La autoridad de las Escrituras

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La autoridad de las Escrituras

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por el Dr. Rubén Gil

«La semilla es la palabra de Dios» (Lc 8.11)

«Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe» (1 Co 15.14).

Con esa misma rotundidad los cristianos podemos afirmar que si las Escrituras no son fiables el cristianismo carece esencialmente de autoridad moral y espiritual, y no es más que el producto literario de unas mentes fanatizadas que creyeron ver lo que no vieron y oír lo que no oyeron.

Lewis Wallace escribió la más sensacional de sus novelas: La Palabra. Acometió una tarea verdaderamente osada: Inventar una nueva Biblia tratando de rellenar los años desconocidos de Jesús; así como dar de Su apariencia una descripción completamente divorciada de la imagen tenida por ortodoxa y tradicional.

Según declaró, durante los diez años que estuvo preparando su novela, leyó 178 obras de literatura bíblica, consultó más de 300 libros, reunió 3.500 artículos de periódicos y revistas. Su tarea de investigación fue enorme ya que en los últimos cien años se han publicado más de 70.000 biografías de Jesucristo.

Al terminar su ingente labor en una novela de 733 páginas, con una imaginación y un conocimiento del auténtico Evangelio verdaderamente impresionante, formula la pregunta de Pilatos: «¿Qué es la verdad?» A lo que contesta vencido: La verdad es el amor.

Y es que, como dijo Benavente: «El amor es lo más parecido a la guerra y es la única guerra en la que es indiferente vencer o ser vencido, porque siempre se gana».

Miles de años antes, Juan el apóstol, escribía en el auténtico Evangelio lo siguiente: «Todo aquel que ama, es nacido de Dios y conoce a Dios… porque Dios es amor» (1 Jn 4.7-8). Y para que no hubiese duda: «…lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida… lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos» (1 Jn 1.1-4).

Josefo, un escritor judío de la época, nada sospechoso, dice: «Allí surgió en ese tiempo Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre, porque era hacedor de actos extraordinarios. Un Maestro de los hombres que gustosamente recibían la verdad y atrajo hacia Sí a muchos judíos y a muchos de la raza griega. Él era el Cristo».

El Nuevo Testamento no es, pues, solo el fruto de mentes piadosas, es experiencia. Al leerlo se percibe que no hay premeditación en arreglar una historia. La mano del escritor no alcanza a escribir lo que se agolpa incontenible en la mente. Puede más el deseo de transmitir una realidad cuyo vértice descansa en la resurrección gloriosa de Jesucristo.

El propósito de Lucas, el historiador meticuloso, es: «…poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos y fueron ministros de la palabra…» (Lc 1.1-2).

Como el ciego sanado por Jesús (Jn 9), los autores del Nuevo Testamento describieron con rotundidad y sencillez los hechos, sin preocuparse en explicarlos porque la verdad no necesita justificantes. Generalmente, la historia es escrita por personas que nunca estuvieron en el lugar de los hechos, pero este no es el caso del Nuevo Testamento.

LAS ESCRITURAS Y EL PUEBLO JUDÍO

Para salvar las obras de arte de la rapiña nazi durante la Segunda Guerra Mundial, se distribuyeron las mismas entre personas particulares. Hubo un conservador que se hizo cargo personalmente de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci; la llevó trabajosamente por toda la Francia ocupada. Este peregrinaje tuvo lugar en medio de la furia y la catástrofe, en un mundo desolado por la guerra y el horror. Mientras las bombas arrasaban Londres, mientras millones de judíos y gitanos eran gaseados, mientras todo sangraba y moría, el conservador se aferraba a su cuadro.

El creyente judío cree que las Escrituras fueron inspiradas por el Espíritu Santo y define así lo que es inspiración: «Decimos que hay inspiración en el arte cuando el paso de los años no consigue marchitar la obra maestra. No es una prueba de la inspiración de Moisés el hecho de que su ley aún subsista, pero el poder inexpugnable de ella la hace una de las más maravillosas de la historia».

Otro judío, Herman Wouc, escribió: «Si queremos conocer la historia de Israel no podemos leerla en las tablillas y en las tumbas. Solo podemos leerla, bien o mal, en la Biblia». La arqueología afirma: «Sí, así fue; he aquí una tablilla de arcilla que confirma lo que dice la Biblia». O bien: «No encontramos nada en este túmulo que respalde el relato bíblico». Pero también: «Esta inscripción demuestra que era correcta la situación del poblado que menciona la Biblia».

La veneración que sienten los judíos por la Torá, mantenida siglo tras siglo, no tiene paralelo. Cualquiera puede decir lo que le plazca sobre los judíos. Pero nadie podrá negar que ese pueblo ha vivido pendiente de un solo libro y ha muerto por él, empapando en él su vida cotidiana. Ellos y sus hijos, y los hijos de sus hijos, se pasaron la antorcha de una generación a otra como si no existiese el tiempo ni la mudanza, como si las circunstancias no alteraran las cosas, como si más de tres mil años fuesen un breve lapso de tiempo.

Y no olvidemos que ese pueblo posee la lista más notable de celebridades en todos los campos de la ciencia y de la filosofía: no es un pueblo retrógrado.

La Biblia es para los judíos la imagen del Dios invisible desprovisto de todo excepto de la Palabra de Dios escrita en un pergamino, ellos han vertido sobre éste, toda la fidelidad, todo el amor de que son capaces los hombres.

Simplemente con estos datos nos bastaría para no dudar jamás que la Biblia es punto y aparte respecto a cualquier otra comparación.

La Biblia no solo ha cambiado y guiado a un pueblo sino que ha cambiado la historia del mundo.

LA IMPORTANCIA DE LA REFORMA

Nuestras llamadas iglesias evangélicas, que suponemos latentes durante toda la historia de la cristiandad, surgen a la luz con y a través de la Reforma. Martín Lutero, quien la promueve, es un teólogo y monje «agustino». Lo que pretende «reformar» es su propia iglesia, por eso se queda a medio camino. «Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo» (Mt 9.16).

Lutero es quien propone que la Biblia sea la regla de fe y práctica del pueblo de Dios. Traduce al alemán las Escrituras (hasta entonces escritas en hebreo o en latín). El lema de la Reforma es: «Sola Escritura»; el texto que enarbola: «El justo vivirá por la fe» (Hab 2.4 y Ro 1.17).

La Reforma es la consecuencia de una reflexión espiritual a la luz de las Escrituras; es, además, una revolución cultural, política y económica y establece un techo moral al mundo cristiano de su época. Nunca más la justicia y la práctica religiosa dependerán de la bondad de los reyes o del capricho de una institución religiosa, pero sí de la autoridad suprema de las Escrituras. La Reforma afirma además, una verdad que nunca hay que olvidar: «Podemos examinar las Sagradas Escrituras libremente (libre examen), pero a nadie le es permitido interpretar libremente la Biblia». Ella se interpreta a sí misma por el poder del Espíritu Santo (Jn 14.15-26).

Como consecuencia de la Reforma y a la luz de las Sagradas Escrituras, el pueblo creyente descubre que la Biblia es la «Constitución del Cristianismo», la única Palabra de Dios. Descubre, que no existen iglesias nacionales, aunque sí las locales; descubre que el Espíritu Santo no es monopolio de ninguna personalidad eclesiástica, sino que pertenece a cada creyente nacido de nuevo y también que Jesucristo es el único y suficiente Salvador (Ef 2.8).

En el Nuevo Testamento no tenemos un modelo de iglesia local, solamente se nos menciona que los creyentes «se reunían para orar y participar en el partimiento del pan» (Hch 2.45). Pero sí nos aconseja que todas las cosas «deben hacerse con decencia y con orden» (1 Co 14.40).

Para la iglesia, la Biblia es la regla de fe y práctica, a fin de que no usemos la fe sin razón y la práctica sin medida.

EL CRISTIANISMO Y LA MODA

Como respuesta a las «iglesias bonsáis», que tienen apariencia de árbol pero decrecen lánguidas e infructuosas, han surgido grupos de exaltados que están induciendo a muchos creyentes a una espiritualidad basada única y exclusivamente en las emociones.

Quevedo, el poeta español, dice en uno de sus versos:

«No ha de haber un espíritu valiente,
siempre se ha de decir lo que se dice,
Nunca se ha de decir lo que se siente».

Hace algunos años, no demasiados, en esa tierra «que fluye leche y miel y toda clase de rarezas» (EE. UU., todo hay que decirlo), un hermano llamado Mills, escribió unos libros muy atractivos en su temario y no desprovistos de cierta originalidad: «El vino nuevo», «La segunda milla» o «El segundo toque». Como es natural, tuvo sus adeptos. «El segundo toque» se puso de moda y el autor de la idea se jubiló con buenas ganancias sin duda. Nos dejó con el concepto de que si no habías recibido «el segundo toque», estabas crudo.

En consecuencia, para muchos, el evangelio no significa buscar a Dios a través de la clara enseñanza bíblica, sino una vida espiritual en busca de experiencias y mientras más sensacionales, mejor.

Dentengámonos para reconocer que cada generación de cristianos corre el gran peligro de desviarse de la verdadera fe. En los tiempos de Cristo, los fariseos perdieron de vista al verdadero Salvador, pues toda su atención la pusieron en la interpretación que daban a las leyes de Moisés. En los tiempos de Martín Lutero, la iglesia católica elevó las tradiciones (interpretaciones de hombres) de la iglesia para colocarlas a la par de la Biblia, permitiéndoles escoger convenientemente entre dos autoridades para determinar sus posiciones religiosas.

Leer la historia del cristianismo es leer de un desvío tras otro y de los hombres que Dios levantó para regresar a los fieles a la verdad divina revelada en las Sagradas Escrituras.

No seamos ingenuos pensando que tal peligro no lo corremos hoy. Satanás utilizará cualquier medio posible para quitar nuestra vista y pensamiento de la verdad de la Palabra de Dios. Logrando esto los fieles se quedan sin brújula, sin orientación correcta, víctimas de toda clase de error. El engaño más sutil es sustituir algo «bueno», que nos trae satisfacción instantánea, por lo que es «mejor», que se logra con paciencia y lucha.

Seamos brutalmente francos. Hoy corre por la iglesia evangélica una ola de fervor religioso que de por sí podría fácilmente quitar nuestros ojos de lo mejor que Dios tiene para nosotros, de modo que solo veamos lo sensacional y extraordinario. No es que el fervor en sí sea malo, sino que corremos el riesgo de creer que lo que Dios vino a darnos es una serie de sensaciones y experiencias extraordinarias en lugar de un cambio radical de vida y conducta. Por lo tanto, «esa otra experiencia nueva» llega a ser el objetivo de la vida cristiana en lugar de un andar fiel y equilibrado con Dios.

¿De qué me vale hablar en lenguas desconocidas si por mi tanto hablar no dejo que Dios me hable a mí por Su Palabra? ¿De qué me vale pasar una hora o dos aplaudiendo a Dios si esa acción me priva de recibir un mensaje suyo que tan desesperadamente necesita mi alma? ¿De qué me vale entonar canciones reiterativas al Santo Dios hasta el agotamiento, si al terminar salgo del culto sin conocer el camino por el cual un hijo de Dios ha de andar? ¿Se deleita Dios más con mis aplausos, mis aleluyas y mis canciones que con mi obediencia y fidelidad?

¿Se complace tanto Jehová en los holocaustos y en los sacrificios como en que la palabra de Jehová sea obedecida? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios y el prestar atención es mejor que el sebo de los carneros (1 S 15.22).

A cuenta de la infidelidad del pueblo, Dios dijo: «Aborrezco, rechazo vuestras festividades, y no me huelen bien vuestras asambleas festivas. Aunque me ofrezcáis vuestros holocaustos y ofrendas vegetales, no los aceptaré, ni miraré vuestros sacrificios de paz de animales engordados. Quita de mí el bullicio de tus canciones, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos» (Am 5.21-23).

Si no damos tiempo en nuestra adoración para escuchar el mensaje de Dios, ¿cómo sabrá el pueblo lo que Dios pide de ellos? Cuando se prescinde del texto bíblico y se suple por testimonios de drogadictos o enfermos en fase terminal o por paralíticos y malvados convertidos, estamos en peligro de perder lo más importante por aceptar lo secundario. Si el pueblo de Dios pierde de vista Su mensaje, está en grave peligro de perder la verdad y seguir el camino del error.

La «autoridad» para un cristiano no es un testimonio, no es una visión ni una sensación, no es una figura humana por destacada que sea, no son las opiniones de la mayoría y lo que ellos hacen; sino la Palabra de Dios. Sin ella estamos en tinieblas. Sin ella no sabemos el camino que debemos tomar. Sin ella estamos perdidos, viviendo en este mundo confusos, sin rumbo ni dirección.

CONCLUSIÓN

¿Qué entendemos por autoridad de las Escrituras?

Nosotros no somos «bibliólatras», en el sentido de que erigimos un altar a un libro para adorarlo, no. Nuestra adoración es para el Autor de ese bendito libro en el que Él nos instruye para vivir vidas que le agraden. Su libro es Su carta de amor que nos lleva a la reconciliación con Dios y a la vida eterna. Creemos en la autoridad incuestionable de la Biblia, por su origen, por su verdad, por su contenido inspirado y porque Jesucristo en su vida y obediencia a esa Palabra afirmó la importancia de ese libro: «Yo para eso he nacido y para esto he venido al mundo», dijo, «para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz».

Con una rotundidad sin precedentes dice: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos con él morada. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía sino del Padre que me envió» (Jn 14.21-24).

No vamos a la Biblia en busca de pruebas, ni mera información, vamos a ella porque queremos conocer a su Autor y aprender la manera de vivir para complacerle, pues la Biblia es nuestra sola autoridad.

COMENTARIOS ADICIONALES

«Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traza mi propio destino.» —Miguel de Unamuno.

«La mayoría de las personas aceptan los dogmas de su religión como los artículos del reglamento de su club, sin pensar en ellos más que cuando algún socio pide su lectura en la junta general.» —Palacio Valdés

«La idea de la libertad, se funda en la del libre albedrío y el libre albedrío no es un descubrimiento de la filosofía, es un hecho revelado por Dios al género humano.» —Donoso Cortés