores más recalcitrantes, como Celestio, fueron condenadas en un concilio celebrado en Cartago en el año 411, pero algunos lugares del oriente las acogieron bien, pese a la condena inicial del obispo de Roma Inocencio I. Al aceptar los acuerdos de Cartago, su sucesor Zósimo los declaró inocentes de toda herejía y creyentes de la verdadera fe, incluso en los inicios del año 417 escribió a los Obispos de África, censurándoles de la precipitación con que les habían condenado. La Iglesia de África, por toda respuesta, reunió un Concilio a fines del año 417. Ratificó la condena del pelagianismo y se hizo saber al obispo de los romanos que se había equivocado.

En todos aquellos años, no fue el obispo romano sino el de Hipona, el que enseñó a la iglesia el verdadero camino de la verdad cristiana.

Mientras el concilio reunido en Éfeso defendía las doctrinas de Agustín en contra de las ya conocidas herejías de Pelagio y las de Donato, que insistía en no aplicar la misericordia a los cristianos que habían apostatado en tiempos de persecución y a los que habían entregado ejemplares de las santas Escrituras en tiempos de Diocleciano para ser destruidas. Esta severidad extrema causó mucho dolor entre los arrepentidos que eran rechazados fuera por los donatistas. No fueron conocidas por el Doctor de Hipona, pues su ciudad se encontraba sitiada por los Vándalos, lugar en donde encontró la muerte en el año 431, durante el asedio.

Las doctrinas bíblicas de la Gracia, expuestas por Agustín en su controversia con Pelagio y sus seguidores, recibieron posterior aceptación universal en muchas Iglesias que las abrazaron, defendieron y definieron en numerosos Sínodos y concilios. Sin embargo, en la medida en que la cristiandad se fue apartando de las sagradas Escrituras y la revelación bíblica, esta doctrina vino a ser prácticamente negada. En tiempos de Tomás de Aquino, quien diseñó una doctrina semipelagiana para la iglesia occidental que fue aceptada unánimemente. Su negación total ocurrió en Trento en el año 1549, como una reacción a la recuperación de la teología paulina y agustiniana que realizaron Lutero y Calvino.

Al hacer Agustín su énfasis sobre la doctrina de la Soberanía total de Dios, la fidelidad a las Escrituras, de la total depravación del hombre, de la elección y predestinación, la impotencia del hombre para alcanzar justicia y sobre todo, de que el hombre sólo se salva por la gracia soberana. Agustín dio su más grande contribución a la Iglesia de todos los siglos e influyó directamente en Calvino, Lutero y otros reformadores. Se puede afirmar sin lugar a duda que la Reforma del siglo XVI fue esencialmente un avivamiento del agustinianismo dentro de una agonizante y decadente Iglesia Católica y los protestantes, con el rescate de las doctrinas claves de la fe apostólica, terminaron por liquidar el escolasticismo medieval.

Juan Calvino

Juan Calvino, el más grande regulador de la teología de la Reforma, nació en Noyan, provincia de la Picardia, Francia, el 10 de Julio de 1509. Murió en Ginebra el 27 de mayo de 1564. Entre estas dos fechas está comprendida una de las vidas más vigorosas e influyentes de la Historia de la Iglesia Cristiana. Una vida de muchas luces y sombras, de grandes conflictos y grandes virtudes, vividas poderosamente para la Gloria de Dios.

¿Cómo era el Calvino hombre? La vida del reformador, aunque fue una vida de lucha, siguió un curso relativamente sencillo en su estructura externa. Fue un niño precoz, serio y de espíritu censor que le valió entre sus maestros el sobrenombre de “caso acusativo”. A los catorce años ingresó en la Universidad de París, donde desarrolló una habilidad poco común para el latín y la argumentación que fueron los fundamentos de la capacidad que habría de demostrar después para producir escritos teológicos en un latín de notable claridad y vigor. Por deseo de su padre, igual que Lutero, estudió leyes en la universidad de Orleans y esto, acentuando la inclinación legalista de su mente, influyó indudablemente sobre el tenor de su pensamiento ulterior.

Aunque criado en el catolicismo, Calvino se hizo protestante mientras estudiaba en París, entre abril de 1532 y noviembre de 1533. En todos sus voluminosos escritos, sin embargo, no menciona las circunstancias en que se produjo ese cambio fundamental en su vida. En las pocas referencias que hace a su conversión al protestantismo, la considera como operación directa de Dios, lo cual está de acuerdo con el carácter teocéntrico de su fe. Es probable que influyeran sobre él algunos amigos luteranos junto con la inquietud general despertada en Europa por las predicaciones de Lutero y Zuinglio. Él nunca se encontró personalmente con ninguno de estos dos reformadores. Zuinglio había muerto en 1531, antes de la conversión de Calvino. Lutero vivió hasta 1546, diez años después de que Calvino asumiera la jefatura de la Iglesia de Ginebra.

En marzo de 1536, mientras vivía recluido en Basilea debido a las agitaciones provocadas por sus convicciones protestantes, Calvino publicó la primera edición de su magistral obra “La Institución de la Religión cristiana” la cual paso por cinco ediciones más durante su vida y aumento de seis a ocho sus capítulos, sin alterar la estructura general de su pensamiento. La primera edición es un monumento de madurez notable para un joven que recién cumplía los veintiséis años.

La ubicación de Calvino en Ginebra es uno de esos acontecimientos notables de la soberanía de Dios. Llamado de Basilea a Noyon para arreglar la herencia de su padre, Calvino quiso, a su regreso, ir a Estrasburgo. Hallando el camino bloqueado por la guerra, cambio su camino por Ginebra y se detuvo allí por una noche para descansar. La ciudad era nominalmente protestante, y sin lograr la unificación. Guillermo Farel, el pastor, tenía más trabajo del que podía realizar en esa alegre ciudad amante de los placeres y vio en el joven Calvino al ayudante perfecto. Esté, se rehusó enérgicamente, quería dedicar su vida al estudio y a una vida acorde con su naturaleza retraída y tranquila. Farel esgrimió un argumento demoledor:

“Te denuncio en el nombre de Dios Todopoderoso, que si con el pretexto de proseguir tus estudios te niegas a ayudarnos en esta obra del Señor, el Señor te maldecirá por tener más interés por ti mismo que por Cristo”.

Calvino tardó en obedecer y comenzó su trabajo en Ginebra en agosto de 1536. Había nacido el Calvinismo.

Pero ¡no habría de nacer sin lucha! No se puede en cortas líneas describir en detalle este proceso, pero es esencial trazar un bosquejo del mismo para entender el nacimiento de la teocracia ginebrina. La lucha principal de Calvino fue la que se centralizó en un conflicto de poderes entre las autoridades civiles y religiosas. Lo que él quería no era unir la Iglesia y el Estado en un absolutismo eclesiástico, sino hacer de Ginebra una ciudad en la cual la Palabra de Dios fuera la autoridad suprema en materia de moral, doctrinas y costumbres. Para ello se necesitaba una rígida disciplina. Para él, la Iglesia tenía el deber de interpretar la Palabra de Dios y amonestar a los infractores, mientras al Estado le incumbía castigar las infracciones. Así logro y creo un sistema dual. La autoridad política estaba centralizada en un consejo, la autoridad religiosa en el consistorio, con los ministros a la cabeza, aunque el consejo conservaba la atribución de nombrar ministros. Teóricamente, competía al Consistorio como representante de la Iglesia, determinaría lo que constituía pureza de doctrina y moral. La función del consejo como representante del Estado era hacer cumplir las determinaciones de este. En la práctica las relaciones entre ambos fueros en los primeros años un conflicto casi permanente.

Ya antes de la llegada de Calvino a Ginebra, el Consejo había hecho obligatoria la asistencia a los servicios protestantes. Calvino insistió en esa norma, pronto el choque se hizo inevitable, pues el consejo insistía en conservar el derecho de excomunión y determinar la forma de administrar los sacramentos. Cuando en abril de 1538, Calvino y Farel se negaron a acceder a la exigencia del consejo de que se use pan sin levadura en la Santa Cena, se les ordenó abandonar la ciudad en el término de tres días. El comentario de Calvino refleja su espíritu:

“¡Esta bien! Si hubiéramos servido a los hombres, nos daríamos por mal recompensados; pero servimos al Gran Maestro, quien nos recompensará”.

Exiliados, Calvino pasó en Estrasburgo los tres y medio años siguientes, viviendo en la pobreza pero entregado a la actividad de predicador y profesor de teología. Reviso la forma del culto público, introdujo el modelo luterano del canto congregacional y estableció un servicio dominical en el cual el Sermón ocupa la parte central, modelo de la mayoría de las iglesias no litúrgicas. Durante ese período contrajo matrimonio con una viuda de su congregación, matrimonio que compartió nueve años, hasta la muerte de Hiddete, después vivió una vida solitaria.

Mientras tanto Ginebra, que no habían podido desentenderse de Calvino, descubrieron que no podía pasarse sin él. Faltando una mano firme y ejecutiva, reinaba la confusión y los enemigos de la libertad acechaban atentos. El consejo le insinuó a Calvino que regresara. Este, aunque vacilante y temeroso de la carga que Dios ponía sobre él, regresó, para no ser de aquellos:

“Que cuidan más de su propio descanso y provecho que de la edificación de la iglesia”.

Desde la fecha de su regreso en 1541, hasta su muerte en 1555, su vida fue un conflicto permanente. Durante los últimos nueve años de su vida fue el jefe indiscutido de la causa evangélica en Ginebra. Pasó más años luchando por la autoridad de la Iglesia que por su propio poder. La oposición compuesta por simpatizantes del romanismo, los “Libertinos”, librepensadores y de costumbres depravadas, que rechazaban la vigilancia de las costumbres contrarias al evangelio, unidos, tomaron varias veces el poder político de la ciudad dejando a Calvino a punto de perder su púlpito. Calvino siempre luchó por mantener a Ginebra como la “Ciudad de Dios” con la que soñara Agustín. No eran tan importantes las faltas a las conductas sino las faltas a la Doctrina, era eso lo que le preocupaba a Calvino.

En 1555 fue definitivamente dominada la oposición de los “Libertinos” y el poder espiritual quedó totalmente en manos del consistorio, así la separación de la Iglesia y el Estado comenzó a parecer una realidad. En 1559, el deseo de Calvino de tener laicos y ministros bien preparados condujo a la apertura de la universidad de Ginebra —que ha inspirado tantos centros universitarios hasta hoy— recién ese año el consejo le confirió la ciudadanía, pues pese a haber sido durante veinte años el más destacado servidor de la ciudad, no era ciudadano.

Infatigable, como era, Calvino acrecentó sus trabajos. Su amigo y primer biógrafo, Teodoro de Beza, cita una declaración que debiera alentar a cualquier predicador de nuestros días quienes encuentran que sus deberes pastorales le impiden estudiar:

“Cuando vine a buscar mi agenda yo tuve que revisar veinte hojas: qué predicar, leer a la congregación, escribir cuatro cartas, asistir a algunas controversias y contestar a más de diez personas que me interrumpieron en medio de mi labor pidiendo consejo”

Los escritos de Calvino llenan la mayor parte de cincuenta y nueve volúmenes en cuartos de las “Calvini Opera”. Beza estima que predicó (siempre en la misma congregación) 286 veces por año y disertó sobre temas teológicos otras 180 veces. Se pedía su consejo sobre todos los problemas imaginables, desde la elección de estufas y de esposas, hasta la confirmación de los fieles de las iglesias reformadas de la Europa occidental. Muchas de sus cartas muestran una ternura en sus relaciones personales que por lo general no se relacionan con su nombre. Se dio a sí mismo, sin limitaciones, para el bien del pueblo y la Gloria de Dios.

¿Qué más podría haber realizado Calvino si hubiera vivido, como Wesley, treinta años más? con todo, a pocos hombres les es dado realizar una obra tan completa en su vida. A su muerte las costumbres de Ginebra estaban firmemente arraigadas en la Palabra de Dios, la herejía había sido desterrada, el sistema eclesiástico estaba consolidado, había escrito comentarios de casi todos los libros de la Biblia. La edición definitiva de la “Institución” apareció en 1559, el año de la inauguración de la Universidad. Tenía cincuenta y cinco años a su muerte, enfermó de varias dolencias, los últimos tiempos era conducido en un sillón hasta el púlpito, los bienes materiales que dejó en herencia fueron muchos, dejó escrito que sobre su tumba no se ponga ninguna señal:

“No quiero paganismos sobre mi tumba”.

El trabajo histórico de Calvino estaba terminado. Comenzaba su influencia.

El conocimiento supremo del hombre enseña Calvino, es el de Dios y de sí mismo. La naturaleza nos enseña bastante para que no tengamos excusa, pero el conocimiento adecuado sólo se obtiene en las Escrituras, que el testimonio del Espíritu santo en el corazón del lector creyente atestigüe ser la misma voz de Dios. Las Escrituras enseñan que Dios es bueno y fuente de toda bondad en todas partes. La obediencia a la voluntad de Dios es el deber primordial del hombre. El hombre fue creado originalmente bueno y capaz de obedecer la voluntad de Dios, en esto la influencia de Agustín es clara, pero perdió la bondad y el poder con la caída de Adán y ahora es totalmente incapaz de ser bueno, por sí mismo. De esta situación desesperada y desesperante algunos hombres son inmerecidamente rescatados por la obra de Cristo. Él pagó la pena debida por los pecados de aquellos por quienes murió. Sin embargo, el ofrecimiento y recepción de este rescate es un acto libre de Dios, de modo que su causa es el amor de Dios.

Todo lo que Cristo ha hecho carece de valor a no ser que llegue a ser posesión personal del hombre. Esta posesión se logra por el Espíritu Santo, que obra, cuándo, cómo y dónde quiere, creando arrepentimiento; y por la fe que, como Lutero, es una unión vital del creyente con Cristo. Esta nueva vida de fe es la salvación, pero es salvación para justicia. El hecho de que el creyente haga ahora obras agradables a Dios es prueba de que ha entrado es esa unión vital con Cristo:

“Somos justificados no sin obras, pero no por obras”.

Calvino dejaba así lugar para un concepto de las “obras” tan exigente como cualquiera que pudiera pretender la Iglesia Romana, aunque muy distinto en su relación con la operación de la salvación. La norma colocada ante el cristiano es la ley de Dios, tal como está contenida en las Escrituras, no como prueba de su salvación, sino como expresión de esa voluntad de Dios que, como hombre ya salvado, ha de esforzarse por cumplir. Este énfasis sobre la ley como guía de la vida cristiana era peculiar de Calvino. Él ha hecho que el calvinismo siempre haya insistido en el carácter, aunque en el concepto de Calvino el hombre es salvado para el carácter, no por el carácter. Un alimento primordial de la vida cristiana es la oración.

Puesto que todo bien procede de Dios, y el hombre es incapaz tanto para iniciar como para resistir a su conversión, se sigue que la razón por que algunos son salvados y otros permanecen en su natural perdición es la elección divina —elección y reprobación. Es absurdo buscar un motivo de esa elección más allá de la voluntad de Dios, puesto que la voluntad de Dios es siempre final. Sin embargo, para Calvino la elección fue siempre una doctrina de consolación cristiana. El que Dios tuviera un plan de salvación para el hombre, individualmente, para una roca inconmovible de confianza, no sólo para el que está convencido de su propia indignidad, sino para aquel que está rodeado de fuerzas adversas, aun cuando fueran las de sacerdotes y reyes.

Esto hacía de un hombre colaborador con Dios en el cumplimiento de su voluntad.

Según el sistema calvinista, han sido establecidas divinamente tres instituciones por las cuales se sostiene la vida cristiana: La Iglesia, los Sacramentos y el gobierno civil. En último análisis, la iglesia consiste en “Todos los elegidos por Dios; pero también se aplica correctamente al conjunto total de la humanidad… que profesar adorar al único Dios y Cristo”. Sin embargo, no hay verdadera iglesia “donde la mentira y la falsedad han usurpado la ascendencia”. El Nuevo Testamento presenta como funcionarios de la iglesia a pastores, maestros, presbíteros y diáconos, quienes entran en el desempeño de sus cargos con el consentimiento de la congregación que sirven. Su “llamado” es doble: la secreta inclinación que da Dios y la “aprobación del pueblo”. Calvino dio así a la congregación voz en la elección de sus funcionarios, lo cual no había sido acordado por ningún otro partido de la Reforma, salvo los anabaptistas, aunque las circunstancias en Ginebra habrían de obligarlo a considerar que allí esa voz se expresaba por el gobierno de la ciudad.

Asimismo Calvino reclamaba para la Iglesia plena independencia de jurisdicción en cuanto a disciplina, inclusive para aplicar la excomunión. Más lejos no podía ir, pero ésta era una retención de una libertad que todos los otros reformadores habían dejado a cargo del Estado. Sin embargo, el gobierno civil tenía la tarea divinamente asignada de proteger la iglesia, guardándola de falsas doctrinas y castigando a los ofensores para cuyos delitos no bastaba con la excomunión. Estaba viva aun la teoría medieval de las relaciones entre Iglesia y Estado, serán los presbiterianos escoceses y los puritanos ingleses, ambos calvinistas, los que primeramente en la guerra civil inglesa, liderada por Oliverio Cromwell y mas tarde en las Colonias de Norteamérica, quienes lograran un republicanismo calvinista que sería el modelo de libertad civil y separación de las Iglesias del Estado. La Reforma fue en esencia un resurgimiento del agustinianismo y a través de ella el cristianismo evangélico logró una vez más un lugar de honor. Debemos recordar que Lutero, el primer líder de la Reforma, era un monje agustino y que fue de su rigurosa teología agustiniana que formuló su gran principio de “La Justificación por la Sola fe”. Lutero, Zuinglio, Calvino y otros reformadores de este destacado período eran firmes creyentes en cuanto al pecado original, la elección, la gracia eficaz, la perseverancia de los santos, la depravación natural del ser humano y sobre todo, el principio de la predestinación absoluta. En su obra “La esclavitud de la voluntad” Lutero presentó esta doctrina tan enfáticamente que ningún otro teólogo reformado pudo, después de él, dejar de enseñarla como “el principio fundamental”, según comentó Felipe Melanchton.

El lugar que ocupa Lutero en la Iglesia Luterana en cuanto a esta doctrina es parecido al que ocupa san Pablo y más tarde Agustín en la Iglesia Católica Romana —es decir, se les considera como unos herejes de tan irrecusable autoridad que se les admira más que de lo que les censura.

Calvino edificó en gran medida sobre el fundamento de Lutero. Su comprensión de los principios básicos de la reforma fue más clara, lo que le permitió desarrollarlos de manera más cabal y aplicarlos más ampliamente. Pudiéramos decir que Lutero enfatizó la salvación por la fe sola y su principio fundamental fue más o menos subjetivo y antropológico, mientras que Calvino enfatizó el principio de la soberanía de Dios y desarrolló un principio más bien objetivo y teológico. El luteranismo era en su primera época más bien una religión de un hombre que, después de una larga y dolorosa búsqueda, había encontrado la salvación y quedó satisfecho de gozar a la luz de la presencia de Dios, mientras que el calvinismo, no satisfecho con esto, prosiguió a preguntar cómo y por qué había salvado Dios al hombre.

Así es entonces que la Reforma fue en esencia un resurgimiento del agustinianismo en el siglo V, así fue también que desde ese siglo hubo dos sistemas contrarios conocidos, el agustinianismo y el pelagianismo, apareciendo más tarde el sistema de avenencia conocido como semipelagianismo. De la misma manera, en la Reforma hubo dos sistemas también contrarios, el protestantismo y el catolicismo romano, apareciendo más tarde el arminianismo, que no es otra cosa que el semipelagianismo en versión protestante, lo que hoy es un semiprotestantismo. En cada caso hubo dos sistemas fuertemente opuestos el uno del otro, con la aparición subsiguiente de un sistema de avenencia.