El más veloz de los africanos

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El más veloz de los africanos

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 por E. H. Arensen

“En lo más profundo del corazón corro para Dios.
Antes de los torneos me retiro a orar a solas en mi cuarto.
Así me preparo para actuar a toda capacidad en la pista”.
—Kipchoge Keino

HABIAMOS RECORRIDO más de 160 kilómetros aquel día de 1965, no para contemplar como el monte Kenia proyecta sus 5,193 metros de altura contra el azul del cielo, sino para entrevistarnos con Kipchoge Keino, una de las más novedosas estrellas mundiales de la pista. Para nosotros era un extraño. Lo único que sabíamos de él era lo que los periódicos habían publicado. Como subinspector de la policía de Kenia, Kipchoge Keino estaba destacado en la escuela de adiestramiento militar de un poblado llamado Kiganjo.

Al entrar a los terrenos de la escuela de adiestramiento militar, el sol refulgía contra el verdor del césped. Un fornido policía nos llevó hasta donde Keino trabajaba. Cuando nos lo presentaron, usaba uniforme y zapatos de pista. Nos explicó que su tarea era poner en forma a los nuevos reclutas de la policía. Era un trabajo ideal para el joven atleta, porque lo ayudaba a mantenerse en forma el mismo.

El joven y esbelto atleta sonrió cuando le preguntamos el significado de su primer nombre.

“Kipchoge quiere decir ordeñador de cabras. Nunca he sido ordeñador de cabras. Ese era el nombre de mi abuelo y me lo pusieron a mí. He tenido dificultades con mi apellido, porque en mi lengua materna es un buen nombre, pero en la lengua de la tribu Kikoyu es una mala palabra. No hace mucho el presidente de Kenia, Jomo Kenyatta, me cambió el nombre por el de Kieno. Pero la prensa nunca me ha cambiado el nombre, así que todavía me llama Keino. Esto confunde un poco”, ­dice agitando la cabeza apenado.

Reímos con aquel afable joven cuyo nombre había brillado repetidamente entre las estrellas del deporte como uno de los mejores corredores de distancia de todos los tiempos. Había obtenido fama bajo el nombre de Kipchoge Keino y ya era difícil cambiarlo, porque el mundo escribe los nombres de sus héroes con tinta indeleble.

A continuación le preguntamos sobre sus triunfos en Europa. Kipchoge sonrió alegremente y nos mostró el emblema que ostentaba en la camiseta. Como no entendíamos lo que significaba, nos explicó que estaba en sueco. Había intercambiado camisetas donde había establecido su primera marca mundial al batir la marca de los 3,000 metros en 7 minutos, 39.6 segundos. Evidentemente había sido un gran triunfo, aunque según él hubiera podido ser mayor.

—Me gusta correr —nos dijo—, y lo único que tengo que hacer es mantenerme bien en forma. Estoy seguro que puedo romper mi marca en los 3,000 metros y también en los 5,000 metros. En Nueva Zelandia había batido el récord mundial de los 5,000 metros al retar y superar al fabuloso Ron Clark.

—¿Corría usted cuando muchacho, Kipchoge? —le preguntamos. Sabíamos que los cerros de Nandy, donde había vivido, eran escarpados, y nos lo imaginábamos cabreando entre ellos mientras se le desarrollaban los músculos y los pulmones.

—No, no mucho —contestó— Cuando me inicié en la escuela y entré en competencia, empecé a correr de verdad. Comencé con carreras cortas, pero me di cuenta que me destacaba más en las de distancia. Al terminar en la escuela, me alisté en las fuerzas policíacas, donde he encontrado el espíritu de competencia y disciplina necesario para competir en carreras importantes.

—¿Cómo practica? —preguntamos— ¿Tiene instructor?

—No —respondió— Mal Whitfield, el norteamericano que ganó las tres medallas de oro en las olimpíadas, está en Kenia ayudando en el programa de competencias. Me enseñó algunos detalles útiles, pero por lo general uso mi propio sistema. Corro tramos de 100 metros. De esta forma sé que en cuatro veces corro 400 metros y en 16 veces, 1,600 metros. Esto me ayuda a practicar el ritmo y a saber si necesito acelerarlo o aminorarlo. En la actualidad corro seis o nueve kilómetros al día para mantenerme en forma.

Nos dirigirnos juntos hacia una gran pista ovalada, porque queríamos tomarle algunas fotografías mientras corría. Puso el cuerpo en tensión. Su delgada figura de 1.75 metros de estatura estaba casi erecta, no inclinada hacia adelante. Echó a correr y en poco menos de tres zancadas corría casi sin esfuerzo, con un movimiento rítmico que devoraba la distancia. De piernas delgadas, su aspecto es el de un galgo.

Tomamos las fotografías, y Kipchoge volvió corriendo a conversar con nosotros. Nos quedaba una pregunta importante que formularle. Kipchoge nos contempló con curiosidad cuando le preguntamos acerca de sus creencias religiosas. Quizás era la primera vez que un periodista le formulaba tal pregunta.

—Soy cristiano —respondió—. Hace algunos años, movido por las enseñanzas de mi suegro acepté la salvación que Cristo ofrece. Todas las noches nos sentábamos alrededor de la estufa y él nos leía La Biblia, luego discutíamos sobre cristianismo. Un día decidí aceptar a Cristo como Salvador.

No hace mucho un periódico publicó un artículo sobre Kipchoge en el que afirmaba que el corredor se cohíbe de todo cuanto sea vida nocturna y que antes de cualquier torneo procura estar a solas. El periodista, sin embargo, no dijo cuál era la verdadera razón.

—Me encanta correr —nos confesó— Como un keniata leal, corro por Kenia y el presidente Kenyatta. Pero en lo más profundo del corazón corro para Dios. Antes de los torneos me retiro a orar a solas en mi cuarto. Así me preparo para actuar a toda capacidad en la pista.

No hace mucho alguien escribió en Sports Illustrated el siguiente comentario sobre Keino; “Pocas veces alguien ha llegado a tanto tan rápido con tan poca ayuda”. Pero en aquel encuentro nuestro con el veloz africano nos dimos cuenta que el secreto de sus éxitos está más allá de sus capacidades físicas.

Tomado del libro Héroes Olímpicos, por Juan Rojas y Les Thompson 2008 © Logoi, Inc. Todos los derechos reservados