Los valores del Occidente en el Tercer Milenio

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Los valores del Occidente en el Tercer Milenio

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por Antonio Cruz

Gustavo Villapalos y Alfonso López Quintás, dos profesores españoles, escribieron hace algunos años un libro titulado: “El Libro de los Valores”. En él, proponían un viaje por la literatura universal, recopilando textos de diferentes autores que resaltaban ciertos valores de Occidente, propios de la modernidad. Virtudes como la solidaridad, la fidelidad, la responsabilidad, la libertad, la paz o la justicia, eran así descritas por la pluma de autores famosos. El valor de la solidaridad venía encabezado por un poema de Antonio Gómez titulado: “Con un duro”, en referencia a la antigua moneda española de cinco pesetas:

—Abuelita, tengo un duro, ¿Vienes conmigo a comprar?
—¿Qué te gusta, José Enrique, en qué lo piensas gastar?
—Quiero pipas, caramelos, chocolate, mazapán, avellanas, cacahuete, nueces, almendras, un flan…
—Pero, niño, que los duros no se pueden estirar, que si fueran como el chicle ¡cuánto pobre iba a cenar!…
—¿Por qué no cenan los pobres?
—Pues porque no tienen pan.
—Entonces, cómprame un bollo y se lo vamos a dar.

(Antonio A. Gómez, Lecturas comentadas)

¿Qué ha ocurrido, en nuestros días, con tantos valores propios de la cultura occidental? ¿Qué ha pasado con la educación de las virtudes humanas en la época postmoderna?

La formación de la generosidad, la fortaleza, el optimismo, la perseverancia, la responsabilidad, el respeto, la sinceridad, el pudor, la sobriedad, la lealtad, la laboriosidad, la paciencia, la justicia, la prudencia, la audacia, la humildad, la sociabilidad, el patriotismo y tantos otros valores.

Hasta ahora en Europa, defender la propia cultura y algunos de estos valores, casi se ha convertido en un “pecado mortal”. Se considera políticamente incorrecto hacerlo, porque vivimos en medio del pluralismo cultural, ideológico y racial. La consigna general es que conviene mantener el respeto y la tolerancia hacia las demás culturas, y para lograrlo, sería menester silenciar la propia idiosincrasia, las diferencias y los valores tradicionales.

Pero además, un problema añadido es que el individuo posmoderno de Occidente, deteriorado por el bienestar, desconoce las raíces de su propia cultura. Ha perdido la fe en casi todos los valores de la modernidad y ya no parecen interesarle demasiado. Se preocupa por jubilarse pronto —si puede ser a los 50— planificar bien las vacaciones y, sobre todo, no perderse el fútbol “Vía Satélite”.

No obstante, después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, la sorpresa y la incertidumbre han removido el mundo y, en especial, a la sociedad occidental. El posmoderno no puede entender cómo es posible que alguien esté hoy dispuesto a morir matando por sus ideales sociales o religiosos.

Como todos sabemos, las consecuencias inmediatas al atentado fueron la bajada de las bolsas por todo el mundo, crisis en las compañías aéreas, disminución del turismo, reducciones de gastos o de plantilla en numerosas empresas, y miedo generalizado a la correspondencia ya que las cartas se convirtieron en potenciales vehículos capaces de transmitir las infecciones del ántrax.

Sin embargo, los cambios más profundos motivados por el gran ataque del terror fueron aquellos que nos obligaron a plantearnos quiénes éramos en realidad, qué creíamos en lo más íntimo de nuestra conciencia, cuáles eran las bases de nuestra civilización. La antigua utopía humanista de la modernidad que confiaba en la bondad del ser humano que vivía en democracia y libertad, se vio desmentida salvajemente una vez más por un puñado de camicaces que antes de suicidarse matando, todavía fueron capaces de amenazar al mundo con nuevos ataques de una guerra sin cuartel. Incluso hasta la propia postmodernidad descreída, tolerante y legitimadora de todas las ideologías, creencias o particularidades, se sintió golpeada en su fuero interno por la violencia intransigente anclada todavía en plena Edad Media. ¿Por qué ocurrió semejante atropello? ¿Cuáles fueron las causas de tanto odio y de tanto derramamiento de sangre inocente en los albores del tercer milenio? Está claro que por la maldad que anida en el alma humana que es incapaz de reconocer que el Creador, el Dios del universo, es un Dios de amor, de misericordia y perdón. A pesar de todo, la mayoría de los políticos se apresuraron a decir que no se trataba para nada de “un choque de civilizaciones”, sino solamente de un conflicto de poder basado en razones económicas, políticas y militares. Era una expresión más de la tradicional lucha entre los desposeídos del mundo y los ricos del Norte.

Numerosos intelectuales “progresistas” manifestaron en la prensa su oposición a la teoría de Samuel Huntington, que afirmaba precisamente todo lo contrario, que en efecto el ataque a los Estados Unidos respondía sobre todo a un enfrentamiento de carácter cultural y religioso, entre dos civilizaciones muy diferentes, el mundo del Islam y el Occidente de raíz cristiana.

Interpretar de esa manera lo sucedido sería políticamente incorrecto -para quienes se oponían a Huntington-, y una forma de hacerles el juego a los terroristas, ya que éstos estarían muy interesados en disfrazar su lucha por el poder, de choque religioso-cultural entre civilizaciones, y así conseguir más combatientes para su yihad o guerra santa. No obstante, el hombre de la calle no veía las cosas de ese modo.

Unos pocos fanáticos religiosos habían sido capaces de matar miles de criaturas inocentes en nombre del Islam. A esa acción se la calificaba de “guerra santa” y la respuesta de millones de musulmanes por todo el mundo fue levantarse en apoyo de Bin Laden, a quien consideraban como su héroe nacional.

Cómo no iba a ser lógico pensar que la línea de separación entre el terrorismo y el Islam se había hecho tan estrecha que incluso parecía desaparecer. Pues, a pesar de ciertas manifestaciones contra el atentado hechas por algunos políticos musulmanes, lo cierto fue que ningún líder religioso, ningún imán, mulá o ulema del mundo islámico condenó oficialmente los hechos desde una perspectiva confesional. Con su silencio más bien parecían aprobar lo sucedido y echar más leña al fuego. Esto hace pensar que el Islam juega con una doble moral: La que defiende en los países de Occidente en los que está en minoría, acogiéndose a todas las leyes, derechos y libertades democráticas que le favorecen y le permiten difundir su religión; y aquella otra que practica en los propios países musulmanes donde está en mayoría, persiguiendo a todo aquél que no cree en las enseñanzas de Mahoma y eliminando las mismas libertades o derechos de que disfruta en el mundo globalizado.

Cuando una religión se vuelve intransigente y criminaliza a quien no la profesa, esa religión se convierte en un serio peligro para todo el mundo. Como escribió el canciller alemán Gerhard Schröder en el semanario Die Zeit: “Yo lo veo como un conflicto entre la Edad Media, por un lado, y la modernidad, por otro. Estados Unidos sólo representa el símbolo máximo y más poderoso de la modernidad, de lo que llamamos civilización occidental. Y es también el símbolo opuesto a las estructuras medievales a las que aspiran los talibanes y sus aliados espirituales”.

Este es el principal problema, el enfrentamiento entre dos culturas que pertenecen a épocas distintas: La premodernidad teocrática e intransigente del islam frente a la globalización democrática y tolerante de Occidente.

El mapa político mundial ha cambiado radicalmente. En Europa y Norteamérica, las relaciones con los musulmanes se han degradado mientras que, a la vez, países que antes estaban muy alejados, como Rusia, Estados Unidos y China, ahora tienden a unirse frente al enemigo común. El multiculturalismo o la diversidad de etnias, culturas y religiones ya no se contempla con los mismos ojos que antes.

¿Qué va a ocurrir? ¿Cómo afectará todo esto al mundo y a las iglesias cristianas? A pesar de todas las posibles torpezas e injusticias sociales que haya podido generar la política exterior estadounidense en otros países del mundo, y en especial en las naciones islamitas, hay una cosa que es innegable, Estados Unidos es el espejo donde se miran todos los gobiernos de la tierra. Su hegemonía internacional, su poder económico y militar, su dinamismo generador de riqueza, su democracia, su libertad de credos y de conciencia, etc., es decir, todo aquello que los convierte en hiperpotencia mundial, es el resultado de haber heredado de Europa aquel antiguo proyecto liberal forjado a partir del Renacimiento, así como la valoración del trabajo personal como algo querido por Dios y que se gestó con la Reforma protestante.

Estados Unidos, con todos sus defectos, es el prototipo de la democracia liberal moderna que la mayor parte de los países de la tierra envidian o desean para sí. El mundo musulmán, sin embargo, a pesar de haber tenido una gran influencia intelectual, sobre todo durante la Edad Media y principios de la Moderna, hoy ha perdido casi toda su relevancia en el mundo globalizado. Ha sido derrotado ideológica, económica, política y militarmente. El islamismo está actualmente en regresión y ya no satisface las aspiraciones sociales de las nuevas generaciones.

Como afirma el famoso economista, Francis Fukuyama: “No hace falta decir que, a diferencia del comunismo, el Islam radical no tiene prácticamente ningún atractivo en el mundo contemporáneo, excepto para aquellos que son culturalmente islámicos’ (El País, 21.10.01).

Esta humillación general de la cultura y los valores musulmanes en el mundo de hoy ha sido interpretada por algunos grupos radicales como una consecuencia directa de no practicar el auténtico Islam. Alá los habría castigado así por simpatizar con el mundo occidental. Por tanto, la única salida sería volver a la pureza del primitivo islamismo. Y esto es lo que pretendería el gobierno talibán e individuos como Bin Laden. Conseguir que su atentado sirviera para poner en pie de guerra a millones de musulmanes. La lucha sagrada del Islam contra Occidente.

Los terroristas perseguirían enfrentar las dos culturas para lograr así más poder sobre el mundo islámico. Afortunadamente, no todos los que profesan la religión de Mahoma, muchos de los cuales viven y trabajan en Europa o en Norteamérica, piensan de la misma manera.

Ante tal encrucijada es oportuno plantearse una cuestión de fondo que últimamente se ha venido aireando mucho. ¿Posee la religión islámica particularidades que la hacen incompatible con el mundo occidental globalizado o, por el contrario, estaríamos asistiendo sólo al fanatismo aislado de los violentos que malinterpretan las enseñanzas del Corán?

Europa está viendo como se construyen mezquitas en la mayoría de sus países; el idioma árabe se oye cada vez más en los barrios periféricos de las grandes ciudades; proliferan los comercios que ostentan rótulos escritos con caracteres arábigos; el Corán se distribuye libremente sin ningún tipo de problemas, como corresponde a una sociedad abierta, plural y democrática.

Sin embargo, en la mayoría de los países musulmanes no se permite la entrada a los misioneros cristianos, ni se concede permiso para distribuir la Biblia o para abrir iglesias. Miles de creyentes, católicos y protestantes, fueron asesinados durante el año 2000, en diferentes lugares de Indonesia, por negarse a aceptar el islam o por el simple hecho de creer en Jesucristo.

En Afganistán, por ejemplo, se estableció la pena de muerte para los misioneros, así como para toda persona que se convirtiera a la fe cristiana. No existe ninguna comunidad musulmana establecida en Occidente que haya sufrido las agresiones sangrientas que están padeciendo los seis millones de cristianos coptos afincados en Egipto.

A finales de octubre del 2001 seis terroristas irrumpieron en una iglesia cristiana de Pakistán al grito de “Alá es grande” y acribillaron a balazos a 18 personas que estaban celebrando un culto evangélico (“La Vanguardia”, 29.10.01).

Ante esta realidad, la prestigiosa periodista italiana, Oriana Fallací, en “Il Corriere della Sera” se preguntaba: ¿Qué sentido tiene respetar a quien no nos respeta? ¿Qué sentido tiene defender su cultura cuando ellos desprecian la nuestra? Es verdad que no se puede juzgar de la misma manera a todos los musulmanes, pero ¿no debería haber mayor respeto, por su parte, hacia los valores de Occidente?

El líder de los Hermanos Musulmanes egipcios, Mohamed al Hudaibi, manifestó en una entrevista que: “El islam es religión y Estado, libro y espada, toda una forma de vida” (“El País”, 26.10.01).

Esta es, en mi opinión, la raíz del problema que nos ocupa. Tal visión genera una violencia latente en el alma musulmana contra todo aquel que no profese o comparta las enseñanzas de Mahoma y hace que inevitablemente la civilización islámica sea incompatible con las demás civilizaciones, con las que tarde o temprano acabará chocando.

La visión cristiana del Nuevo Testamento, en cambio, propone la separación de la religión y el Estado, así como el rechazo de la espada para solucionar los conflictos. Cuando los fariseos le preguntaron a Jesús acerca de la cuestión del tributo, si era o no lícito pagar los impuestos al gobierno romano, él respondió: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22:21).

La separación de la Iglesia y el Estado es, por tanto, una cuestión esencial dentro del auténtico cristianismo. Cuando esto no se ha respetado, como por desgracia ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, se han cometido atropellos, alienación, exclusivismo e intolerancia religiosa.

Esto es precisamente lo que le ocurre hoy al mundo islámico que no es capaz de concebir la idea de un Estado laico. El Corán se interpreta no sólo como texto religioso sino también como código político, social y cultural. La religión deja de ser entonces algo personal, íntimo y privado para transformarse en pública, externa e impositiva. De ahí que la cosmovisión musulmana genere eventualmente individuos violentos que quieren solucionar los problemas sociales obligando a todo el mundo a practicar las exigencias originales de su religión. Pero, en el fondo, estos radicales no malinterpretan o deforman la religión de Mahoma, como muchos piensan, sino que procuran seguir una antigua tendencia religiosa característica del islam.

Como señala muy bien el catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid, Antonio Elorza: “Se trata de un impulso de naturaleza fundamentalmente religiosa, con un sólido arraigo en el enfoque del sunnismo, la creencia mayoritaria del islam, que se centra en la doctrina fundacional de Alá, contenida básicamente en el Corán y en las sentencias o hadiths.”(“El País”, 22.10.01).

La raíz de la actitud agresiva de Bin Laden y de sus partidarios es profundamente religiosa y va contra quienes no comparten tal punto de vista, sean ateos, cristianos, musulmanes o de cualquier otra creencia. Todos estos “infieles” serían candidatos para ser exterminados por medio de la guerra santa. El mito del islam de los orígenes, al que constantemente se refieren, no tolera los símbolos cristianos en el espacio sagrado de Alá, ni las costumbres o las indumentarias de Occidente, ni las imágenes de seres vivos, ni la emancipación de la mujer, ni la contaminación con la globalización económica. Se trata de la “resurrección de un monstruo del pasado” que parecía muerto, pero desgraciadamente ha vuelto a la vida.

No obstante, el evangelista Mateo en su relato acerca de cómo fue prendido el Señor Jesús, antes de ser juzgado y sentenciado a muerte, dice: “Pero uno de los que estaban con Jesús, extendiendo su mano, sacó su espada, e hiriendo a un siervo del sumo sacerdote, le quitó la oreja. Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mt. 26:51-52). Desde luego quien usó su espada, Pedro, -según escribe el evangelista Juan- podía haber alegado que se trataba de un caso de legítima defensa, de esos que suele aceptar la moral clásica. Sin embargo, el argumento contundente de Cristo fue que la violencia desata una lógica interna que termina por destruir al mismo que la ejerce. Por más vueltas que se le dé, ésta es la auténtica filosofía cristiana acerca de la violencia. Otra cosa es que se haya o no respetado a lo largo de la historia. Desgraciadamente no ha sido así, pero esto no quita valor a la esencia genuina del mensaje de Cristo. El cristianismo no es religión y Estado o Escritura y espada, como el islam, sino amor al prójimo, solidaridad y respeto hacia aquellos que no comparten nuestra misma fe. Hay un abismo entre las dos creencias.

La Buena Nueva de Jesucristo implica también madurez y responsabilidad en la vida de cada creyente. Por el contrario, el islam demanda ante todo obediencia y sumisión total por parte de la umma o comunidad de los creyentes en Alá. Si los cristianos tienen que leer individualmente la Biblia —sobre todo a partir de la Reforma­para poder aplicar sus reflexiones a la vida diaria, la inmensa mayoría de los musulmanes no suelen hacer lo mismo con el Corán sino que se alimentan de aquello que interpretan los imanes y se les predica en las mezquitas. Son éstos quienes instruyen al pueblo y piensan por él. Se genera así una dependencia del líder religioso que en ocasiones puede resultar muy peligrosa, en especial si el imán tiende a ser radical en su interpretación del texto coránico. Frente a la ética del amor al prójimo y de la solidaridad con el débil o el humilde, propia de las confesiones cristianas, la religión de Mahoma fomenta una ética salvacionista que busca ante todo el triunfo del individuo mediante el cúmulo de méritos que le granjeen la entrada directa en el paraíso celestial. El cristianismo es revelación sin religión mientras que el islam es todo lo contrario, religión sin revelación. Según el Corán, Alá se complace en conceder a sus fieles la victoria en este mundo y en el otro el deleite eterno, aunque para obedecerle hayan tenido que recurrir a la violencia más sanguinaria o hayan inmolado su vida por la causa. Mahoma fue un triunfador en el terreno político y sus seguidores, los califas ortodoxos (rasidun) llegaron a conquistar medio mundo en nombre de Alá. Estas son también las motivaciones reales que hay detrás de los talibanes y del propio Bin Laden, extender los dominios del islam por todo el mundo haciendo uso de la fuerza. La referencia a la causa palestina o a Irak, aunque sean problemas reales que la diplomacia internacional deberá solucionar, son meras excusas que buscan legitimidad en el mundo musulmán. Las verdaderas raíces hay que buscarlas en sus convicciones religiosas que consideran a la umma o comunidad de seguidores de Mahoma, como el ente superior a cualquier otra sociedad humana. Es obvio que ante semejante lógica la confrontación con otras formas de pensamiento sea inevitable.

Se ha señalado también que quizá el problema que hoy suponen ciertas formas de islam para la convivencia internacional, se deba a la falta de una adecuada reforma religiosa dentro del mundo islámico. Se dice, por ejemplo, que así como Occidente comenzó hace casi 500 años una lucha que a través de la Reforma protestante alcanzó la democracia y la separación de las iglesias y los Estados, también al mundo musulmán le haría falta un proceso similar “ que recluyera la religión al ámbito de lo privado y respetara las creencias religiosas de cada cual” (Culla, 2001).

Es cierto que la democracia liberal moderna se originó en el mundo occidental cristiano precisamente porque la universalidad de los derechos del ser humano hundía sus raíces en la Biblia y en el concepto de que todos los hombres son iguales delante de Dios. Esto llevó a la convicción de que la democracia es mejor que la teocracia ya que ésta tiende a someter al Estado y genera totalitarismos alienantes. Qué duda cabe que tal reforma de la religión islámica sería algo deseable pues beneficiaría las relaciones entre todas las naciones de la tierra.

Sin embargo, no me parece que la comparación entre esta renovación necesaria del mundo musulmán y la Reforma protestante del siglo XVI sea una equiparación acertada. Lutero, Calvino, Zuinglio y los demás reformadores pretendieron señalar los errores teológicos y doctrinales en los que había caído la religión de Roma. Para ello se volvieron a las Sagradas Escrituras, miraron al cristianismo primitivo con el fin de constatar cómo vivían los primeros creyentes y cuáles habían sido las genuinas enseñanzas de Jesucristo. La Reforma protestante fue, por tanto, un intento de volver a la pureza de la fe original y de la relación personal con Dios sólo a través de Cristo. Los derechos humanos y la democracia de que hoy se disfruta en el mundo occidental son el resultado positivo de aquella vuelta a los valores del Evangelio, llevada a cabo a principios de la época moderna. Esto es algo que todo el mundo reconoce. No obstante, cuando se afirma que el islam necesita también una reforma, ¿qué se quiere decir? ¿que vuelva a su pureza original?

El mahometano que desee retornar a los orígenes de su fe debe ser leal con sus correligionarios y, a la vez, tiene que considerar enemigos a todos los infieles de las demás religiones. En este sentido, los fundamentalistas islámicos son reformadores de su religión, pero esta reforma no le conviene para nada al mundo libre y plural de la globalización.

Por el contrario, el protestantismo del siglo XVI, mediante su intento de poner la Biblia al alcance del pueblo, pretendió acabar con el exclusivismo, la intolerancia y la alienación religiosa que existía en el seno del cristianismo. Fue como la entrada del aire fresco de la libertad para Occidente que hizo posible la aparición de la democracia y de muchos de los valores sociales que existen hoy en día. Sin embargo, la reforma que pretende Bin Laden es una reivindicación del sometimiento teocrático a las opiniones de una clase dirigente religiosa e intransigente. Es la negación de la democracia y de los derechos fundamentales de las personas. Más que de una reforma islámica habría que desear una evolución del mundo musulmán o una aproximación a los valores occidentales de inspiración cristiana. En este sentido habría que“protestantizar” o, mejor aún, cristianizar el mundo islámico. Tal sería, en mi opinión, la verdadera reforma que está necesitando.

En contra de aquellos oportunistas ateos que ante la guerra entre Estados Unidos y Afganistán, aprovechan la confusión general para culpar a Dios, o a la fe en el más allá, de los males del terrorismo y afirman que si no existiera la idea de Dios no se darían tampoco esos creyentes canallas, capaces de suicidarse matando inocentes y no habría violencia ni terror global, podemos decir que quien conoce verdaderamente a Dios es incapaz de destruir a su prójimo porque, ante todo, Dios es amor.

El cristiano está llamado a ser un pacificador y nunca jamás un terrorista. Dios no es responsable de las atrocidades que a lo largo de la historia se han cometido en su nombre. El único culpable es el propio ser humano equivocado. La religión pura y sin mancha, según la Biblia, es la que se ocupa del débil en sus necesidades. Aquella que construye una conciencia personal en el ser humano. La que ha sido capaz de proporcionar fundamento ético al Estado y horizonte de sentido a la democracia.

El terrible atentado de Nueva York ha servido para demoler todos los esquemas laicistas en que confiaba el hombre postmoderno. Una vez más se ha demostrado que, por encima de los planteamientos evolucionistas o ateos, el hombre es creación de Dios y cuando se le derrumba su mundo protector que tan cuidadosamente ha construido, se siente inseguro, se vuelve hacia sus semejantes y levanta los ojos a los cielos buscando la compañía del Creador. Esto es lo que les ocurrió a millones de neoyorquinos, aparcaron su individualismo consumista, le dieron la mano al vecino y destaparon su solidaridad. La mañana del 12 de septiembre, todas las iglesias estaban repletas de creyentes ya que la sed de Dios se agudiza ante la impotencia que provoca el sufrimiento y brota como un volcán ardiente.

Ante esta nueva situación mundial, ¿qué podemos hacer los cristianos? ¿cuál debe ser nuestra actitud frente a los radicalismos, los sentimientos enfrentados, las pasiones humanas y la espiral de la violencia? Creo que para seguir siendo testigos de Cristo en el siglo XXI los creyentes debemos adoptar el equilibrio y la misericordia que siempre caracterizó a Jesús. Es conveniente que recordemos y definamos cuál es la postura cristiana en relación a la caridad y a la justicia entre los hombres. El atentado terrorista del 11 de septiembre y los bombardeos sobre Afganistán han desatado los sentimientos más viscerales que es capaz de ocultar el alma humana. Unos claman por venganza y desean aplicar cuanto antes la ley del talión, otros piden sólo que se haga justicia y algunos miran al Sermón del monte proponiendo que la obligación de los cristianos es ofrecer la otra mejilla.

Conviene pues meditar en la Escritura y reconocer que ésta distingue entre las normas de conducta personal que Jesús exige a sus seguidores, claramente establecidas en el Sermón del monte así como en el capítulo doce de la carta a los Romanos, y aquellas otras normas indispensables para el mantenimiento de la justicia y el orden público por las que deben velar las autoridades superiores, es decir, el Estado y que el apóstol Pablo menciona en el capítulo trece también de Romanos. Es verdad que dice a los creyentes: “bendecid a los que os persiguen”, “no paguéis a nadie mal por mal” y “no os venguéis vosotros mismos”, pero pocos versículos después afirma también que “los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo… Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo”. El cristiano debe regirse por los principios bíblicos del amor al prójimo y por la misericordia, pero el Estado tiene que aplicar la justicia y debe defender siempre a sus ciudadanos, castigando a aquellos culpables que atentan contra la vida de sus semejantes. De otro modo, las naciones se regirían por la ley de la selva y no sería posible la convivencia social.

Los creyentes no deben dejarse llevar por sentimientos viscerales de odio, sino que han de procurar el equilibrio entre la conducta personal misericordiosa y la justicia legítima que deben ejercer las instituciones. Pero, por encima de todo, nuestra esperanza debe estar deposita siempre en el Señor Jesús. Sólo él pagar á a cada cual lo que le corresponde y podemos estar seguros de que ser á un juez justo e imparcial.

Mientras tanto, la misión del cristiano debe ser la de demostrar con su fe y su conducta la superioridad moral, social y espiritual del Evangelio de Jesucristo sobre el Islam o cualquier otra religión humana. Los cristianos estamos en este mundo para dar testimonio de nuestra fe y fomentar una nueva cultura de la paz. Pero para conseguirlo, más que “vencer” hemos de procurar “convencer” (que es “vencer con” el prójimo). Es verdad que se ha de hacer justicia a los violentos y que los terroristas deben ser castigados, pero también tenemos que luchar por erradicar la miseria o el hambre del mundo y por eliminar las dramáticas diferencias entre el Norte y el Sur. Se ha de buscar un nuevo orden económico mundial y una solución pacífica a todos los conflictos por la vía del diálogo político.

Marx dijo en cierta ocasión que “la violencia era la que daba luz a la historia”, pero la Biblia afirma que “Dios aborrece al que ama la violencia” (Sal 11:5). El defensor del pueblo negro en los Estados Unidos, Martin Luther King, poco antes de morir asesinado, escribió en su último artículo estas palabras: “Si todos los negros americanos se dedicasen a la violencia, yo seguiría siendo la voz solitaria que les diría: os equivocáis de camino para conseguir el triunfo de vuestra causa justa”. Pienso que, en pleno siglo XXI y ante la amenaza del terror mundial, estas palabras continúan señalando el camino que debemos seguir.