La labor del Dr. Mario Llerena, autor de esta obra, se basa en la exégesis de la actividad humana, la más humana de todas. En las palabras del autor de la primera gramática castellana (1492), Antonio de Nebrija, conocido en su tiempo por el nombre de su pueblo natal, Lebrija o Nebrija (en realidad su nombre era Antonio Martínez de Cala), «… la lengua nos aparta de todos los otros animales e es propia del hombre…»[1]Elio de Nebrija, Gramática de la lengua castellana (Salamanca. 1492), ed., with an introduction and Notes. Ig. González-Llubera (London: Oxford University Press, 1926), p. 6 .
Nos explica además (dirigiéndose a la reina Isabel) el genial autor de la primera gramática de un idioma vulgar que, sin la codificación de la lengua, desapareceria la memoria de una civilización. Sin la «uniformidad» del idioma, no hay historia. «Porque si otro tanto en nuestra lengua no se hace como aquellas [el griego y el latín] , en vano nuestros cronistas e historiadores escriben e encomiendan a inmortalidad la memoria de vuestros loables hechos e nosotros tentamos de pasar en castellano las cosas peregrinas e extrañas, pues que aqueste no puede ser sino negocio de pocos años. Y será necesaria una de dos cosas: o que la memoria de vuestras hazañas perezca con la lengua, o que ande peregrinando por las naciones extranjeras, pues que no tiene propia casa en que pueda morar…»[2]Ibid., p. 7. Sobre todo en esta década, cuando tantos de los que hablan el idioma de Nebrija se encuentran en países extranjeros, es menester reafirmar lealtad y admiración a la hermosa estructura lingüística del idioma español. La adhesión a la forma correcta del lenguaje es, en el sentido anlplio de la palabra, un acto de patriotismo. Quien rinde homenaje a las más altas realizaciones de su cultura, también cumple. ¡Lo culto no quita lo valiente!
Mientras más aislados estemos del ambiente vital del lenguaje, tanto más tendremos que luchar por mantenernos firmes ante la invasión –para no decir incrustación– de otras lenguas, que si no son menos nobles en su inmanencia, están ajenas de los conceptos y valores hispánicos.
Para bien hablar y escribir el idioma, al aire libre que digamos, dentro de las propias fronteras, se requiere respeto; para hacerlo bajo las copiosas lluvias de palabras y expresiones extranjeras se necesita devoción y hasta ciertos atributos quijotescos. Es, pues, la obra del Dr. Llerena, en cierta medida, un intento de izar bandera «de estilo de la lengua española» en medio de un mundo lejano desde el cual apenas se divisa la gloria del antiguo imperio. Lo que para otro habría sido grito estridente en el desierto en su —ni como historiador ni como literato jamás se ha rendido el Dr. Llerena a la amargura— es para el autor del presente texto una voz de orgullo, una llamada a un acto que celebra la nobleza del idioma español.
Este manual de estilo de la lengua española, útil en cualquier país de habla hispana, es particularmente indispensable para los que hablen el idioma dentro de un ambiente extraño, si no completamente extranjero. Por poco que se hable el inglés, por ejemplo, en algunos casos es más fácil de lo que imaginamos dejarnos llevar por la influencia constante del idioma en torno a nosotros. No cabe aquí insistir en lo que ya le ha pasado y sigue pasándole al idioma español en Tejas, en Nueva York, en la Florida, y en otros lugares de encuentro de culturas. Y lo más triste del caso es el olvido. Es una tragedia el no tener por lo m.enos una perspectiva histórica de la tradición del buen hablar y escribir. Para los que tengan conciencia de sus pecados –pecados lingüísticos, claro está— todavía habrá salvación.
El texto del Dr. Llerena es hecho con buen gusto. Con toda consideración a la tradición erudita, pero al mismo tiempo consciente de la naturaleza dinámica del idioma, el autor ha trazado el desarrollo vital lingüístico dentro de la forma culta y correcta. Es un libro que posee vigencia; está formado a base de la actualidad estilística que abarca a todo el mundo hispano, desde Madrid, a Buenos Aires, a Miami. La investigación a fondo del autor nos revela una visión amplia pero integradora de la lengua española.
El estilo mantiene la forma clásica inmanente, pero en su aspecto trascendente expresa la condición humana de hoy día. Los ejemplos que se nos ponen forjan imágenes vivas. Un manual de estilo nos sirve para experimentar la realidad existencial del lenguaje actual dentro de una tradición de respeto y orgullo. Quien rinde homenaje a su historia más aprecia su propio valor.
ROBERT KIRSNER
Professor of Spanish
University of Miami
Introducción
Por causas cuyo análisis escapa a la naturaleza y propósito de la presente obra, las normas que regulan la corrección del español tanto oral como escrito no han cuajado todavía en una expresión sistemática y uniforme. Reglas y usos, en particular en lo tocante a la mecánica de la lengua escrita —acentuación, puntuación, cursiva, mayúsculas— se hallan de manera dispersa e incompleta a través de los distintos textos, diccionarios, y manuales. A esto se agrega que no es raro encontrar discrepancias y diversidad de opiniones entre uno y otro autor o tratado.
Un ejemplo gráfico tomado casi al azar sirve muy bien para ilustrar el punto. En un ensayo literario publicado por el Boletín de la Real Academia Española en el número de septiembre-diciembre de 1973, las referencias numeradas en el texto a notas al pie siguen el estilo de situar el número voladito antes de la puntuación que corresponda; véase:
… «La voluntad» (1902 de Azorín1, (p. 451)
… una realidad interior»4 (p. 453)
… penúltima de Azorín5, (p. 453)
Este simple detalle estilístico contrasta, sin embargo, con lo que dice al respecto José Martínez de Sousa en su Diccionario de tipografía y del libro. En el artículo sobre Notas (p. 185), hablando sobre «la llamada con números voladitos», explica: «Su colocación debe hacerse de la siguiente forma: El número indicador de nota debe situarse fuera de todo signo de puntuación…» [cursiva en el texto].
En el mismo trabajo citado del Boletín pueden observarse otros detalles de cuestionable aceptación que hacen del órgano oficial de la instrucción suprema de la lengua un muestrario de irregularidades estilísticas. Véase: cita entrecomillada en párrafo sangrado del texto —que encima lleva porciones interiores también entre comillas sin diferenciar tipo de comillas— (p. 454); título de libro en cursiva (como debe ser) pero además entre comillas (p. 455); diversidad en la redacción de referencias bibliográficas, incluyendo las abreviaturas (p. 457nn.); nombres genéricos con mayúscula en títulos de obras, incluyendo un título citado una vez en redonda entre comillas y en dos líneas después en cursiva (pp. 457-58).
El artículo de referencia no es una excepción, ni tampoco lo es el número del Boletin en que aparece. Pero la significación del caso no está en eso, sino en que se trata del vocero gráfico de la Real Academia, de cuya autoridad y responsabilidad se esperaría un nivel más alto se cuidado y esmero editorial. Esos mismos defectos de estilos y otros, más errores de vocabulario y de sintaxis, así como de acentuación, puntuación, etc., aunque escapen al lector no avisado, se observan con frecuencia en libros, revistas, y diarios, y, sobre todo, en el material y correspondencia de autores y escritores que llega a las mesas editoriales. He aquí algunas faltas típicas:
Acentuación de la partícula ti: … tenía un recado para tí; acentuación de la partícula aun sin ser adverbio temporal: …ni aún sus hermanos creían en él; omisión de la preposición de: …no se daba cuenta [de] que era tarde; adición de la preposición de: …la entrada es de gratis; adición de la preposición por: …Señor, te agradecemos por tus bondades; empleo de cuando con antecedentes expreso: …avísame la hora cuando llegues; comas en caso de aposición especificativa: …su hermano, Carlos, vive en el campo; anglicismos de sentido: …ignora cuanto consejo se le da; galicismos de construcción: …el camino a seguir …
La lista podría extenderse ad infinítum. Lo mencionado, sin embargo, debería ser suficiente para ilustrar una realidad que clama a voces por fuentes de guía y consulta, accesibles y claras, adonde pueda recurrir continuamente todo el que desee hablar y escribir con propiedad y corrección, muy especialmente el que escribe para el público. Textos, manuales, y diccionarios a la verdad existen, pero rara vez con un sentido práctico de síntesis que tienda a recoger y armonizar los diversos aspectos de la expresión oral y escrita, organizándolos y presentándolos en forma tal que facilite la búsqueda de la información precisa en el momento en que se necesite.
Esta obra es un atrevido intento de responder en alguna medida a esa necesidad. La eficacia de un manual de estilo dependerá principalmente de dos cosas: una, el contenido de abarque; la otra, la manera de disponer y presentar ese contenido. Con respecto a lo primero, se verá que en este hay dos capítulos —sobre vulgarismos y barbarismos— dedicados a sentar las bases de corrección y pureza de la lengua respectivamente, describiendo con listas y ejemplos los casos de vicios y faltas contra el buen uso y ofreciendo a la vez las alternativas correctas. En otras palabras, el manual sigue en general la técnica, especialmente en estos dos capítulos básicos, de mostrar lo que debe ser en contraste con lo que no debe ser.
El resto del contenido se ocupa de los principales aspectos de la mecánica funcional de la lengua escrita: acentuación, puntuación, uso de las mayúsculas, y otros, áreas estas en que se advierte (como lo prueban los ejemplos citados del órgano de la Real Academia) no poca arbitrariedad y discordancia, pareciendo a veces como si el que escribe desconociera la existencia de pautas generales y siguiera solo los vuelos del instinto o el capricho.
Pero este enfoque general acerca de la corrección de la lengua hablada y escrita, sobre todo llevando el añadido de la palabra estilo, estaria incompleto sin, por lo menos, algunas nociones de retórica. Tal es la justificación del Capítulo 10 y final. Como allí se explica, no basta para la buena expresión el cumplimiento estricto de las normas gramaticales y convencionales. Algo más es necesario, y ese algo es la retórica, o sea, para decirlo brevemente, el arte de usar el idioma con un efecto de belleza, persuasión y efectividad. Los elementos de la retórica se han reducido a dos aspectos generales: las cualidades básicas del bien decir y las figuras y vicios retóricos propiamente.
En cuanto a la organización y presentación del material los asuntos tópicos aparecen por supuesto clasificados, pero además han sido divididos y subdivididos en secciones, y estas a su vez en casos particulares, cada uno con un número de lugar que permite su inmediata identificación y localización a través de la relación de materias al principio del capítulo o índice alfabético al final. El índice así referido a la numeración de asuntos en los respectivos capítulos facilita extraordinariamente el uso del manual. Si se desea, por ejemplo, comprobar la puntuación en casos de elementos vocativos, la información puede encontrarse bajo «Vocativo», «Coma», «Puntuación», y también en la tabla de materias del capítulo sobre puntuación.
Finalmente, hay dos advertencias previas de índole general que deberán tenerse muy en cuenta al considerar o evaluar esta obra. Una es que el acceso a un manual de estilo, por muy elemental que sea, presupone una base mínima de conocimiento lingüístico y gramatical en quien haya de usarlo. Quien ignore las leyes de la concordancia no podrá saber cuándo es error emplear el pronombre le en vez de su plural les, como ocurre en ciertos casos aparentemente correctos; quien no esté familiarizado con la naturaleza de las vocales no podrá entender por qué la palabra oído lleva tilde y la palabra destruido no la lleva, aunque ambas tienen la misma terminación fonética. La base mínima sugerida podría estimarse del sexto grado, o mejor aun, de la enseñanza media en adelante. En otras palabras, el fin de un manual de estilo no es el de enseñar los principios funcionales del idioma —que se dan por sabidos— sino el de servir de referencia y consulta en casos particulares de duda, contribuyendo a la vez a la unificación de las reglas y usos del idioma.
La segunda advertencia, quizás más importante, es que, precisamente debido a la dispersión e insuficiencia señaladas al principio en lo que a normas de estilo se refiere en el español, todo intento de sistematización tropezará inevitablemente, de una parte, con hábitos y vicios arraigados y sancionados por el uso o la preferencia individual; y de otra, con lagunas de diversidad o vaguedad donde literalmente «no hay nada escrito!» y en donde será necesario innovar si ha de tenerse alguna forma de patrón o guía.
Ante esta realidad, será perfectamente comprensible, pues que así es la naturaleza humana, que muchos reciban con desdén o recelo cuanto signifique rectificación o modificación de lo que hasta entonces ha sido su costumbre. «Yo creo que el Estado político debe escribirse con mayúscula», dirán algunos. «Yo continuaré poniéndole acento a la palabra fé» dirán otros. «A mí me suena muy mal modista en el género masculino —comentará alguien—; prefiero decir modisto … » No habría suficientes páginas para ilustrar toda la variedad de posibles y probables reacciones y objeciones. El autor recuerda que en sus tiempos de escuela elemental era regla inflexible el jamás poner coma antes de la conjunción y y colocarla siempre antes de la conjunción pero. Esa inflexibilidad ya no existe.
El idioma es corno un organismo viviente: sujeto a crecimiento, desarrollo, y madurez. No se habla ni escribe hoy igual que en tiempos de Cervantes, para no decir del arcipreste de Hita. Hay ciertamente margen, además, para la variedad y el sello personal. Sería en extremo aburrido y monótono que todo el mundo se expresara según un modelo rígido y uniforme. Algunos aspectos de la lengua escrita, en particular la puntuación y el uso de mayúsculas, tienen por necesidad que acomodarse al contexto —personal, formal, legal, periodístico …— y aun a la intención del pensamiento en un pasaje dado. Pero una cosa es utilizar la puntuación, por ejemplo, para servir a la idea y otra el uso arbitrario de la puntuación; una la inflexibilidad de las normas y otra la anarquía o la ausencia de ellas.
La simple idea de un manual se funda, pues, en la proposición de que la unidad y armonía de las leyes que gobiernan el uso del idioma es cosa a la vez deseable y necesaria. A ese fin, se ha procurado en este seguir el criterio de justificar siempre cada norma y cada recomendación con una explicación razonable y de preferir en todo caso la más sencilla de dos alternativas (por ejemplo, prescindir del acento diacrítico en el pronombre demostrativo, omitir la coma cuando no sea estrictamente necesaria, y preferir minúscula si la opción es admisible). Si este libro llega de alguna manera a ser útil, no importa cuan modestamente, habrá cumplido con creces su propósito.
M.Ll.