Meditación para el Año Nuevo

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Meditación para el Año Nuevo

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Por Les Thompson[1]Extraigo estos pensamientos de mi nuevo libro: La fe que mueve montañas, editado por Portavoz.

¿Qué nos esperará en los 12 meses que ahora inician? Seguramente queremos pedirle a Dios que nos bendiga. Pero, ¿qué clase de bendiciones queremos? ¿Qué es lo que le vamos a pedir?

El Apóstol Pablo nos informa que: «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues que hemos de pedir como conviene no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios, el Espíritu intercede por los santos» (Ro 8:26,27).

Lo primero que nos sorprende es que un hombre de enorme fe como lo era San Pablo diga que él mismo no estaba seguro de cuál debiera ser el contenido de sus oraciones, para que estas se conformaran a la voluntad de Dios. Nos sorprende, pues pensaríamos que alguien de la estatura espiritual de este gran apóstol siempre sabría exactamente que pedir. La indicación es que no es así. Hay momentos en que la situación o la dificultad particular es tan complicada que el ser humano —no importa quien sea— sencillamente no sabe de qué manera orar.

El mismo Moisés que hablaba cara a cara con Dios (Éx 33:11; Dt 34:10), nos relata: «Y oré a Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza, y tu mano poderosa; porque… ¿qué Dios hay en el cielo ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que esta más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto» (Det 3:23-­26). Claro está que ni aun el gran Moisés supo que pedir cuando en fe y de todo corazón suplicaba a Dios que le dejara entrar en Canaán.

Ni Elías supo que pedir, a pesar de que escribe Santiago de él diciendo, «La oración eficaz del justo puede mucho» (Stg 5:16-17). Bajo el castigo de una severa prueba, el profeta oró: «Basta ya, Jehová, quítame la vida» (1 R 19:4). Una petición muy equivocada, aunque angustiosa.

Algo parecido fue la oración de los apóstoles Juan y Santiago cuando, enojados, quisieron pedir fuego de Dios para destruir una aldea samaritana (Lc 9:54). ¡No sabían que pedir! Dios quería salvar a los samaritanos, no destruirles.

San Pablo nos cuenta de dos ocasiones en que oró a Dios sin saber cuál era la voluntad divina. Cuenta que tres veces confiadamente rogó a Dios que le quitara un «aguijón en su carne» (aparentemente una enfermedad o debilidad física), y Dios negó su petición (2 Co 12:7­10). En otra instancia les dijo a los cristianos de Filipos que estaba en confusión en cuanto a qué pedir: si orar que Dios le llevara de una vez al cielo, o si orar que Dios le concediera más vida para poder ir a ayudarles (Fil 1:23,94).

Cuenta el Dr. Hendriksen (el bien conocido expositor de la Biblia) de un pastor que era muy amado por su congregación. Un triste día enfermó. Alarmada por la gravedad del pastor, la congregación unánimemente oró —en fe profunda— que Dios le sanara. Pero murió. En el entierro, un pastor amigo del difunto, dijo: «Es posible que algunos de vosotros estéis en peligro de llegar a la conclusión de que Dios no oye la oración. Os aseguro que sí oyó vuestra petición, pero en este caso particular había dos oraciones, una opuesta a la otra. Vosotros orabais: “Oh Dios, sánale porque le necesitamos mucho”. El Espíritu Santo con gemidos indecibles oraba: “Llévalo a tu presencia, porque la congregación depende demasiado de él y ha dejado de depender en ti”. Dios el Padre oyó vuestra petición pero respondió a esa oración especial del Santo Espíritu». ¡Dios no contesta todas nuestras oraciones! Si así lo hiciera, esas respuestas en lugar de resultar en bendiciones fácilmente podrían convertirse en juicios. Por ejemplo, Jehová concedió la oración de Israel y les dio un rey, pero el rey Saúl fue de mal en peor. También tenemos la historia del Rey Ezequías (2 Crónicas 32.24,25; Isaías 38.1-8). Cuando enfermó pidió que Dios le sanara. Dios lo hizo, dándole 15 años más de vida. «Sin embargo Ezequías no correspondió al bien que había recibido, pues se puso orgulloso su corazón, por lo cual la ira vino sobre él, sobre Judá y Jerusalén». Claro está que aunque nos acerquemos a Dios con fe en su poder, hay veces que no sabemos pedir como conviene. Dios por esto nos ha suplido un ayudante, al gran Consolador, para contrarrestar nuestra flaqueza.

Nos enseña este texto que ¡tenemos a dos intercesores! ¡Dos ayudantes! Primero está Cristo Jesús, nuestro sumo sacerdote, que intercede siempre por nosotros (Ro 5:34; He 7:25; 1 Jn 2:1). Además está el Espíritu Santo que mora en nosotros. Él también es nuestro intercesor (Jn 14:1, ss., 17; Gá 4:6; Ro 8:96). Cristo ante el trono de Dios ora por nosotros; el Espíritu Santo que mora en nosotros también ora. Él es el Espíritu de súplica (Zac 12:10, versión, La Biblia Latinoamericana). Como ayudante purificador «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad» (Ro 8:26).

Dios en su sabiduría, conociendo nuestra flaqueza, nuestra debilidad, nuestra falta de sabiduría, nuestra falta de poder —a causa de la impotencia producida por el pecado—, nos ha suplido a este bendito y divino ayudante. El Espíritu Santo, juntamente con Cristo, sabe qué pedir y cómo conviene pedir. Además, el Espíritu siempre ora conforme a la voluntad perfecta de Dios «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia, para el oportuno socorro» (He 4:16).

Alguien podría decir: «Si yo no sé que pedir como conviene, y si tanto Cristo como el Espíritu Santo oran por mí, ¿para qué tengo yo que orar?» La respuesta es que la oración es un mandato divino; es el gran medio por el cual expresamos nuestra fe en Dios. Es también una necesidad. Es una compulsión innata, un instinto autóctono que lo creado responda en clara dependencia al Creador. Por eso es que la oración es un acto natural del hombre. Siente profunda necesidad de agradecerle a Dios sus bondades y a la vez pedirle explicación y ayuda en sus dificultades. Para que podamos tener comunicación directa con Dios, él nos ha dado el vehículo de la oración. (Nótese al tratar este tema que Dios de forma completa ya se ha comunicado clara y extensamente con nosotros por medio de su Palabra). «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda» (1 Ti 2:8).

También podemos deducir, al estudiar estos textos de Romanos, que el Espíritu Santo solo ora con estos gemidos indecibles cuando un creyente confiadamente levanta una súplica a Dios. Es decir, pareciera que él no ora por nosotros si no tenemos la iniciativa de venir a Dios en oración sincera. Es cuando tú y yo nos acercamos al trono de la gracia que el Espíritu Santo comienza, juntamente con nosotros, a orar. Además, el texto parece indicar que el Espíritu especialmente intercede cuando nuestras oraciones no están de acuerdo con la voluntad de Dios.

¿Qué significa cuando dice que «intercede por nosotros con gemidos indecibles»? Han habido varias interpretaciones. Una de las más oídas es que el Espíritu Santo ora en el lenguaje de Dios, o en una lengua extraña, no conocida por los hombres. El problema con esa interpretación es que la palabra «gemidos» la usa tres veces el Apóstol en éste capítulo: el gemido de la naturaleza (creación), v. 22, el gemido de los creyentes, v. 23, y el gemido del Espíritu Santo, v. 26. En los primeros dos casos no puede interpretarse como «lenguas desconocidas». Además, la misma palabra se usa en el griego original en Hechos 7:34; Marcos 7:34; 2 Corintios 5:2; Hebreos 13:17 y Santiago 5:9.

Decir que la palabra «gemidos» (stenazo en griego) indica hablar en lenguas sería darle una interpretación precipitada. Por ejemplo, el texto de Hebreos 13.17 dice, «Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría y no quejándose (la palabra en griego es stenazo “gemidos”), porque esto no es provechoso». Sería muy arbitrario decir que lo que significan estos gemidos es glossais lalein. Pues si «gemidos puede traducirse como «lenguas», este texto podría leerse: «Obedeced a vuestros pastores… con alegría, y no en lenguas, porque esto no es provechoso». Obviamente el sentido de la palabra stenazo en el griego original no puede ser «lenguas».

Existen intérpretes de la Biblia que son como Cristóbal Colon. No sabía a donde iba cuando salió. Cuando llegó a América, no sabía a donde había llegado. Cuando regresó a España, tampoco sabía en dónde había estado. Estos predicadores toman textos de la Biblia, y como no saben lo que significan, le dan la interpretación que se les antoja. Así confunden a los sinceros oidores y les guían por extraños y falsos caminos. A la vez, hay pasajes que son difíciles de interpretar. Aun los expertos tienen dificultad. Este es uno de ellos.

Una interpretación plausible de los gemidos (aunque también la creo equivocada) la da el profesor John Murray. El atribuye los gemidos a los hombres que oran. Dice, «Al escudriñar Dios los corazones de sus hijos, encuentra allí impronunciables gemidos. Aunque no los han articulado, hay tras ellos sentimientos y anhelos que no escapan de la vista del omnisciente Dios —Él los entiende completamente».

Prefiero la explicación que dio años atrás el profesor Abraham Kuyper, (profesor de teología sistemática de la universidad de Amsterdam) en su libro, La Obra del Espíritu Santo. Dice: «El Apóstol se refiere a la oración o al gemido que salta, no del regenerado, pero del mismo Espíritu que intercede a favor de él». Compara la manera en que intercede el Espíritu Santo a una madre preocupada que se arrodilla al lado de un pequeño hijo enfermo: «El hijo no tiene la más mínima idea de lo que le está pasando, ni aun de sus propias necesidades. La madre intercede por él, pues, que ha de pedir como conviene, el niño no lo sabe. Si tuviera el hijo veinte años de edad, no habría esa necesidad: podría comprender su condición y orar de acuerdo a ella. Y esta ilustración se puede aplicar al Espíritu Santo. Si el creyente fuera lo que debiera ser, si tuviera madurez espiritual y pudiera orar como conviene, no habría necesidad de este tipo de intercesión. Pero siendo que somos imperfectos y atormentados por nuestras debilidades, el Espíritu de Dios intercede por nosotros».

Los gemidos expresan la profunda preocupación del Espíritu Santo por nosotros. Él nos ve en nuestra pobreza espiritual, en nuestra incertidumbre en nuestra lucha aquí en la tierra. Se une a tal punto con nuestro dolor y necesidad que expresa ese sentir en «gemidos indecibles».

Podríamos comparar este profundo sentir con el de Jesús cuando lloró ante la tumba de Lázaro. Las lágrimas de Cristo no eran a consecuencia de su impotencia ante la trágica situación, más bien era una expresión de su gran compadecer por aquellos que tanto amaba. Jesús sabía lo que iba a hacer. Lloró porque el sufrimiento de ellos tocó profundamente su corazón. Luego, en el momento debido, resucitó a Lázaro. Igual es con el Espíritu Santo. Nos ve en nuestro dolor, en nuestra agonía y movido profundamente por nuestra aflicción, gime por nosotros. Ese sentir del Espíritu Santo debe alegrarnos. Muestra su preocupación profunda, su cercanía y gran compasión por los que somos hijos de Dios.

Recordemos la siguiente verdad como base de nuestra fe: tenemos acceso al Padre solo por los méritos de Cristo, pero únicamente por medio del Espíritu Santo. Esto es lo que enseña la Biblia: «Porque por medio de él (Cristo Jesús) los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Ef  2:18). Ahora, teniendo tan grande entrada al trono de la gracia, debemos llegar entusiasmada y constantemente a Dios en oración, sabiendo que si de corazón nos hemos equivocado en nuestras peticiones, el Espíritu Santo amorosamente corregirá esa plegaria sincera y el Padre aceptará esa oración perfeccionada por su Espíritu.

La lección de esta porción de Romanos contiene un principio final que, al inicio de este nuevo año, debemos apuntar. Dice que el Espíritu Santo ora «conforme a la voluntad de Dios» (v. 27). Esa es la consideración de más valor al acercarnos al Padre con nuestras peticiones. ¿Se ajustarán nuestras peticiones para este año a la clara enseñanza de Cristo en el Padre Nuestro: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mt 6:10)? Cuando sabemos que nuestra súplica se conforma totalmente a la voluntad de Dios, ¡con que gran confianza podemos orar! Ese es el gran beneficio que tenemos al saber que el Espíritu Santo amorosamente intercede por nosotros. Él siempre ajusta nuestra oración a la perfecta voluntad de Dios.

Por tanto, oremos confiadamente. Pidámosle a Dios que él nos use como nunca nos ha usado para su gloria. Pidámosle por nuestros hijos, que ellos sean fieles al Señor y que obedezcan su Palabra. Pidámosle por nuestras congregaciones, que cada miembro permita que Cristo en verdad sea el Rey de reyes, el Señor de señores en sus vidas; es decir, que en la iglesia, en la calle, en su vecindario y en sus hogares reine Jesucristo.

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1 Extraigo estos pensamientos de mi nuevo libro: La fe que mueve montañas, editado por Portavoz.