GP Biografía 19: Secuestrado por los guerrilleros

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GP Biografía 19: Secuestrado por los guerrilleros

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por Ray Rising

Una experiencia amarga usada por Dios para enseñarme
a amar y predicarl el evangelio a los guerrilleros.

Jesús dice, en Juan 12:26: “Si alguno quiere servirme, que me siga; y donde yo esté, allí estará también el que me sirva.”

Allí estábamos: Pepe y Juanita, mi familia y yo. Pepe y Juanita son una pareja de misioneros encantadores, que traducen el Nuevo Testamento para el pueblo guambiano, que lo espera hace unos 400 años. Mi esposa Doris y yo nos ocupábamos de las relaciones públicas. Tratábamos con los vecinos de Portales, Colombia, a unos seis kilómetros de nuestro centro de traducciones. Un pueblo muy precario, al que ayudamos con electricidad, medicinas y consejos médicos.

El secuestro

Era “Semana Santa” el 31 de marzo de 1994, cuando paseaba en mi motocicleta con algunos chicos. Al regresar a casa un sujeto me bloqueó la entrada. Sacó una pistola y me apuntó. Otros dos me rodearon con sus armas. “¿Qué quieren?” les dije, “No tengo dinero”, revisando el bolsón en el que llevaba mis documentos.

“Venga con nosotros”, dijeron conminándome con la pistola. Bajé de la moto con un radiecito que tenía para comunicarme con mi esposa. Me lo arrancaron y lo metieron al bolsón, sin percatarse de que se encendió con el brusco movimiento.

Mientras tanto mi esposa escuchaba por el transmisor una respiración fuerte, ruidos extraños y algo así como: “Apúrense, tenemos que salir de aquí”. Esa fue la última vez que oyó de mí en 810 días.

Los malhechores y yo nos alejamos furtivamente de la población. Viajamos toda la noche. Al amanecer me entregaron a ocho guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, una organización que lucha contra el gobierno.

Solo en 1994 ocurrieron 1300 secuestros. La mayoría debido a los guerrilleros. Sabía que estaba metido en un gran lío, y que además, mi sociedad misionera no pagaba rescates.

Mi cama era de palos con un colchón de hojas. Tenía un mosquitero y una lámina plástica por techo. Eso era mi albergue.

Al final del primer mes le pregunté a uno de los guerrilleros que me vigilaba: “¿Qué harían si llegasen los militares?” Me dijo: “¡Casi nunca vienen! Por qué, ¿eres importante?” Le dije: “No, solo quería saber”. Pero al día siguiente llegaron.

Escuchamos un helicóptero. No lo podíamos ver. A menudo oíamos una ráfaga de ametralladora. El guardia, nervioso, intentaba verlo. Al rato recibieron un mensaje: “Hay que huir, diríjanse al río”. Allí había una piragua. “Tírate al piso”, me gritaron. Así lo hice. Navegamos varias horas.

En mayo llegamos a un campamento mejor. Pero aparecieron unos aviones sobrevolando la zona. “Rápido, hay que salir de aquí. Nos vieron nuevamente”, dijeron. Así que partimos otra vez.

El follaje era tan tupido que no se veía el cielo. Había arena por todas partes, hojas secas y… “¡Culebras!”, exclamé. A lo que respondieron: “Hay muchas por aquí”.

Caminamos hasta el día siguiente. Alguien dijo: “Mejor que te apures, come y duerme algo; nos levantaremos temprano”. Apenas me dormí, cuando me despertaron. “Tenemos que seguir. Prepárate”. Volvimos a marcharnos. Pregunté: “¿Qué hora es?” —”Las veintidós treinta”.

La providencia divina

Caminábamos veinticinco horas y descansábamos cuatro. Cierto día dije: “Oigan muchachos, no tengo quince años. Esto es duro para mí”. Todo ese tiempo Dios me acompañó y alentó con algunos textos como Proverbios 3:5-6: “Fíate del Señor…” E Isaías: “No temas… siempre te ayudaré” (41:10).

Pedí un Nuevo Testamento en castellano y me lo consiguieron. Lo abrí y leí: “Iglesia Aliancista de Granada Meta”. Tenía unos salmos selectos de los que Dios me dio tres promesas. Del Salmo 46: “No temas… estoy contigo;”. Del Salmo 121: “Nada malo te sucederá“. Del Salmo 146: “Serás libertado“; aunque no dijo cuándo.

Los primeros cuatro meses fueron muy difíciles porque el comandante era un tipo violento. No dejaba que me hablaran. Cuando él no estaba, todos me hablaban. Quería testificarles a esos hombres y hablarles del Señor. Estaba orando por eso, cuando contestó mi oración.

El 2 de agosto de 1994 fue mi cumpleaños y apareció un relevo. Se me acercó y me dijo: “¿Cómo lo tratan?” Le contesté: “Bueno, no me dejan hablar con nadie”. Él me respondió: “Ahora puede hablar con quien quiera”. Exclamé: “¡Gracias, Señor, por el regalito de cumpleaños!”

En julio de 1994 recibí un Nuevo Testamento con mi nombre y un impermeable amarillo; procedían de mi casa. Eso me alentó muchísimo. Cada mañana estudiaba dos o tres horas para ver lo que me diría mi Gran Comandante. Era maravilloso. Deseaba hablarles a mis captores. Los consideraba. Ya saben: “Amad a vuestros enemigos. Hacedles bien”. Esa era nuestra tarea en el Instituto Lingüístico de Verano, traduciendo la Biblia para que puedan leerla todos.

Pedro, mi enfermero, tenía unos veintisiete años de edad. Me dijo que había leído el Antiguo y el Nuevo Testamento. Luego estudió magia. Dijo que le habían disparado balas y no le hicieron daño. De vez en cuando lo veía mirándome con desprecio.

Un día, se enfermó gravemente. Estaba acostado, gimiendo y el Señor me dijo: “Ama a tu enemigo; haz bien a los que te aborrecen; ora por ellos“. Yo le respondí: “No quiero orar por este tipo”. Pero me le acerqué y oré por él. Al día siguiente estaba bien.

Meses más tarde, me dijo:Oiga, Ramón, ¿cree que hay salvación para mí?” Le dije: “Claro, Pedro, hay salvación para todos hasta que uno muere. Entonces es demasiado tarde”.

El ruido de un avión interrumpió nuestra conversación. “Apaguen las velas; las linternas”, gritaron. “Es un avión de reconocimiento o con drogas. La próxima vez lo derribaremos”. Dos días después a las ocho de la mañana lo oímos de nuevo: era un helicóptero con unos treinta soldados. Y aterrizó al lado del bosque donde me tenían secuestrado. Luego despegó y se elevó disparando ráfagas de ametralladora, pero no contra nosotros.

Ahora bien, ¿qué pasa por la mente de uno en esos momentos? Nuevamente el Señor estaba allí, y me dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo“.

Dios nos cuida aún secuestrados

El 24 de diciembre de 1994 pensaba en mi familia, mientras leía un periódico viejo y me preguntaba qué estarían haciendo. En ese tiempo no me permitían escuchar radio. Pero el guerrillero que dormía al lado mío tenía uno encendido. De pronto, oí que alguien hablaba en inglés y atendí para escuchar. Era mi esposa, Doris. Alguien le traducía al castellano. Qué aliciente fue oír su voz la víspera de Navidad. ¿No es bueno Dios? Él cuida de los suyos.

Un día le hice un favor al comandante y me prestó un radio. Estaba deseoso de oír la Palabra. Lo encendí, aunque no capté mucho. Pensé: “Este aparato necesita una antena”. Como me gusta inventar, me las arreglé; y capté todo tipo de emisoras.

Inmediatamente escuché a un evangelista. Leía en Hebreos 11, el capítulo de la fe. Miré mi pequeño Nuevo Testamento y allí estaba Hebreos 10:36: “Necesitan perseverar, para que, cuando hayan cumplido la voluntad de Dios, puedan recibir lo prometido“. ¿Recuerdan esas promesas? “Serás libertado”. Perseverar. Pensé: “Pero, ya van tres meses. Voy a tener que perseverar”. Fueron dos años más y mucha gente perseveró conmigo en oración. ¡Alabado sea el Señor!

A veces me levantaba en la mañana y decía: “Por favor, Señor, espero que tengamos un día agradable, tranquilo y sin helicópteros”. En efecto, muchas veces pasaban muy cerca y hasta sentíamos estallar bombas a poca distancia. Pasamos momentos terribles.

Cierta vez cambiaron de comandantes y el nuevo me prestaba su radio los domingos para que oyera programas evangélicos. En uno de ellos, en 1995, escuché al Dr. Tony Evans decir: “Algún día podrán recordar y contar la historia”. En ese momento un avión de reconocimiento rozó la copa de los árboles. Los guerrilleros corrieron hacia mí gritando: “Empaqueta tus cosas, tenemos que salir de aquí. A veces lanzan bombas”. Una sola bomba habría destruido el campamento. Habríamos desaparecido. Sin embargo, quince minutos después oí, en otro programa, un himno que decía: “Su ojo está sobre el gorrión, y sé que por mí vela”.

Así que hicimos las maletas y partimos. Pensé: “Gracias, Señor, que algún día voy a recordar para contar la historia. Pero mientras tanto, ‘su ojo está sobre el gorrió, y sé que por mí vela'”. Cada vez que necesitaba saber algo, el Señor se comunicaba conmigo, por su palabra, escrita o hablada.

En marzo de 1996, Jaime me acompañó a bañarme. Tenía 16 años; era como un hijo para mí. “Acaban de dejar caer algunos folletos hoy. Llevaban su fotografía y una de su esposa con su madre. Ella se la pasa llorando”, me dijo. “Pero no le diga a nadie que se lo conté”. Así que volvimos al campamento y pensé: “¿Cómo consigo esas fotos sin arriesgar a Jaime?”

Sabía que podía apelar a su simpatía, así que llamé al comandante interino y le dije: “Sabe, ha pasado mucho tiempo. No sé nada de mi familia. Mi madre tiene 90 años. No sé dónde están mis hijos”. “Oh”, dijo, “acaban de lanzar unos volantes hoy. Veremos”. Así que decidieron recortar las fotos, pero sin decírmelo, y dármelas. Aún las tengo… no están muy buenas, pero son maravillosas.

El comandante interino no me quiso decir lo que explicaba el folleto, pero ya lo sabía. El Señor, pues, siempre me permitió tener amigos — grandes y pequeños.

Ahora bien, el Señor me dijo: “Acuérdate, Ray, de tu llamamiento. Eres un servidor. Tienes que ayudar y hacer el bien”. Así que corté pelo. Arreglé grabadoras de casetes. Oré con los enfermos. Dios permitió que me hiciera amigo de ellos. Él dispuso en mi corazón que hablara del evangelio con esos jóvenes. Tenían entre catorce y veinte años.

Así que les expliqué el plan de salvación a los 50 guerrilleros que me acompañaron 810 días.

A fines de marzo del 96, se rumoró que enviarían relevos. Pensé: “Ya van dos años. Más relevos, más tiempo”. Un poco desanimado leí Mateo 27 y 28: Pilato selló la tumba, apostó soldados y un ángel del Señor bajó y se sentó en la tumba y los soldados quedaron como muertos.

El Señor me recordó otra vez: “Mi plan se cumplirá”. En ese momento alcé la vista y vi entrar al campamento cinco guerrilleros de relevo fuertemente armados. Recordaba a cuatro, estuvieron conmigo antes. Entablé amistad con uno de ellos y ahora lo enviaron de vuelta como comandante.

El 12 de abril de 1996 recibieron un mensaje para que me trasladaran más al norte. Todos los caminos y la civilización se hallaban allí. Entonces este comandante, que se llamaba Carlos Vega, me llevó a un lado. Dejó que los demás cruzaran el río antes de nosotros, y me dijo: “Creo que se están preparando para liberarlo pronto. Pero no diga que se lo dije”.

Bueno, la primera noche en el camino oíamos truenos y relámpagos. Armamos una cubierta, nos sentamos en el suelo y nos metimos debajo, para pasar la lluvia.

Cuando dejó de llover, oímos un gran ruido; me abrí paso entre las ramas y vi alrededor. Resulta que el árbol cayó y se detuvo justo encima del cobertizo donde estuvimos sentados. El Señor me recordó el Salmo 121: “Ningún mal te sucederá“.

Así que partimos de nuevo a otra zona. Caminé con el agua hasta el pecho y con mi carga en alto, debido a la inundación. Al fin llegamos a un lugar seco donde no había escorpiones, solo serpientes.

El 16 de junio de 1996, día del padre en Colombia, recibieron un mensaje para que preparara mi liberación. Cuando me decían algo así, no lo creía mucho, porque me mentían frecuentemente. Así que les decía: “¿Irme, como quien dice, frío en una bolsa plástica? o ¿tibiecito?” Ello se reían. Pero esta vez empezó a llover torrencialmente y pensé que no saldríamos. A eso de las diez y media la lluvia amainó y vinieron a buscarme.

“Lleva solo lo que necesitas para esta noche”, me dijeron. Quería llevarme mi diario, pero me dijeron: “Con una memoria como la tuya, ¿quién necesita esos cuadernos?” Ojalá los tuviera ahora.

Finalmente salimos del campamento, pasamos un río y llegamos a un campo. Allí había un jeep. Nos recogieron, se internaron en los matorrales, en un lodazal. No vi camino alguno. Sencillamente manejaban. En el vehículo íbamos unas quince personas.

Como a la medianoche, nos hicieron bajar. Caminé con varios jóvenes que estuvieron conmigo durante varios meses, hasta las dos de la madrugada. A esa hora aparecieron tres más para acompañarme el resto del camino. ¿Saben?, me dieron la mano y me desearon buena suerte.

Conclusión

¿Qué aprendí en esa aventura? Que Jesús siempre nos acompaña, e imparte instrucciones para el servicio, en cualquier situación en que estemos. Por tanto, debemos ser íntegros. Santos. Tenemos que depender de las promesas de Dios (Ro 4:21).

Quisiera volver algún día y mostrarles la película “Jesús”. Oren para que Dios abra una puerta. ¿Saben? Jamás habría pedido ser misionero entre los guerrilleros. Si se lo hubiese planteado a mis supervisores, habrían dicho: “¿Estás mal de la cabeza?” Pero Dios tenía un plan. Él quiso que pasara un buen rato con esos jóvenes y compartiera el mensaje de Jesucristo con ellos. Él tiene un plan para usted, para ellos y para mí.