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por Les Thompson
La fe que sabe perseverar. En el evangelio de San Mateo tenemos el fascinante relato de una madre atribulada que en fe supo asirse de Cristo y perseverar en oración. El trato de Jesús ante la insistente plegaria de ella nos muestra unos aspectos importantes de la fe y de la oración:
Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba, diciéndole: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: ‘Despídela, pues da voces tras nosotros’. El respondiendo, dijo: ‘No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel’. Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo: ‘¡Señor, socórreme!’ Respondiendo él, dijo: ‘No esta bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos’. Y ella dijo, ‘Sí, Señor; pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos’. Entonces respondiendo Jesús, dijo: ‘Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres’. Y su hija fue sanada desde aquella hora (Mt 15:22-28).
Al analizar la historia extraordinaria de esta madre cananea, vemos:
- La reverencia que demostró al acercarse a Jesús, llamándole «Señor e Hijo de David» (el nombre histórico de Cristo);
xx - El dolor agonizante que sufría a causa de la grave enfermedad de su hijita;
xx - El amor intenso de ella, obligándola ir a Jesús en busca de solución;
xx - La humildad de ella al aceptar ser comparada con los perrillos ya que era cananita y no israelita;
xx - La desesperación de ella evidenciada al apoyarse confiadamente en las mismas palabras de Jesús: «los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos»;
xx - La insistencia y perseverancia de ella, al rehusar desalentarse ante una aparente negativa de Cristo;
xx - La fe absoluta que tenia ella en la capacidad de Cristo para sanar a su hija. Lo que nos inquieta al leer esta historia es la actitud inesperada de Jesús. Cuando la desesperada mujer se presenta, él no le presta atención, no le contesta, se queda callado (v. 23). Luego, por la molestia que causa la mujer, los discípulos le piden que él la despida. En lugar de hacerlo, Jesús dice: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 24), expresión que francamente parece falta de cortesía. Al oír tales palabras de Jesús, la mujer, en lugar de salir cabizbaja y desilusionada, se tira a sus pies y, aferrada a él, insiste: «¡Señor, socórreme!» (v. 25). Como respuesta recibe lo que a nuestros oídos suena frío y discriminante: «No esta bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos».
¿Qué hacía Jesús al tratarla así? En los evangelios no hay caso parecido. En toda otra ocasión nuestro Señor se muestra tan amable, tan compasivo, tan presto a contestar la solicitud humilde y sincera de los que en fe se allegan a el (Mt 7:7-8; 1 1:28-30; Jn 7:37). Para hallarle sentido a esta imprevista reacción debemos reconocer una verdad expresada de antaño por el predicador inglés, A. T. Pierson: «Cada parábola de Jesús es un milagro de enseñanza y cada milagro de Jesús es una parábola de enseñanza».
Hay ocasiones en las que apresuradamente llegamos al Señor Jesús pidiendo socorro. A pesar de nuestra urgente plegaria y obvia necesidad no recibimos inmediata respuesta. Nuestra petición:
– El hijo gravemente enfermo,
– La esposa moribunda,
– El bolsillo sin dinero,
– La mesa escasa de alimento,
– El marido sin empleo. Parece rebotar en el cielo y regresar a tierra sin ser oída.
Nuestra emergencia, al parecer, no toca el corazón de Dios. Acudimos incesantemente, oramos fervorosamente, pedimos perdón por los pecados, lloramos y suplicamos, pero Dios parece indiferente a nuestra plegaria. Otros oran y él contesta, pero para nosotros el cielo esta cerrado. Entre Dios y nosotros hay solo un silencio sepulcral.
Al considerar la enseñanza de este relato bíblico, lo primero que debemos notar es que esta demora por parte de Dios no es única. Abraham (padre de la fe) y Sara pidieron a Dios un hijo. Fíjese la larga espera de ellos para recibir respuesta (Gn 21:1-5). El rey David dijo, «Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mi reposo» (Sal 22:2). ¿No les pareció a Jairo y a sus amigos que Jesús se demoró demasiado para ir a sanar a su hija (Mr 5:35)? Y en el caso de Lázaro, cuando le dijeron a Jesús que estaba enfermo, esperó dos días hasta que muriera antes de ir a Betania, y ¡Lázaro era su amigo! (Jn 11:6).
Dios en su Palabra nos explica la razón, y es importante subrayarla en nuestro entendimiento de cómo Dios responde ante nuestra fe.
- En el caso de Abraham, nos aclara la Biblia: «Se fortaleció en fe» (Ro 4:20). La larga espera, en lugar de desanimarle, le sirvió para que aprendiera más de Dios y confiara más profundamente.
xx - Jesús le dijo a Jairo: «No temas, cree solamente» (Mr 5:36) y le hizo esperar. Ante la critica de los que miraban, ante la duda personal que podría haber apagado su fe, ante la misma imposibilidad de la situación (ya que la hija había muerto), Jairo sigue confiando. Jesús entonces le dijo: «No temas» (la tendencia ante la demora divina es temer que Dios se ha olvidado, que no se interesa por nosotros). «¡Cree solamente!» En otras palabras, el que tiene fe se fija solo en Jesús, nunca en las circunstancias.
xx - En cuanto a Lázaro, el Señor les explicó a los discípulos: «Me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis» (Jn. 11:15). Cristo les hizo esperar antes de actuar, porque quería enseñarles algo que fortalecería su fe en gran manera. Como bien lo indica el profesor Hendriksen, «Resucitar a un Lázaro muerto resultaría en un mejor medio para fortalecer la fe de los discípulos que sanar a un Lázaro enfermo».
Igual hace Jesús con la mujer cananea. La apariencia de indiferencia por parte de Jesús, su demora intencional, tiene el divino propósito de cultivar la fe de ella. Durante esa demora ella no pierde confianza, al contrario, se aferra más de Jesús. Crece la fe de ella para luego dar una expresión aún más gloriosa de la misma. Además, esta historia nos enseña a nosotros un punto muy importante en cuanto a la fe y la oración, algo que ordinariamente no se nos hubiera ocurrido.
Oigamos lo que le dice Jesús: «Tú, como cananea, no tienes derecho de pedirme favores». ¿Qué quiso decir? ¿Cómo lo interpretamos? Cuando a nosotros nos toca ese silencio del cielo, ¿no es entonces que nos damos cuenta de la justicia de Dios en lugar de su gracia?
Permítame explicar. ¿Qué derecho tenemos tú y yo —seres pecadores— de pedir algo de Dios? Si Dios actuara en justicia, es decir, de acuerdo a nuestros méritos, jamás tendría porqué prestarnos atención. ¡Merecemos castigo! ¡No merecemos gracia! Ese reconocimiento es uno de los pasos más importantes que tenemos que aprender en cuanto a la oración y la fe.
Es en base de tal reconocimiento que llegamos a entender la fe extraordinaria de esta madre cananea. En lugar de ofenderse por las palabras de Jesús, reconoce abiertamente la gran verdad de su falta de méritos. Admite que en realidad no tiene derechos, que no merece ayuda de él. Sabe que Dios no esta obligado a responder a la plegaria de seres humanos manchados por el pecado. Pero admitiendo toda esa verdad, ella no se da por vencida. Su fe esta cimentada en Jesús y no en méritos personales.
Esta muy consciente, además, de la importancia de las «migajas» de Dios. Aquí no busca ella justicia, esta pidiendo gracia; no pide pan, se satisface con migajas. En su desesperación por su hija enferma, apela al amor grandioso de Dios. Es como si dijera: «Señor, no me quejo de que les des pan a otros, en cuanto a mí, con una pequeña migaja me basta». Su fe la ha llevado a reconocer que una migaja de Dios, un rayo de su luz divina, una pequeña indicación de su divino favor, es más que suficiente para satisfacer toda su necesidad.
El Señor Jesús le dice, «Oh mujer, ¡grande es tu fe!» (v. 28). Podía decir esto de la cananita porque ella tenia grandes conceptos de Dios y pequeños conceptos de sí misma. Esperaba mucho de lo poco. En su gran necesidad se aferraba sólo de Cristo y no de algún valor personal.
Dios no responde a nuestras plegarias ena base a lo que somos, ni de lo que hacemos. Él nos oye por lo que él es: un Dios de incomparable amor y piedad. Nos oye por la grandeza de sus promesas, por lo que nos ha prometido en su Palabra. Esas benditas promesas son como giros bancarios firmados por Dios. Los podemos llevar sin temor alguno al banco del cielo para cobrar. Él nos oye por el nombre bendito de su Hijo —quien murió precisamente para acercarnos a Dios—. No nos oye por algo meritorio en nosotros los pecadores, nos oye únicamente por la grandeza de su propio nombre.
Si fuera a contestar nuestras peticiones al instante de nosotros pedirle, fácilmente llegaríamos a pensar que nos oye por la belleza de nuestra plegaria, o quizás por la intensidad de nuestra oración, o por la cantidad de gente que conseguimos que se una a nuestra plegaria (pensando que mientras más personas oran, más probable es que Dios nos oiga). Pronto nos engañaríamos y basaríamos nuestras peticiones sobre aquellas cosas que hacemos nosotros para buscar su favor, o para agradarle, o para conseguir su asentimiento. Tal concepto es pagano, falso, indigno de Dios. Cuando así pensamos nos elevamos a nosotros mismos como si fuéramos los que podemos manipular a Dios. Tales conceptos achican a Dios y lo reducen a nivel humano. Repetimos: Dios nos oye únicamente por la grandeza de su propio nombre.
Aprendemos de este hermoso pasaje bíblico que muchas veces es a través del silencio que Dios nos enseña lo que es la fe y como hemos de orar. Es a través del silencio del cielo que aprendemos quien es él y quienes somos nosotros tan inmerecedores de sus favores. Es cuando nos parece que a Dios no le importa nuestra agonía que se profundiza en nuestra fe. Es por ese silencio—que nos luce tan negativo— que llegamos a apreciar sus migajas. Es por ese silencio inquietante que aprendemos esa fe segura que reposa única y absolutamente en la misericordia de nuestro todo bondadoso y amoroso Dios.